Las lecciones de la historia.
Moral e historia

Will y Ariel Durant

La moral son las normas con las que una sociedad exhorta (como las leyes son las normas con las que trata de obligar) a sus miembros y asociaciones a comportarse de un modo que se ajuste al orden, la seguridad y el desarrollo sociales. Es así como, durante dieciseis siglos, los enclavados judíos en la Cristiandad mantuvieron su continuidad y su paz interna mediante un código moral estricto y detallado, casi sin ayudas del estado y sus leyes.

      Un poco de conocimiento de la historia pone de manifiesto la variabilidad de los códigos morales y llega a la conclusión de que son desdeñables, porque difieren según los tiempos y lugares y a veces se contradicen mutuamente. Un conocimiento más profundo subraya la universalidad de los códigos morales y deduce que son necesarios.

      Los códigos morales difieren porque se ajustan a las condiciones históricas y ambientales. Si dividimos la historia económica en tres fases —caza, agricultura, industria—, cabe suponer que el código moral de una fase cambiará en la siguiente. En la de la caza, el hombre tenía que estar dispuesto a perseguir, luchar y matar. Una vez atrapada su presa, comía hasta colmar la capacidad cúbica de su estómago, en la incertidumbre de que pudiera comer de nuevo; la inseguridad es la madre de la gula, como la crueldad es el recuerdo —auque sólo sea en la sangre— de una época en que la piedra de toque de la supervivencia —como ahora ocurre entre los estados— era la capacidad para matar. Según es de presumir, la mortalidad entre los hombres, que tan frecuentemente arriesgaban sus vidas en la caza, era entonces mayor que entre las mujeres; algunos hombres tenían que tomar varias mujeres y se suponía que todo hombre ayudaría a que las mujeres tuvieran frecuentes embarazos. La pugnacidad, la brutalidad, la gula y el rigor sexual eran ventajas en la lucha por la existencia. Probablemente que contribuía a la supervivencia del individuo, la familia o el grupo. Es posible que los pecados del hombre sean reliquias de su ascensión más que los estigmas de su caida.

      La historia no nos dice exactamente cuándo los hombres pasaron de la caza a la agricultura; tal vez fue en el Periodo Neolítico y gracias al descubrimiento de que se podía sembrar el grano como un agregado al crecimiento espontáneo del trigo silvestre. Podemos lógicamente presumir que el nuevo régimen exigió nuevas virtudes y cambió algunas de las antiguas virtudes en vicios. La laboriosidad se hizo más vital que la valentía, la regularidad y la parsimonia más beneficiosas que la violencia, la paz más victoriosa que la guerra. Los hijos eran económicamente un activo; la regulación de la natalidad fue hecha inmoral. En la granja, la familia era la unidad de producción bajo la disciplina del padre y las estaciones, y la autoridad paterna tenía una sólida base económica. Cada hijo normal maduraba pronto mentalmente y para bastarse; a los quince años comprendía las tareas físicas de la vida tan bien como las comprendería a los cuarenta; todo lo que necesitaba era tierra, un arado y brazos bien dispuestos. Se casaba, pues, pronto, casi tan pronto como la naturaleza lo deseaba; no tascaba mucho tiempo los frenos que a las relaciones premaritales imponía el nuevo orden de tierras y hogares permanentes. En cuanto a las jóvenes, la castidad era indispensable, pues su pérdida podía originar una maternidad no protegida. La monogamia fue exigida por la aproximada igualdad numérica de los sexos. Durante quince siglos, este código moral agrícola de continencia, matrimonio temprano, monogamia sin divorcio y maternidad múltiple se mantuvo en la Europa cristiana y sus colonias blancas. Fue un código severo y produjo algunos de los más firmes caracteres de la historia.

      Poco a poco, luego con rapidez y siempre con más amplitud, la Revolución Industrial cambió la forma económica y la estructura moral de la vida europea y americana. Hombres, mujeres y niños dejaban el hogar y la familia, la autoridad y la unidad, para trabajar como individuos, individualmente pagados, en fábricas construidas para alojar, no a hombres, sino máquinas. Con cada década, las máquinas se multiplicaban y se hacían más complejas; la madurez económica (la capacidad para sostener una familia) se retrasaba; los hijos no eran ya económicamente un activo; se aplazó el matrimonio; se hizo más difícil el mantenimiento de la continencia premarital. La ciudad desalentaba de mil modos los matrimonios y procuraba al mismo tiempo toda clase de estímulos y facilidades para la vida sexual. Las mujeres se “emanciparon”, es decir, se industrializaron y los anticonceptivos les permitieron separar el trato sexual del embarazo. La autoridad del padre y la madre perdió su base económica a causa del creciente individualismo de la industria. La rebelde juventud ya no estaba frenada por la vigilancia de la aldea; podía ocultarse sus pecados en la anonimia protectora de la multitud urbana. El progreso de la ciencia puso la autoridad del tubo de ensayo por encima de la del báculo pastoral; la mecanización de la producción económica inspiró filosofías materialistas mecanicistas; la instrucción difundió las dudas religiosas; la moral perdió uno tras otro sus apoyos sobrenaturales. El viejo código moral agrícola comenzó a morir.

      En nuestro tiempo, como en los de Sócrates (m. 339 a. de C.) y Augusto (m. 14 d. de C.), la guerra se agregó a las fuerzas que contribuían a la relajación moral. Después de la violencia y los transtornos sociales de la guerra del Peloponeso, Alcibíades entendió que podía desechar el código moral de sus antepasados y Trasímaco pudo anunciar que el poder era el único derecho. Después de las guerras de Mario y Sila, César y Pompeyo y Antonio y Octavio, “Roma estaba lleno de hombres que habían perdido su base económica y su estabilidad moral; soldados que habían probado la aventura y aprendido a matar; ciudadanos que habían visto consumidos sus ahorros por los impuestos y la inflación traídos por la guerra; … mujeres deslumbradas por la libertad, que multiplicaban los divorcios, abortos y adulterios… un refinamiento superficial se enorgullecía de su pesimismo y cinismo.”[1] Es casi un cuadro de ciudades europeas y norteamericanas después de dos guerras mundiales.

      La historia ofrece cierto consuelo recordándonos que el pecado ha florecido en todas las épocas. Ni siquiera nuestra generación ha rivalizado aun con la popularidad del homosexualismo en las antiguas Grecia y Roma o en la Italia del Renacimiento. “Los humanistas escribieron sobre él con una especie de enternecimiento erudito y Ariosto pensó que todos ellos lo cultivaban”; Aretino pidió al duque de Mantua que le enviara un chico atrayente.[2] La prostitución ha sido perenne y universal, desde los burdeles reglamentados por el estado de Asiria[3] hasta los night clubs de las actuales ciudades del Occidente europeo y Estados Unidos. En la Universidad de Wittenberg, en 1544, según Lutero, “la casta de las mozas se está haciendo audaz, y corren tras los universitarios hasta dentro de sus piezas y cámaras y allí donde pueden, ofreciéndoles su amor libre”.[4] Montaigne nos dice que, en su tiempo (1533-92), la literatura obscena encontraba un buen mercado;[5] la inmoralidad de nuestra escena difiere según la clase más que su grado de la que imperó en la Inglaterra de la Restauración; y las Memorias de una mujer de placer —una verdadera sucesión de ayuntamientos carnales— de John Cleland eran tan preciadas en 1749 como en 1965.[6] Hemos señalado el descubrimiento de dados en las excavaciones próximas al asiento de Nínive;[7] hombres y mujeres se han entregado al juego en todas las épocas. En todo tiempo, ha habido hombres sin honradez y gobiernos corrompidos; probablemente, menos ahora que antes en general. Los folletistas de la Europa del siglo XVI “multiplicaban sus denuncias de adulteración general de alimentos y otros artículos”.[8] El hombre nunca se ha reconciliado con los Diez Mandamientos. Hemos visto la opinión de la historia que tenía Voltaire como principalmente “una colección de crímenes, locuras y desdichas” de la humanidad;[9] Gibbon se mostró de acuerdo con este resumen.[10]

      Debemos decirnos una vez más que la historia según suele ser escrita (peccavimus) es muy distinta de la historia según es vivida: el historiador consigna lo excepcional porque es interesante, o sea, porque es excepcional. SI todos esos individuos que no tuvieron un Boswell hubiesen hallado un lugar numéricamente proporcional en las páginas de los historiadores, tendríamos una visión más aburrida pero también más justa de los tiempos pasados y del hombre. Detrás de la roja fachada de la guerra y la política, de desgracias y miserias, de adulterios y divorcios, de asesinatos y suicidios, había millones de hogares ordenados, de matrimonios en perfecto entendimiento, de hombres y mujeres buenos y afectuosos, atareados y felices con sus hijos. Hasta en la historia escrita encontramos tantos ejemplos de bondad y hasta de nobleza que podemos perdonar, aunque no olvidar, los pecados. Las dádivas de la caridad casi han compensado las crueldades de los campos de batalla y las cárceles. ¡Cuántas veces, inclusive en nuestros apretados relatos, hemos visto a los hombres ayudándose mutuamente: Farinelli atendiendo a los hijos de Domenico Scarlatti, diversas personas socorriendo al joven Haydn, el conde Litta pagando los estudios de Johann Christian Bach en Bolonia, Joseph Black adelantando repetidamente dinero a James Watt, Puchberg prestando y prestando pacientemente a Mozart! ¿Quién se atreverá a escribir una historia de la bondad humana?

      No podemos, pues, estar seguros de que la relajación moral de nuestro tiempo sea un heraldo de decadencia y no más bien una penosa o deliciosa transición entre un código moral que ha perdido su base agrícola y otro que nuestra civilización industrial tiene que moldear todavía en orden y normalidad sociales. Entre tanto, la historia nos asegura que las civilizaciones decaen muy poco a poco. Durante 250 años después que el debilitamiento moral comenzara en Grecia con los sofistas, la civilización helénica continuó produciendo obras maestras de literatura y arte. La moral romana comenzó a “decaer” poco después que los conquistados griegos pasaron a Italia (146 a. de C.) pero Roma continuó teniendo grandes gobernantes, filósofos, poetas y artistas hasta la muerte de Marco Aurelio (180 d. de C.) Políticamente, Roma estaba en su nivel más bajo cuando surgió César (60 a. de C.); sin embargo, no sucumbió totalmente ante los bárbaros hasta el 465 de nuestra era. ¡Tal vez tardemos tanto en hundirnos como la Roma imperial!

      Es posible que la disciplina sea restaurada en nuestra civilización por la preparación militar que reclaman las exigencias de la guerra. La libertad de la parte varía con la seguridad del todo; el individualismo en Estados Unidos o Inglaterra disminuirá a medida que la protección geográfica cese. Cabe que la licencia sexual se cure con sus propios excesos; cabe que nuestros hijos, a la deriva, vean el orden y el recato puesto de moda; la ropa será más estimulante que la desnudez. Mientras tanto, mucha de nuestra libertad moral es cosa buena; es grato verse liberado de los terrores teológicos, disfrutar sin remordimientos de los placeres que no nos dañen ni dañen al prójimo y sentir el contacto del aire libre en nuestra carne desvestida. Ω

[1] Caesar and Christ, 211.

[2] The Renaissance, 576.

[3] Our Oriental Heritage, 275.

[4] The Reformation, 761.

[5] The Age of Reason Begins, 394.

[6] The Age of Voltaire, 64.

[7] Our Oriental Heritage, 265.

[8] The Reformation, 763.

[9] The Age of Voltaire, 487.

[10] Gibbon, Edward, Decline and Fall of the Roman Empire I, 314.