Homicidios impunes

Con frecuencia leemos y escuchamos las indignadas y plenamente justificadas quejas respecto de que los homicidios de periodistas, de mujeres, de defensores de derechos humanos o de homosexuales quedan en la impunidad, lo cual resulta un incentivo para que otros potenciales criminales lleven a cabo sus crímenes, pues es bastante alta la probabilidad de que no sean capturados y llevados a juicio.

            Pero eso que es cierto tratándose de las clases de víctimas enumeradas lo es también tratándose de cualquier otra clase de víctimas. Es decir, los homicidios en México, sea quien sea el afectado, en una altísima proporción no se esclarecen y, por tanto, los presuntos responsables no son enjuiciados.

            El Estado surge históricamente con la misión primordial de brindar un grado aceptable de seguridad pública a los gobernados. De todos los servicios que deben proveer los gobernantes, ninguno tan indispensable como ese, sin el cual quedamos a la intemperie material y anímicamente.

            Cuando la opinión pública observaba con alarma e irritación que los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez quedaban sin resolverse, se dijo que esa ineficacia se debía a una suerte de misoginia, a la cual se debía el desinterés del Ministerio Público en atender debidamente esos dolorosos casos. Pero la estadística indicaba que los hombres a los que se asesinaba en esa ciudad, como en el resto del país, eran muchos más —entre siete y diez veces más— que las mujeres que corrían la misma suerte, y esos asesinatos igualmente quedaban impunes. (Alguna vez dije esto en una mesa redonda en la UNAM, y la moderadora comentó enfadada: “No hubiera creído que Luis también fuera sexista”).

            ¡No era entonces que la procuración de justicia fuera deficiente sólo cuando las víctimas eran del sexo femenino, sino que lo era en todos los casos! La explicación, por tanto, no era el sexismo, aunque podía haberlo, sino la falta de calidad profesional. Lo he dicho varias veces: los gobiernos mexicanos —los federales y los de las entidades federativas— no se han ocupado seriamente de crear policías y ministerios públicos eficaces y confiables. Mientras que en España, Japón o Chile —por citar un ejemplo de América Latina— son sometidos a proceso penal nueve de cada diez presuntos homicidas dolosos, en México no llegan siquiera a dos de cada diez.

            Esa desgracia no tendría que ser una fatalidad, pero para superarla habría que invertir dinero y esfuerzo en cantidades suficientes. Es más sencillo pronunciar discursos demagógicos, pero éstos nunca han cambiado una realidad indeseable. Se requerirá mucho trabajo y considerables erogaciones. Como decía aquel anuncio de un excelente whisky: se ve caro; lo es. Pero su costo nunca será tan elevado como el que hoy está pagando el país por la podredumbre de nuestras policías y nuestros ministerios públicos.

            La impunidad erosiona el Estado de derecho, menoscaba la convivencia civilizada, burla los legítimos anhelos de justicia, estimula las tentaciones criminales y genera en los habitantes un agudo malestar, la sensación de que a los responsables de perseguir los delitos no les importa en realidad cumplir con su función con un mínimo de profesionalismo y decencia, y a los gobernantes tampoco les importa que lo hagan.

            Podemos transformar a nuestras policías y nuestros ministerios públicos en instituciones altamente profesionales, confiables y eficaces si tomamos las medidas adecuadas: salarios y prestaciones laborales acordes con la importancia y los riesgos de las funciones que desempeñan, selección y capacitación rigurosas de los aspirantes, depuración institucional a fondo, suficientes y óptimos recursos materiales —incluyendo, por supuesto, los tecnológicos—, supervisión estricta de sus tareas, plazas suficientes y distribuidas territorialmente según las necesidades.

            El poeta francés Paul Valéry escribió memorablemente que el futuro es preparar al hombre para lo que no ha sido nunca. Eso es, precisamente, lo que debemos hacer con nuestras policías y nuestros ministerios públicos: prepararlos a fin de lograr en ellos una metamorfosis para que lleguen a ser lo que no han sido nunca.