Criminalizar la protesta social

Como recordarán los lectores, recientemente la Asamblea Legislativa del Distrito Federal agravó las punibilidades del homicidio y las lesiones contra policías, así como las del robo y el daño en propiedad ajena, cuando esos delitos sean cometidos durante manifestaciones callejeras.

En su primer comunicado bajo la presidencia de Perla Gómez, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) asevera que “el incremento de penas a ciertos delitos, cuando éstos se cometan en contextos de manifestación o protesta social, resulta una medida desproporcionada al ser un mecanismo indirecto de criminalización de la protesta social… contraria a los postulados de una sociedad democrática incluyente, así como al contenido de la Constitución y a los más altos estándares internacionales en materia de derechos humanos”.

Es preciso salir al paso de esa falacia, a la que contribuyó la misma Suprema Corte de Justicia al determinar, en una resolución memorable, que la sentencia condenatoria a varios individuos que, como forma de presión para lograr sus demandas, amarraron y rociaron de gasolina a servidores públicos amenazando quemarlos, era “una forma maquilladamente institucional de criminalizar la protesta social a partir de una ideología totalitaria, donde (sic) el ejercicio de los derechos de libertad de expresión y reunión generan la falsa presunción de peligrosidad”.

El derecho a protestar es consustancial a la democracia, pero tiene el límite, muy claro e inequívoco, del respeto a la ley y a los derechos de los demás. Asestar un tubazo en la cabeza a un policía o envolverlo en llamas, saquear o destrozar establecimientos comerciales, son acciones que en todos los países democráticos se sancionan penalmente de acuerdo con la gravedad del delito. La prohibición penal de esas conductas nada tiene que ver con la represión de las manifestaciones de inconformidad, sino con la necesidad de que éstas discurran dentro del marco de la legalidad. Ni la Constitución ni los tratados internacionales autorizan que se proteste delinquiendo.

La presidenta de la CDHDF, como todo mundo, sabe esa obviedad, pero por lo visto se adscribe a la tendencia en boga, tan perversa como políticamente correcta, de mistificar la protesta concediéndole legitimidad sean cuales fueren sus expresiones. Tal postura, que se enarbola sobre todo desde posiciones de izquierda, no es en modo alguno progresista, y desprestigia a la causa de los derechos humanos. Los fanáticos de la comunidad de Nueva Jerusalén, Michoacán, prendieron fuego a las escuelas públicas protestando así contra la educación laica. La CNTE se opone a la reforma educativa con actos de barbarie.

La actitud democrática no supone pasividad frente a los violentos sino exigencia de que la ley sea aplicada. La verdadera criminalización de la protesta social es la que perpetran quienes la aprovechan como coartada para realizar actos vandálicos. Éstos deben ser abiertamente condenados por los partidos políticos, los medios de comunicación, las organizaciones civiles y, por supuesto, el ombudsman, cuya función no es justificar a los violentos sino defender los derechos de todos, lo cual sólo es posible exigiendo el respeto a la ley.