¿Qué debemos decir a los niños?1

Nicholas Humphrey[2]

La razón de [esta] asimetría entre la ciencia y la nociencia no es —al menos por ahora— que la ciencia proporciona mucho mejores  explicaciones —en elegancia, en economía en belleza— que la nociencia. Aunque esto es cierto, me parece que la razón más poderosa es que la ciencia, por su propia naturaleza, es un proceso participativo, y la no−ciencia no lo es.

Cuando estudiamos ciencia aprendemos por qué debemos creer una cosa u otra. La ciencia no engaña, no da órdenes, sino que expone los argumentos fácticos y teóricos de por qué algo es así, y nos invita a estar de acuerdo, a comprobarlo por nosotros mismos. Por lo tanto, cuando alguien ha entendido una explicación científica, es que, en un sentido importante, ya la ha elegido como propia.

Qué diferente es el caso de las explicaciones supersticiosas o religiosas. La religión no tiene ninguna pretensión de involucrar a sus devotos en un proceso de descubrimiento o elección racionales. Si nos atrevemos preguntar por qué deberíamos creer en algo, la respuesta será porque está escrito en el Libro, porque esa es nuestra tradición, porque era lo suficientemente bueno para Moisés, porque de esa manera vas a ir al Cielo. …O la frecuente: no preguntes.

Contrastemos dos posiciones. Por un lado tenemos Tertuliano, teólogo romano del siglo segundo, con su desdeñable sumisión a la autoridad y su negación de nuestro derecho de elegir nuestras creencias. “Para nosotros”, escribió, “desde Jesucristo la curiosidad ya no es necesaria ni lo es, después del Evangelio, la investigación”[3]. Éste es el mismo hombre, hay que recordarlo, que dijo sobre el Cristianismo: “es cierto porque es imposible”. Por el otro lado está Adelardo de Bath, filósofo inglés del siglo XII, uno de los primeros intérpretes de la ciencia árabe, quien nos manda que nos hagamos responsables de lo que sucede a nuestro alrededor. “Si alguien que vive en una casa no sabe de qué está hecha, no merece refugiarse en ella “, dijo, “y si alguien nacido en la morada de este mundo no se interesa en descubrir el plan en que se basa su grandiosa belleza, es indigno de ella, y merecería ser expulsado”[4].

Imaginemos que pudimos elegir; que en nuestros años de formación fuimos enfrentados a esas dos opciones de entendimiento, entre basar nuestras creencias en las ideas de otros traídas de otro país y de otra época, o basarlas en las ideas que hemos podido ver crecer en el lugar donde nacimos. ¿Puede haber alguna duda de que vamos a elegir por nosotros mismos?, ¿de que vamos a elegir la ciencia?

Y ya que las personas elegirían la ciencia si tuvieron la oportunidad de tener una educación científica, afirmo que, como sociedad, tenemos todo el derecho de insistir en que se les dé esa oportunidad. Es decir tenemos el derecho, en efecto, de elegir esa manera de pensamiento para ellos. De hecho, no sólo estamos autorizados: en el caso de los niños estamos moralmente obligados a hacerlo con el fin de protegerlos de ser víctimas tempranas de otras formas de pensar que los apartaría del campo científico.

Entonces déjenme abordar la cuestión desde el fondo: ¿Nos gustaría que un Gran Hermano insistiera en que sus creencias fueran enseñadas a nuestros hijos? ¿O que alguien tratara de imponer su ideología personal a nuestra hija pequeña? Tengo la respuesta: enseñar ciencia no se parece a eso, no se trata de enseñar las creencias de otro; se trata de alentar a los niños a ejercitar sus facultades de entendimiento para que lleguen a sus propias creencias.

Desde luego, es probable que acaben teniendo creencias ampliamente compartidas por otros que han seguido el mismo camino: es decir, creencias derivadas de lo que la ciencia revela como verdadero acerca del mundo. Y sí, si se quiere ponerlo de así, podría decirse que eso significa convertirlos en científicos conformistas: en una de esas personas predecibles que creen que la materia está compuesta de átomos, que el universo se originó en el Big Bang, que los humanos descendemos de los monos, que la consciencia es un proceso cerebral, que no hay vida después de la muerte y así por el estilo. Pero —si se me pregunta— diré que yo estaría simplemente muy complacido de que un hermano o hermana mayor o un maestro de escuela o usted mismo ayudara a los niños a alcanzar ese estado luminoso.

El hábito de preguntar, la capacidad de distinguir entre buenas y malas respuestas, la curiosidad por entender cómo y porqué funcionan las explicaciones profundas: esto es lo que yo desearía para mi hija (ahora de dos años) porque creo que es lo que ella, si se le diera la oportunidad, desearía para sí misma. Pero también lo desearía para ella porque asimismo estoy muy consciente de lo que, de otra manera, le sucedería a ella. Las ideas erróneas —algunas antiguas, otras nuevas— que atragantan a nuestra cultura siguen tratando de capturar mentes receptivas. Si mi hija, por carecer de las defensas de razonamiento crítico, fuera alguna vez a caer en algún tipo de irracionalismo político o espiritual, entonces yo y usted —y nuestra sociedad— le habríamos fallado.

¿Palabras? Los niños están hechos de las palabras que escuchan. Sí importa lo que les decimos. Ellos pueden resultar dañados por las palabras, y es posible que continúen haciéndose más daño todavía, y que a su vez se conviertan en personas que lastimen a otros. Pero también podemos darles vida con las palabras.

“He puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición” —dice el Deuteronomio— “por lo tanto, elige la vida para que vivan tú y tu descendientes”.[5] Creo que no debería haber límites a nuestro deber de ayudar a los niños a que elijan la vida.[6]

 


[1] 1. Fragmento de la conferencia “¿Qué debemos decir a los niños?” (Oxford Amnesty Lecture, 1997. Publicada como: Nicholas Humphrey, 1998, “What shall we tell the children?”, Social Research, 65, 777-805; también como: 1998, “What shall we tell the children?” in The Values of Science, ed. Wes Williams, pp 58-79, Oxford: Westview Press) tomado el 13 de marzo de 2014 de: http://www.humphrey.org.uk/papers/1998WhatShallWeTell.pdf y traducido por José A. Aguilar V.

[2] Psicólogo inglés establecido en Cambridge, conocido por sus trabajos sobre la evolución de la inteligencia y la consciencia humanas. Propuso la celebrada teoría de la “función social de la inteligencia”. Jugó un papel importante en el movimiento antinuclear a fines de los 1970s. Ha ganado varios reconocimientos; entre ellos el Premio en Memoria de Martin Luther King, la Medalla Puffendorf y el premio de Sociedad Británica de Psicología. Ha sido conferencista en temas de psicología en la Universidad de Cambridge y ocupado distintos cargos académicos en las universidades de Cambridge, Oxford y Nueva York, y la Escuela de Economía de Londres. (Nota del traductor.)

[3] Tertuliano, siglo II, Prescripciones contra todas las herejías.

[4] Adelardo de Bath, siglo XII, Astrolabio.

[5] Deuteronomio, 30:19.

[6] Por varias de las nociones que he expuesto estoy en deuda con James Dwyer, cuyas críticas a la idea de los derechos de los padres constituyen un modelo de razonamiento filosófico y jurídico.