Malala

Nadie merecía como Malala el Premio Nobel de la Paz. Su causa es la de todas las mujeres que en todas partes del mundo aspiran a desarrollarse intelectualmente y a ser plenamente humanas —más allá de lo meramente biológico—, libres, dueñas de sus destinos. Ciertas interpretaciones del Corán pretenden reducirlas —y las han reducido en muchos países— a servidoras dóciles de los varones, sin derecho a educarse, a opinar, a participar en los asuntos públicos, a usar la vestimenta de su preferencia, a mostrar su belleza, a tener contacto con hombres que no sean sus familiares o su cónyuge, a salir de casa sin compañía masculina, a elegir pareja, a decidir sobre la conducción de su vida.

Un malhadado día, un mulá le dijo al padre de Malala, propietario de la escuela donde su hija estudiaba: “Represento a los buenos musulmanes y todos pensamos que su escuela de niñas es haram (prohibido en el Islam) y una blasfemia. Tiene que cerrarla. Las niñas no deben ir a la escuela. Una niña es tan sagrada que debe observar el purdah (segregación o aislamiento de las mujeres) y tan privada que en el Corán no hay ningún nombre de mujer, pues Alá no quiere que se las mencione”.

Malala, a los 13 años de edad, empezó a escribir un diario para la BBC denunciando lo que ocurría en su país, Pakistán, con los talibanes, quienes azotaban a las mujeres, asesinaban a los infieles, destruían escuelas, clausuraban peluquerías, quemaban televisores, prohibían que las niñas fueran a clases y que se escuchara música o se cantara salvo si se trataba de los cánticos gratos al Dios talibán. Malala reivindicó sobre todo el derecho de las niñas a asistir a la escuela.

El martes 9 de octubre de 2012 fue tiroteada, a bocajarro, por un grupo terrorista vinculado a los talibanes. Una de las balas entró por debajo del ojo izquierdo, hizo añicos los huesos de la mitad de la cara y rozó el cerebro. Entonces, una vez más, se comprobó que los milagros existen. No sabemos quién o quiénes los realizan, pero de cuando en cuando (si no fuera así no serían milagros) ocurren. Malala sobrevivió. No podía reír, casi no podía hablar, no podía parpadear con el ojo derecho. El dolor era insoportable. En el hospital Reina Isabel de Birmingham, Reino Unido, se le hizo cirugía reconstructiva y se le rehabilitó.

No se arredró. En su libro Yo soy Malala dice: “Mi objetivo al escribir este libro ha sido alzar mi voz en nombre de los millones de niñas en todo el mundo a las que se niega el derecho a ir a la escuela y a realizar su potencial. Espero que mi historia anime a las niñas a elevar sus voces y a descubrir la fuerza que reside en su interior. Pero mi misión no termina ahí. Mi misión, nuestra misión, exige que actuemos de forma decisiva para educar a las niñas y empoderarlas para cambiar sus vidas y sus comunidades”.

Savater ha escrito lo más justo sobre Malala: “Y yo pensé que el día de la apoteosis definitiva los maestros más gloriosos —Shakespeare, Mozart, Velázquez, Madame Curie, Orson Welles, Hannah Arendt…— se sorprenderán un poco cuando, desde luego muy respetuosamente, sean introducidos en el Palacio de la Cultura por la entrada de servicio. Porque las puertas de oro se abrirán sólo para ella, la niña valiente cuya reivindicación dio sentido a todo lo demás. Cruzará el umbral y heredará el reino”.