Aplicar la ley

Eduardo Galeano escribió en La Jornada que “el presidente Peña Nieto, recién regresado de China, advertía que esperaba no tener que hacer uso de la fuerza, en tono de amenaza”. Pero cualquiera que haya escuchado o leído las palabras del Presidente se habrá dado cuenta de que se refería a quienes, aprovechando las marchas de las últimas semanas, han cometido actos vandálicos que no pueden ser tolerados en ningún Estado de derecho. Algo más dijo el Presidente: al no permitirse los actos de violencia de unos pocos, se estará protegiendo el derecho de todos a manifestarse pacíficamente.

Los violentos atacan cajeros automáticos, destruyen cafeterías, aporrean policías, prenden fuego a una puerta de Palacio Nacional, incendian edificios, destrozan coches, bloquean carreteras, atrapan a personas y las humillan. A un diputado lo coaccionan para que renuncie a su curul; a otros individuos los amarran y los hacen marchar exhibiéndolos como infiltrados o como ratas. Y lo peor es que las autoridades los dejan hacer de las suyas, no se vaya a decir que los están reprimiendo.

En buena hora Luis Raúl González, titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, ha escrito en Milenio que la institución que preside “impulsa que toda actuación de las personas, aun en sus expresiones de reclamo, se apegue al marco de derecho” y, lo más importante, que “quienes ejerzan la violencia y actúen fuera de la ley deben ser detenidos, puestos a disposición de la autoridad y sometidos al proceso correspondiente, respetando sus garantías”. Nadie podría decir que el ombudsman se está sumando a una amenaza de represión. Está defendiendo la libertad de expresión y la protesta pacífica sin dejar de señalar que el Estado está obligado a respetarlas pero sin abdicar del deber de sancionar los delitos que se perpetren a su amparo.

Las consecuencias de permitir que las inconformidades y las demandas puedan expresarse sin respetar los límites que marca la ley son, por una parte, el atropello a derechos de terceros, tan legítimos como los de los descontentos, y, por otra, la generación de un clima de ingobernabilidad. Pero pueden ser aun peores: lo han sido ya, cuando precisamente normalistas de Ayotzinapa quemaron vivo al trabajador Gonzalo Rivas, quien heroicamente evitó que se incendiara la gasolinera donde prestaba sus servicios. Como recordó Paco Calderón en Reforma, no se le guardó un solo minuto de luto; como lo recuerda Luis González de Alba semana a semana en Milenio, no se sabe nada de la investigación que debió realizarse sobre su homicidio.

Ahora los violentos anuncian que van a impedir en el estado de Guerrero las elecciones de 2015, es decir que van a cancelar el ejercicio del derecho elemental de toda democracia. Su arrogante prepotencia parece no respetar ninguna barrera. Aunque actúen encapuchados, están mostrando su verdadero rostro: no creen en los valores de la democracia y apuestan a que unas autoridades timoratas no se atreverán a ponerles un hasta aquí. Pero esas autoridades tienen su razón de ser en el imperativo de respetar y hacer respetar la ley. No tienen que esperar a que crezca la espiral de la violencia. Hoy mismo deberían ya salir de su marasmo y, simple y sencillamente, con respeto escrupuloso de los derechos humanos, cumplir con su deber.