Por Luis de la Barreda Solórzano
1 de febrero de 2024
¿Y quién entonces ha querido dar nunca a los demás hombres el derecho de quitarle la vida?
Cesare Bonesana, marqués de Beccaria
Es curioso: existe una
prohibición mundial y absoluta de la tortura y otras penas o tratos crueles,
inhumanos o degradantes, pero en muchos países, en cambio, se admite, aunque
con restricciones, la pena de muerte. Es el caso de Estados Unidos.
Hace una semana, Kenneth
Eugene Smith, sentenciado a la pena capital por el asesinato de una mujer
cometido hace 35 años, fue ejecutado con gas nitrógeno puro en una prisión de
Alabama, método utilizado por primera vez en el país. Respirar ese gas le causó
al reo hipoxia o falta de oxígeno, pero tardó en morir 22 minutos. Smith parecía
consciente después de que empezó a salir el gas. Durante al menos dos minutos
se agitó y retorció sobre una camilla. Sus ataduras se tensaron por la
intensidad de los movimientos de su cuerpo. Después respiró agitadamente por
varios minutos hasta que dejó de inhalar.
Ya se había tratado de
ejecutar a Smith en 2022 con la inyección letal, pero la ejecución se suspendió
porque el verdugo no pudo colocarle una intravenosa. Los abogados del condenado
alegaron que el Estado estaba convirtiendo a su cliente, al aplicarle una forma
nueva de privarlo de la vida, en sujeto de prueba para un método experimental
que podría violar la prohibición constitucional de infligir castigos crueles o
inusuales.
Los tribunales federales
rechazaron las peticiones de suspender la aplicación de la pena, lo mismo que
la Corte Suprema. La magistrada Sonia Sotomayor votó contra la ejecución junto
con otros dos magistrados, y escribió sobre su voto: “Después de no poder matar
a Smith en su primer intento, Alabama lo ha seleccionado como ‘conejillo de
indias’ para poner a prueba un método de ejecución que nunca antes ha sido
probado. El mundo nos observa”.
El procurador del estado,
Steve Marshall, manifestó que el gas nitrógeno ha demostrado ser un método de
ejecución eficaz y humano. Al ser interrogado sobre las convulsiones de Smith
en la camilla, el comisionado penitenciario de Alabama, John Q. Hamm, dijo que
parecían ser “movimientos involuntarios” (sic). Pero el asesor espiritual del
reo, el reverendo Jeff Hood, acusó que la ejecución no cumplió con la
predicción del procurador de que Smith quedaría inconsciente en 30 segundos.
“Lo que vimos fueron minutos de alguien luchando por su vida”.
Como se advierte, la
discusión se da en torno a si el condenado sufrió dolores severos varios minutos
antes de morir, lo que hubiese contrariado la prohibición absoluta de la
tortura, que consiste en infligir dolores o sufrimientos graves, físicos o
psíquicos, a cualquier persona. 22 minutos, sin duda, son una eternidad para
quien está sometido a un sufrimiento físico insoportable. Pero los condenados a
muerte, aun si no sufrieran dolor físico alguno al ser ejecutados, previamente
son víctimas de un sufrimiento psíquico terrible.
Uno de los regalos que los
seres humanos debemos a los dioses es el de no saber el momento en que vamos a
morir. Nos sabemos mortales, pero como ignoramos la hora de nuestra muerte
vivimos como si no lo fuéramos. El sentenciado a muerte espera en una celda
años y años antes de ser privado de la vida —Smith fue condenado a la pena
capital hace 28 años—, y eso produce, inevitablemente, un padecimiento atroz.
De la celda pasará a la cámara de ejecuciones. El condenado queda atrapado en
un túnel que conduce hacia nunca, hacia nada. El miedo a la muerte se apodera
de cada uno de sus pensamientos, de sus emociones, de sus recuerdos.
“Ya no es un hombre
—advierte Albert Camus—, sino una cosa que espera ser manejada por los
verdugos. Se le mantiene en la dependencia absoluta, la de la materia inerte,
pero con una conciencia que es su principal enemigo”. Y agrega: “Frente a la
muerte ineluctable, el hombre, cualesquiera que sean sus convicciones, se
destruye de arriba a abajo” (Reflexiones sobre la guillotina). Y el personaje
de El último día de un condenado a muerte, de Víctor Hugo, dice: “Mi cuerpo
está encadenado en un calabozo; mi mente, encarcelada en una idea, en una
horrible idea, en una sangrienta e implacable idea”. El condenado a muerte ha
perdido algo esencial de su humanidad, está aniquilado ya antes de su postrera
exhalación.
Si toda condena a la pena
de muerte, la pura condena, es una tortura, y la tortura está proscrita en los
diversos tratados internacionales de derechos humanos, la pena de muerte, en
consecuencia, también debe quedar abolida.
Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/la-espera-hacia-nunca-hacia-nada/1633329