Capítulo IV
De si la tolerancia es peligrosa y en qué pueblos está permitida

Por François Voltaire

Algunos han dicho que si se tratase con una indulgencia paternal a nuestros hermanos errados, que rezan a Dios en mal francés, sería como ponerles las armas en la mano; que veríamos nuevas batallas de Jarnac, de Moncontour, de Coutras, de Dreux, de Saint-Denis, etc.; es cosa que ignoro porque no soy profeta; pero me parece que no es razonar de manera consecuente decir: «Esos hombres se sublevaron cuando se les trataba mal; por lo tanto, se sublevarán cuando se les trate bien». Me atrevería a tomarme la libertad de invitar a los que se encuentran al frente del gobierno y a aquellos que están destinados a ocupar puestos elevados a que se dignasen considerar tras meditado examen si se debe temer, en efecto, que la dulzura produzca las mismas sublevaciones que hace nacer la crueldad; si aquello que ha sucedido en determinadas circunstancias debe suceder en otras; si las épocas, la opinión, las costumbres, son siempre las mismas.

Los hugonotes, sin duda, se han embriagado de fanatismo y se han manchado de sangre como nosotros; pero la generación presente ¿es tan bárbara como sus padres? El tiempo, la razón que hace tantos progresos, los buenos libros, la dulzura de la sociedad ¿no han penetrado en aquellos que dirigen el espíritu de esos pueblos? ¿Y no nos apercibimos de que casi toda Europa ha cambiado de cara desde hace unos cincuenta años?

El gobierno se ha fortalecido en todas partes, mientras que las costumbres se han suavizado. La policía general, apoyada por ejércitos numerosos y permanentes, no permite además temer el retorno de aquellos tiempos anárquicos en que unos campesinos calvinistas luchaban contra unos campesinos católicos, reclutados a toda prisa entre las siembras y las siegas.

A otros tiempos otros cuidados. Sería absurdo diezmar hoy día la Sorbona porque en otros tiempos presentó un recurso para hacer quemar a la Doncella de Orleans; porque declaró a Enrique III depuesto del derecho de reinar; porque lo excomulgó; porque proscribió al gran Enrique IV. No buscaremos, sin duda, los demás estamentos del reino que cometieron idénticos excesos en aquellos tiempos frenéticos: eso sería no solamente injusto, sino que supondría una locura semejante a purgar a todos los habitantes de Marsella porque tuvieron la peste en 1720.

¿Iremos a saquear Roma, como hicieron las tropas de Carlos V, porque Sixto V, en 1585, concedió nueve años de indulgencias a todos los franceses que tomasen las armas contra su soberano? ¿Y no es ya bastante impedir que Roma vuelva a cometer jamás excesos semejantes?

El furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la religión cristiana mal entendida ha derramado tanta sangre, ha producido tantos desastres en Alemania, en Inglaterra, e incluso en Holanda, como en Francia: sin embargo, hoy día, la diferencia de religión no causa ningún disturbio en aquellos Estados; el judío, el católico, el griego, el luterano, el calvinista, el anabaptista, el sociniano, el menonita, el moravo, y tantos otros, viven fraternalmente en aquellos países y contribuyen por igual al bienestar de la sociedad.

Ya no se teme en Holanda que las disputas de un Gomar sobre la predestinación motiven la degollación del Gran Pensionario[1]. Ya no se teme en Londres que las querellas entre presbiterianos y episcopalistas acerca de una liturgia o una sobrepelliz derramen la sangre de un rey en un patíbulo.

Irlanda, poblada y enriquecida, ya no verá a sus ciudadanos católicos sacrificar a Dios, durante dos meses, a sus ciudadanos protestantes, enterrarlos vivos, colgar a las madres de cadalsos, atar a las hijas al cuello de sus madres para verlas expirar juntas; abrir el vientre a las mujeres encintas, extraerles a los hijos a medio formar para echárselos a comer a los cerdos y los perros; poner un puñal en la mano de sus prisioneros atados y guiar su brazo hacia el seno de sus mujeres, de sus padres, de sus madres, de sus hijos, imaginando convertirlos en mutuos parricidas y hacer que se condenen al mismo tiempo que los exterminan a todos. Esto es lo que cuenta Rapin-Thoiras, oficial en Irlanda, casi nuestro contemporáneo; esto es lo que relatan todos los anales, todas las historias de Inglaterra y que, sin duda, jamás será imitado. La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desarmado manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado de los excesos a que la había arrastrado el fanatismo.

También nosotros tenemos en Francia una provincia opulenta en la que el luteranismo supera al catolicismo. La universidad de Alsacia se halla en manos de luteranos; ocupan una parte de los cargos municipales: jamás la menor disputa religiosa ha turbado el reposo de esa provincia desde que pertenece a nuestros reyes. ¿Por qué? Porque no se persigue en ella a nadie[2]. No tratéis de forzar los corazones y todos los corazones estarán con vosotros.

Yo no digo que todos aquellos que no siguen la religión del príncipe deban compartir los puestos y los honores de los que pertenecen a la religión dominante. En Inglaterra, los católicos, considerados seguidores del partido del pretendiente, no pueden acceder a los empleos públicos: incluso pagan un impuesto doble; pero gozan por lo demás de todos los derechos de los ciudadanos. De algunos obispos franceses se ha sospechado que creían que ni por su honor ni por su interés les convenía tener calvinistas en sus diócesis y que éste es el mayor obstáculo a la tolerancia: no puedo creerlo. El cuerpo de los obispos, en Francia, está compuesto por gentes de calidad que piensan y obran con una nobleza digna de su nacimiento; son caritativos y generosos, cosa que hay que reconocerles en justicia; deben creer ciertamente que sus diocesanos fugitivos no se convertirán en los países extranjeros y que, cuando vuelvan con sus pastores, podrán ser instruidos por sus lecciones y conmovidos por sus ejemplos: su honor ganaría al convertirlos, lo temporal no saldría perdiendo y cuantos más ciudadanos hubiese más rentarían las tierras de los prelados.

Un obispo de Varnie, en Polonia, tenía un anabaptista de granjero y un sociniano de recaudador; le propusieron que despidiese y persiguiese al uno porque no creía en la consubstancialidad y al otro porque no bautizaba a su hijo hasta los quince años: respondió que serían condenados para toda la eternidad en el otro mundo, pero que en éste le eran muy necesarios.

Salgamos de nuestra pequeña esfera y examinemos el resto de nuestro globo. El Gran Señor gobierna en paz veinte pueblos de diferentes religiones; doscientos mil griegos viven en seguridad en Constantinopla; el propio muftí nombra y presenta al emperador al patriarca griego; se tolera a un patriarca latino. El sultán nombra obispos latinos para algunas islas de Grecia y he aquí la fórmula que emplea: «Le marido que vaya a residir como obispo a la isla de Quío, según su antigua costumbre y sus vanas ceremonias». Este imperio está lleno de jacobitas, nestorianos, monotelitas; hay copias, cristianos de San Juan, judíos, guebros, banianos. Los anales turcos no hacen mención de ningún motín provocado por alguna de esas religiones.

Id a la India, a Persia, a Tartana veréis en todos esos países la misma tolerancia y la misma tranquilidad. Pedro el Grande ha favorecido todos los cultos en su dilatado imperio; el comercio y la agricultura han salido ganando y el cuerpo político no ha sido perjudicado por ellos.

El gobierno de China no ha adoptado jamás, desde los cuatro mil años que es conocido, más que el culto de los noaquidas, la adoración simple de un solo Dios; tolera, sin embargo, las supersticiones de Fo y una multitud de bonzos que sería peligrosa si la prudencia de los tribunales no los hubiera mantenido siempre a raya.

Es cierto que el gran emperador Yung-Chêng, el más sabio y el más magnánimo que tal vez haya tenido China, ha expulsado a los jesuitas; pero esto no lo hizo por ser intolerante; fue, al contrario, porque lo eran los jesuitas. Ellos mismos citan en sus Cartas curiosas, las palabras que les dijo aquel buen príncipe: «Sé que vuestra religión es intolerante; sé lo que habéis hecho en Manila y en el Japón; habéis engañado a mi padre; no esperéis engañarme a mí». Léanse todos los razonamientos que se dignó hacerles, se le encontrará el más sabio y el más clemente de los hombres. ¿Podría, en efecto, permitir la permanencia en sus Estados de unos físicos de Europa que, con el pretexto de mostrar unos termómetros y unas eolipilas a la corte, habían sublevado ya contra él a uno de los príncipes de la sangre? ¿Y qué habría dicho ese emperador si hubiese leído nuestras historias, si hubiese conocido nuestros tiempos de la Liga y de la conspiración de las pólvoras?

Le bastaba con estar informado de las indecentes querellas de los jesuitas, de los dominicos, de los capuchinos, del clero secular, enviados desde el fin del mundo a sus Estados: venían a predicar la verdad y se anatematizaban unos a otros. El emperador no hizo, por tanto, más que expulsar a unos perturbadores extranjeros: ¡pero con qué bondad los despidió! ¡Qué cuidados paternales tuvo con ellos para su viaje y para impedir que le molestasen en el trayecto! Su propio destierro fue un ejemplo de tolerancia y humanidad.

Los japoneses eran los más tolerantes de todos los hombres: doce religiones pacíficas estaban establecidas en su imperio; los jesuitas vinieron a ser la decimotercera, pero pronto, al no querer ellos tolerar ninguna otra, ya sabemos lo que sucedió: una guerra civil, no menos horrible que la de la Liga, asoló el país. La religión cristiana fue ahogada en ríos de sangre; los japoneses cerraron su imperio al resto del mundo y nos consideraron como bestias feroces, semejantes a aquellas de que los ingleses han limpiado su isla. En vano el ministro Colbert, comprendiendo la necesidad que tenemos de los japoneses, que para nada nos necesitan a nosotros, intentó establecer un comercio con su imperio: los halló inflexibles.

Así pues, nuestro continente entero demuestra que no se debe ni predicar ni ejercer la intolerancia. Volved los ojos hacia el otro hemisferio; ved la Carolina, de la que el prudente Locke[3] fue legislador: bastan siete padres de familia para establecer un culto público aprobado por la ley; tal libertad no ha hecho surgir ningún desorden. ¡Dios nos libre de mencionar este ejemplo para incitar a Francia a imitarlo! Sólo se cita para hacer ver que el mayor exceso a que pueda llegar la tolerancia no ha sido seguido de la más leve disensión; pero aquello que es muy útil y bueno en una colonia naciente no es conveniente en un viejo reino.

¿Qué diremos de los primitivos que han sido apodados cuáqueros[4] por burla y que, con costumbres tal vez ridículas, han sido tan virtuosos y han enseñado inútilmente la paz al resto de la humanidad? Alcanzan el número de cien mil en Pensilvania; la discordia, la controversia, son ignoradas en la feliz patria que ellos se han creado y el mero nombre de su ciudad de Filadelfia[5], que les recuerda en todo momento que los hombres son hermanos, es el ejemplo y la vergüenza de los pueblos que todavía no conocen la tolerancia.

En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora, entre esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y la que lo entrega con tal de que viva![6]

No hablaré aquí más que del interés de las naciones; y respetando, como debo, la teología, no considero en este artículo más que el bien físico y moral de la sociedad. Suplico a todo lector imparcial que sopese estas verdades, que las certifique, que las extienda. Los lectores atentos, que se comunican sus pensamientos, van siempre más lejos que el autor.

Fuente: Voltaire, François. Tratado sobre la tolerancia. Con ocasión de la muerte de Jean Calas (1762). Madrid, Tecnos, 2015, pp. 61-68.


[1] «Gran Pensionario» era llamado el titular del poder ejecutivo en Holanda; dicho título fue utilizado primero por los gobernadores de las provincias y luego por los jefes militares de la Unión, especialmente por los príncipes de Orange. El Gran Pensionario Barneveldt fue decapitado en 1619 por no querer suscribir las tesis de François Gomar, quien había polemizado con el teólogo holandés Arminio (1560-1609) para defender la doctrina calvinista de la predestinación, según la cual Dios ya habría decretado desde siempre quién debía

salvarse o condenarse.

[2] La provincia de Alsacia se anexionó al reino de Francia tras la promulgación del Edicto de Nantes. Dicho Edicto no se aplicó allí, pero evidentemente tampoco fue «revocado». Además, el rey se cuidaba mucho de no enemistarse con sus aliados protestantes en un lugar tan próximo a Alemania. Por ello la persecución a que fueron sometidos los protestantes franceses en general no afectó demasiado a los luteranos de Alsacia.

[3] El filósofo inglés John Locke (1632-1704), a cuyo decidido elogio dedica Voltaire la decimotercera de sus Cartas filosóficas, es recordado aquí, no tanto como el autor del Ensayo sobre el entendimiento humano, sino como quien concibiera la Carta sobre la tolerancia, obra escrita entre 1685 y 1686, mientras estaba exiliado en Holanda. En este opúsculo, redactado poco antes de la revolución inglesa de 1688 y, por lo tanto, de que un reino protestante separase del trono al católico e intolerante Jacobo II, Locke aboga por distinguir entre los ámbitos de la comunidad política y la sociedad religiosa, proponiendo establecer una separación radical entre las funciones de la Iglesia y el Estado.

[4] Como bien se dice aquí, la palabra «cuáquero» no es más que una chanza, pues es el mote que le pusieron sus detractores al fundador de la secta, William Fox, por sostener éste que oír el simple nombre de Dios le hacía estremecerse; eso es exactamente lo que significa el término inglés del que procede cuáquero: «alguien que tiembla» (quaker). Sin embargo, la broma hizo fortuna y la Sociedad de Amigos o Hijos de la Luz (pues así es como se bautizaron a sí mismos los primitivos partidarios de Fox) pasaron a ser universalmente conocidos como cuáqueros, quienes decidieron abandonar Inglaterra para trasladarse a Norteamérica bajo la dirección de William Penn, fundador de Pennsylvania. Contrarios a la violencia, también rechazaban el bautismo, la comunión y los juramentos, al igual que no practicaban culto externo alguno ni reconocían una jerarquía eclesiástica. Todo esto lo explica Voltaire tanto en sus Cartas inglesas, donde las cuatros primeras están consagradas a los cuáqueros, como en su Diccionario filosófico. El pacifismo del que hacían gala le parecía un dechado de tolerancia.

[5] Las dos palabras griegas que componen el nombre de la ciudad de «Filadelfia» significan respectivamente amigo y hermano. Amigo de los hermanos es la denominación que Voltaire prefiere para designar a los cuáqueros, tal como confiesa en la voz correspondiente de su Diccionario filosófico.

[6] Se alude aquí al célebre Juicio de Salomón. Como se sabe, dos madres acudieron al rey Salomón para reclamar a su hijo, toda vez que uno de los niños había muerto nada más nacer y quien lo había perdido quería quedarse con el otro. Salomón propuso repartir al superviviente, troceándolo en dos mitades, y con esa estratagema pudo comprobar quién era la verdadera madre: aquella que prefería renunciar a su hijo antes de verlo morir. Voltaire quiere comparar la tolerancia con este sentimiento maternal, para contraponerlo a las tropelías que origina la intolerancia.