30 lecciones de democracia, por Giovanni Sartori

Lección 13
La libertad política

¿El hombre es verdaderamente un ser libre? Es decir, ¿está verdaderamente dotado de libre albedrío? Ésta es la pregunta que recorre toda la teología y la ética cristianas. Y además: ¿cuál es la naturaleza última, la esencia de la libertad?

Para Spinoza, la libertad era una perfecta racionalidad. Para Leibniz, espontaneidad de la inteligencia; para Hegel, aceptación de la necesidad. Pero todas estas definiciones se refieren a una libertad última ubicada in interiore hominis, dentro del hombre. Ninguna de ellas tiene en cuenta la libertad externa, la condición de ser libre o no libre en relación con los demás. Y la libertad política es eso: una coexistencia en libertad con la libertad ajena y una resistencia a la falta de libertad.

Existe, por tanto, una enorme diferencia entre libertad interior y libertad de querer, por un lado, y libertad exterior y libertad de hacer, por otro. Con la filosofía nos ocupamos de la primera, y con la política, de la segunda. La libertad política es, precisamente, una libertad empírica y “práctica”. John Locke fue uno de los pocos filósofos que captaron bien esa diferencia. Pero el que mejor acertó con la noción de libertad política fue Thomas Hobbes con la celebérrima definición que da de ella en el Leviatán: “Libertad significa propiamente ausencia […] de impedimentos externos”. Hobbes da en el blanco con el problema porque aplica la libertad política a la relación ciudadanos–Estado, considerada desde el punto de vista de los ciudadanos. Si por el contrario consideramos la relación Estado–ciudadanos desde el punto de vista del Estado, decir que el Estado es “libre para” introduce un discurso sobre la arbitrariedad del poder, sobre un Estado tiránico que es libre, precisamente, de mandar a su gusto.

La sustancia es, por tanto, que la libertad política sirve para proteger al ciudadano de la opresión. ¿Pero cómo? Lo decía ya, con espléndida concisión, hace más de dos mil años, Cicerón: “Somos siervos de la ley con el fin de poder ser libres” (Oratio pro Cluentio); y volvía a decirlo, de forma aún más concisa, Locke en el siglo XVII: “Donde no hay ley no hay libertad”. No obstante, quien más remachó la tesis de que la libertad está fundada por la ley y sobre la ley fue Jean-Jacques Rousseau: “Cuando la ley está sometida a los hombres”, escribe, “no quedan más que esclavos y amos; es la certidumbre de la que estoy más seguro: la libertad siempre sigue la misma suerte que las leyes, reina y perece con ellas”.

¿Por qué la libertad necesita de la ley? Porque si gobiernan las leyes -que son reglas generales e impersonales- no gobiernan los hombres, y a través de ellos, la voluntad arbitraria, despótica o simplemente estúpida de otro hombre. Es verdad que la ley es también coerción (puesto que prohíbe y condena), pero al mismo tiempo nos tutela porque está constituida por normas que se aplican a todos sin distinción, incluso a quienes las hacen. Lo que es un formidable freno.

También se dice que la libertad política es a priori una libertad defensiva, una libertad de. Está claro que en la estela de la “libertad de” se consolidan posteriormente las libertades para, las libertades afirmativas. Pero si previamente no existe una protección de la ley, después no hay libertad para hacer nada. Las “libertades para” no pueden pasar por encima de la “libertad de”.

Fuente:
Sartori, Giovanni. La democracia en 30 lecciones. México, Taurus, 2009, pp. 67-69.