30 lecciones de democracia, por Giovanni Sartori

Lección 11
Democracia antigua y moderna

Hay una profunda diferencia entre la democracia tal y como la entendían los antiguos y la democracia de los modernos. En ambas el principio de legitimidad es el mismo, pero todo lo demás es distinto. La primera es un ejercicio propiamente dicho, y en ese sentido “directo” del poder, mientras que la segunda es un sistema de “control” y de limitación del poder. La primera no prevé representación, mientras que la segunda se basa en la transmisión representativa del poder.

A primera vista, un sistema fundado en la participación directa de los ciudadanos puede parecer más auténtico y también más fiable que un sistema que se deja en manos de unos representantes. En realidad, las polis y los ayuntamientos medievales tuvieron una existencia efímera y turbulenta. Digo polis porque el referente de la democracia antigua no fue en absoluto una “ciudad-Estado”, como se suele decir erróneamente, sino más bien una “ciudad-comunidad”, una ciudad sin Estado.

Hasta el siglo XVI, “estado” (con “e” minúscula) indicaba una situación cualquiera, y en especial una condición, un estado social, una clase. Maquiavelo es quien introduce por primera vez el uso contemporáneo de la palabra al escribir al comienzo de El príncipe: “Todos los Estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres, son repúblicas o principados”.

La consolidación de ese nuevo concepto fue lentísima, a la par de la larguísima constitución de la cosa. Incluso el Estado del absolutismo monárquico era sólo un Estado “patrimonial”, cuyo patrimonio se invertía en primer lugar en pagar a los soldados que tenían que guerrear para defenderlo y para expandirlo. La palabra Estado se vuelve importante y necesaria sólo cuando empieza a designar una presencia estructural del poder político y un control efectivo de esa entidad sobre todo un territorio sometido a su jurisdicción. Para llegar a eso hay que esperar al siglo XIX; y es sólo con la Primera Guerra Mundial cuando el Estado que nosotros conocemos, el Estado como complejo y vastísimo conjunto de mando, administración y legislación, alcanza su plena madurez.

Volvamos a los griegos. Su vida política se resuelve, como decía, en la polis, en la “pequeña ciudad” constituida en comunidad. Su democracia era una democracia sin Estado, y por tanto también sin extensión territorial. En Atenas vivían como mucho 35,000 personas, y los ciudadanos que participaban en la asamblea popular eran entre dos y tres mil, raramente entre cuatro y cinco mil. Por consiguiente, el primer límite de aquella democracia es que requiere, inevitablemente, una extensión reducida, reducidísima. En Atenas, las decisiones se adoptaban en parte por aclamación y en parte por un consejo de 500 miembros, y por último por una variedad de magistraturas: magistraturas que se atribuían por sorteo y en una rapidísima rotación. Lo que da lugar a una configuración horizontal (más que vertical) de la política, cuyo estado de carencia de un Estado conlleva la necesidad de seguir siendo una ciudad, de seguir siendo pequeña.

La polis democrática floreció, pero por la misma razón pereció, por su incapacidad de crecer, porque estaba condenada al espacio que la instituía y la hacía posible. Para “carecer de Estado” también hace falta “carecer de extensión”. Pero la ciudad sin territorio no es una entidad vital. Se vuelve vital cuando la democracia “en pequeño” se transforma en el Estado democrático.

Para llevar a cabo esta transición de la ciudad al Estado sin perder la democracia hicieron falta más de dos mil años. Y durante ese larguísimo intervalo dejó de hablarse de democracia. Para designar el régimen óptimo, la forma política ideal, se decía res publica, “cosa pública”. Y decir “república” es muy distinto a decir “democracia”.

En 1795, Immanuel Kant criticaba a quienes habían empezado a “confundir la Constitución republicana con la democrática”, y observaba que -por lo que se refiere al ejercicio del poder- todo régimen es “republicano o despótico”, y que la democracia “es necesariamente un despotismo”. Y el juicio de los constituyentes estadounidenses no era muy diferente. Pregunta: ¿cómo es posible que un término que hoy nos es tan querido estuviera tan mal visto durante tanto tiempo?

Si la historia de las palabras y de sus significados refleja la historia a secas, el rechazo de la palabra democracia hasta el siglo XIX atestigua lo memorable y definitivo que fue el derrumbe de la democracia antigua.

Y si el término vuelve a emerger cuando lo hace, es para designar una realidad totalmente nueva, totalmente inédita. Nuestras democracias son, en realidad, democracias liberales, y la democracia que practicamos es la democracia liberal. Que es una democracia representativa también en el sentido de que no es una democracia “inmediata”, sino, por el contrario, completamente entretejida de mediaciones. Así, mientras la democracia de los antiguos (al igual que todos los directismos posteriores) se traduce en decisiones de suma cero, la democracia de los modernos se traduce en decisiones de suma positiva. La primera subdividía el demos entre vencedores y vencidos, la segunda permite que todo el mundo consiga algo. Yo diría que es mejor.

Fuente:
Sartori, Giovanni. La democracia en 30 lecciones. México, Taurus, 2009, pp. 57-61.