Es difícil encontrar un hombre bueno1

Flannery O’Connor[2]

La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a unos parientes en el este de Tennessee, y estaba aprovechando todas las oportunidades para hacer cambiar de opinión a Bailey. Bailey era su único hijo, con el que ella vivía. Él estaba sentado a la mesa en el filo de la silla, inclinado sobre la sección de deportes, de color naranja, del periódico. “Ahora mira aquí, Bailey”, dijo ella, “ve aquí, lee esto”, y ella se levantó, con una mano en la angosta cadera y la otra agitando el periódico sobre la cabeza calva de él.  “Aquí, este tipo que se llama a sí mismo ‘El Inadaptado’ es un prófugo de la Penitenciaría Federal y se dirige hacia Florida, y lee aquí lo que se dice que le hizo a estas personas. Sólo léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ningún lado en el que hubiera un criminal prófugo como ese. No podría responder a mi consciencia si lo hiciera.”

Bailey no levantó la mirada de su lectura, por lo que ella dio vueltas y encaró a la madre de los niños, una mujer joven en pantalones deportivos cuyo rostro era tan amplio e inocente como una col y que estaba rodeado por una pañoleta verde con dos puntas arriba como orejas de conejo. Estaba sentada en el sofa dándole de comer chabacanos de un frasco al  bebé. “Los niños ya han estado antes en Florida”, dijo la anciana. “Ustedes deben llevarlos a otro lugar distinto de manera que ellos vean diferentes partes del mundo y ensanchen su mente. Ellos nunca han estado en Tennessee oriente. ”

La madre de los niños no pareció haberla escuchado, pero el niño de ocho años, John Wesley, bajito y de lentes, dijo: “Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa?” Él y la niña pequeña, June Star, estaban leyendo las caricaturas sobre el suelo.

“Ella no se quedaría en casa ni a ser reina por un día”, dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.

“Sí, y ¿qué harías si te atrapara este tipo, ‘El Inadaptado’?,” preguntó la abuela.

“Yo le besaría la cara”, dijo John Wesley.

“Ella no se quedaría en casa ni por un millón de dólares,” dijo June Star. “Temería perderse de algo. Ella tiene que ir a todos los lugares a los que vamos.”

“Muy bien, señorita”, dijo la abuela. “Sólo acuérdate de esto la próxima vez que quieras que te ondule el cabelllo.”

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Lázaro

Ven, ¡Lázaro!— gritóle
El Salvador, y del sepulcro negro
el cadáver alzóse entre el sudario,
ensayó caminar, a pasos trémulos,
olió, palpó, miró, sintió, dio un grito
y lloró de contento.

Cuatro lunas más tarde, entre las sombras
del crepúsculo oscuro en el silencio
del lugar y la hora, entre las tumbas
de antiguo cementerio,
Lázaro estaba sollozando a solas
y envidiando a los muertos.

José Asunción Silva