La culpa es de las madres

A Ezra Shabot, inalcanzable ética

e intelectualmente para la jauría

En Uruguay hay mujeres presas no por haber cometido algún delito sino debido a los delitos de sus hijos menores de edad. El fundamento legal es una figura  denominada omisión de los deberes inherentes a la patria potestad, que data de 1972 y fue aplicada en 2013 tras el asesinato de un hombre por parte de tres menores. El juez de la causa, Homero da Costa, condenó a las respectivas madres argumentando que “no ejercieron debidamente el control de las conductas de sus hijos, comprometiendo seriamente la salud moral y el desarrollo de ellos”.

Desde entonces se ha procesado a decenas de mujeres bajo los mismos cargos. La punibilidad es de tres meses a cuatro años de prisión. No se ha procesado, en cambio, a ningún padre; solamente a las madres. El fiscal Ariel Canela y algunos magistrados han calificado la medida de ejemplarizante. Un juez penal declaró a los medios de comunicación que la elección de las mujeres era acertada porque “hay que tener en cuenta que los menores son muy madreros: si ven que les empiezan a encerrar a la madre puede cambiar algo”.

Las madres encarceladas tienen varias cosas en común: residentes de barrios pobres, solas al frente de la familia, marido fallecido o ausente, con necesidad de trabajar largas jornadas fuera del hogar. En Uruguay cuatro de cada diez hogares son sostenidos económicamente por mujeres, la mayoría de ellas madres solteras de los sectores más desfavorecidos. A nadie parece importarle que se culpabilice a mujeres por los delitos de sus hijos menores. Ni el izquierdista Frente Amplio ni los partidos de oposición han reprobado que tal cosa esté sucediendo.

En el derecho penal democrático y humanitario ––el que nace con el Marqués de Beccaria–– nadie responde por la conducta de otro. La culpabilidad no puede trascender más allá del autor de un delito. Responsabilizar a las madres por las conductas de sus menores hijos es, por una parte, terriblemente sexista: ¿sólo las mujeres tienen el deber de guiarlos por la senda del bien? ¿es admisible que se les instrumentalice encerrándolas porque de tal manera los hijos madreros se podrían sentir motivados a no caer en la tentación delictiva? Por otra parte, castigarlas por las conductas antisociales de sus vástagos es suponer supersticiosamente que los hijos siguen, sin apartarse un ápice, el ejemplo y las enseñanzas de sus madres, suposición desmentida por la realidad una y otra vez. Hay seres humanos excelentes que tuvieron madres criminales y delincuentes que tuvieron madres con un aura de santidad. Conozco un buen número de ejemplos.

Castigar a una persona por presumir que las maldades de su hijo le son atribuibles por no controlar su proceder, además de hacer trascendente la pena, es ignorar la impredecibilidad de la conducta humana. La buena o mala educación ética será un factor influyente en el comportamiento de un ser humano, pero no anulará las circunstancias en que su vida discurra, las cuales también condicionarán su conducta, aunque tampoco la determinarán. Porque finalmente nada de eso anula el albedrío, esa cualidad humana ––cuestionada con argumentos pretendidamente científicos––que permite tomar decisiones, entre ellas optar por el mal o el bien aun desde temprana edad. Ω

Un vergonzoso silencio

El líder opositor venezolano Leopoldo López ha cumplido más de un año en prisión. Un poder judicial absolutamente sometido al presidente Nicolás Maduro lo mantiene privado de su libertad, acusado de conspiración contra el gobierno, sin más pruebas que la palabra del presidente, quien lo amenazó con cárcel en innumerables ocasiones en cadena nacional de televisión y radio. Se le imputa haber instigado los disturbios ocurridos de febrero a mayo de 2014, en ocasión de los cuales murieron 43 personas, 800 fueron heridas y tres mil detenidas. La acusación es absurda. Por una parte, no hay indicio alguno de que López indujera a actos de violencia; por otra, las víctimas fueron los manifestantes y los victimarios los elementos de las fuerzas de seguridad y de los grupos de choque auspiciados por el gobierno.

Leopoldo López tuvo oportunidad de huir y exiliarse, pero optó por entregarse a la policía para enfrentar el juicio. A pesar de ese gesto, Maduro no respondió con nobleza: una y otra vez ha demostrado que eso no está en su índole. López fue recluido en una celda minúscula en la cárcel militar de Ramo Verde, a 30 kilómetros de Caracas, se le sometió a un régimen de aislamiento y ha sido objeto de vejaciones que sólo una mente sádica podía concebir, como lanzar excremento a su celda. Se impidió visitarlo a los expresidentes Andrés Pastrana de Colombia, Sebastián Piñera de Chile y Felipe Calderón de México.

Muchos otros líderes están encarcelados en Venezuela, entre ellos el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, por el único delito de ser opositores al gobierno nacional, acusados también de conspiración e igualmente sin más elementos probatorios que el señalamiento de Maduro. Ledezma firmó un manifiesto opositor en el que no hay llamamiento alguno a la violencia ni a una intervención militar, pero Maduro dice que es parte de un plan golpista para derrocarlo. Detenido Ledezma, miles de venezolanos han suscrito el manifiesto. Decenas de estudiantes están asimismo privados de su libertad y han sido torturados por participar en las protestas de hace un año contra Maduro.

Venezuela sufre desabastecimiento de los productos más elementales, economía desquiciada (la caída de los precios del petróleo ha acabado de derrumbarla), represión de las manifestaciones pacíficas, acoso a los medios de comunicación, la inflación más elevada del mundo y una de las tasas de homicidios dolosos más altas. Venezuela abandonó la Corte Interamericana de Derechos Humanos con el señalamiento de que no es sino un instrumento intervencionista del imperialismo yanqui.

No hay semana que Maduro no denuncie una conspiración, la guerra económica contra el pueblo, los intentos de derrocarlo de la burguesía “parasitaria y apátrida”. Para cerrar el círculo opresivo, ha sido investido de poderes extraordinarios aprovechando las medidas tomadas contra su gobierno por el presidente estadunidense Barack Obama. Maduro ha superado ya a su antecesor Hugo Chávez, de quien contó, también en cadena nacional, que se le apareció en forma de pajarillo para indicarle, con trinos, cómo debía actuar. Ya es el dictadorzuelo que siempre quiso ser. Ante esa situación es vergonzoso el silencio, e incluso la defensa de Maduro, por parte de los gobiernos y los sectores más notorios de la izquierda de América Latina, incluido el PRD mexicano.

Acusación infame

La acusación era terrible: en ocasión del desalojo de profesores de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG), que intentaban tomar el aeropuerto de Acapulco y boicotear el Abierto Mexicano de Tenis, y que habían arrollado con un autobús a agentes policiales lesionando a siete, la Policía Federal —acusó la propia CETEG— capturó a la joven profesora Nancy Carolina Ayala, quien, estando detenida, según la acusación, fue violada y asesinada.

Hay abusos de poder que ameritarían que Dios volviera a hacer llover fuego sobre la tierra, una lluvia que alcanzara a todos los abusivos. Si las fuerzas de seguridad federales habían violado y privado de la vida a una maestra, ese crimen era una monstruosidad que resultaba imperativo castigar con rigor a la brevedad posible y una mancha que marcaría indeleblemente a la institución de la que son miembros los policías que se habían atrevido a cometer tal salvajada.

En una de sus obras inmortales, Shakespeare hace decir a Macbeth: “Me atrevo a lo que se atreve un hombre; quien se atreva a más, no lo es”. El violador actúa con el afán de humillar, de ofender gravemente a la víctima —un ser humano con preferencias, sentimientos, sueños, anhelos y dignidad—, de imponerle su poder deshumanizándola.

Como advierte la historiadora inglesa Joanna Bourke, “el dolor y el sufrimiento que provoca la violación no está causado solamente por la penetración del pene, sino por la confrontación con todo el cuerpo del agresor: dientes, uñas, vientre” (Los violadores, Editorial Crítica, Barcelona, 2009).

En ocasiones se emplea tal violencia para doblegar o lastimar a la víctima, que se le infieren gravísimas lesiones que pueden dejarla dañada permanentemente o incluso ocasionarle la muerte.

No hace falta decir más para caracterizar la barbarie de la conducta imputada a los agentes policiacos.

Pero resulta que la acusación es, simple y sencillamente, falsa. La madre de Nancy Carolina Ayala aclaró que su hija no era maestra y no estuvo presente en la marcha del 24 de febrero. Murió en otra fecha debido a un accidente en la cocina de su casa.

Es una bajeza imputar un crimen a sabiendas de que la imputación es falsa. Se trata de una imputación no motivada por un error de información o de apreciación sino por el propósito de infamar a los imputados.

Como los atropellos de los diversos cuerpos policiacos han sido tristemente frecuentes en el país, seguramente los acusadores en este caso calcularon que la inculpación sería creída por la opinión pública y de esa manera agregarían un nuevo mártir a su lucha.

Por lo visto no tomaron en cuenta que podían ser desmentidos, como lo fueron nada menos que por la madre de la joven.

No sabemos cuántas veces más habrán tergiversado hechos para hacerse de banderas adicionales de lucha, pero el solo caso que nos ocupa muestra una faz ética contorsionada, una disposición a conseguir sus objetivos sin reparar en escrúpulos.

No todo se vale en la protesta social: no son admisibles ni la violencia ni la canallada de falsas acusaciones de los crímenes más aborrecibles.

El delito de opinar

Desde luego que la libertad de expresión, como todas las libertades, debe tener límites, pero sólo los que impone la convivencia civilizada. No debe permitirse la calumnia (la falsa imputación de una conducta delictiva) ni la inducción a cometer  un delito o la apología de éste. Salvo esas limitaciones, las autoridades deben tolerar cualquier opinión sobre cualquier tema. Eso no significa, por supuesto, que toda opinión sea respetable. Una cosa es que las opiniones no se prohíban, y otra, muy distinta, que todas ellas merezcan respeto. Las opiniones, advierte Savater, son “todo lo que se quiera menos respetables: al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisión, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descrédito y se arriesgan a lo único peor que el descrédito, la ciega credulidad”.

Todas las opiniones son discutibles. Si no lo fueran, dejarían de ser opiniones para convertirse en dogmas o axiomas. Respetar sacramentalmente todas las opiniones haría indiscernibles las razonables de las absurdas. Por ejemplo, quien considera que los derechos humanos son un valioso producto del proceso civilizatorio cuya vigencia efectiva hay que defender no podrá tener por respetables las opiniones de que debe imponerse una religión oficial prohibiéndose todas las demás, de que deberíamos reimplantar la Santa Inquisición, o de que una persona tiene más valor que otra debido a su sexo, el color de su piel o su origen social. Quien aprecie los conocimientos científicos no juzgará respetables las opiniones de que los dinosaurios compartieron la residencia en la Tierra con los seres humanos, de que el cáncer se cura rezando con fervor tres avemarías o de que la depresión se debe a que un fantasma melancólico se instaló en el alma del deprimido.

Discutir una opinión significa someterla a las pruebas y los razonamientos que la puedan refutar o convalidar. Discutir no es el simple intercambio de juicios o prejuicios sino el diálogo en el que se exponen los propios argumentos y se escuchan los ajenos con la disposición anímica e intelectual de revisar la creencia o el parecer si existen razones convincentes. Sin esa discusión no hay avance humanístico, filosófico, científico o tecnológico, tampoco diálogo auténtico. La discusión permite examinar verdades que se creían indiscutibles y arribar a nuevos conocimientos, los que han hecho posible nuestro progreso en todos los órdenes. En una sociedad laica y democrática todas las supuestas verdades pueden someterse a discusión. Se refutan o se defienden con pruebas o argumentos, nunca con anatemas ni sanciones.

Por eso es inadmisible que el gobierno de Coahuila haya sancionado a la organización Cristo vive dictaminando que incurrió en conducta discriminatoria  porque su dirigente, el pastor Carlos Alberto Pacheco, declaró que la adopción de niños por parejas del mismo sexo “es una aberración ante los ojos de Dios, una abominación que contradice los principios de Jesús”. Se trata de una opinión. No hay en esas palabras ni calumnia ni inducción a cometer delito ni apología de éste. Es un juicio —o mejor: un prejuicio— de valor. Quienes no lo compartan pueden rebatirlo con los argumentos que consideren aptos, por ejemplo que el pastor no tiene manera de probar que esa adopción es desaprobada por Dios o contraría los principios de Jesús. Lo que resulta inadmisible es que se castigue una opinión por más que nos parezca absurda o políticamente incorrecta.