El homicidio de Giovanni López, cometido por policías municipales de
Ixtlahuacán de los Membrillos, Jalisco, es un crimen gravísimo. La víctima
estaba en estado de indefensión al ser asesinada por servidores públicos que,
por su cargo, están obligados a proteger a todas y cada una de las personas,
sobre todo a las que están bajo su custodia. Sin importar el motivo por el que
se haya detenido a Giovanni, los captores tenían el deber de no infligirle
maltrato alguno.
Ese delito seguramente no quedará impune, pues los autores están ya
sujetos a proceso. Tampoco habrán de quedar en la impunidad los abusos
policiacos que se produjeron en las ciudades de Guadalajara y de México durante
las protestas por el asesinato de Ixtlahuacán de los Membrillos, ya que la
investigación ha quedado a cargo, a petición del gobierno de Jalisco, de la
Fiscalía General de la República.
La exigencia —en la prensa, en las redes sociodigitales y en las calles—
de que esos delitos sean castigados es justa y alentadora en la medida que
muestra a ciudadanos que no están dispuestos a callar ante arbitrariedades que,
de no sancionarse, suelen reiterarse, porque nada propicia tanto los crímenes
como el hecho de que no haya consecuencias legales para los responsables. Sin
embargo, llama la atención que el asesinato de Jair López, a manos de policías
de Tijuana, no suscitara reclamaciones semejantes. Es inevitable conjeturar que
esa indiferencia se debe a que tanto el gobierno de esa ciudad como el de Baja
California son morenistas.
En la manifestación del jueves 4 de este mes en la capital tapatía hubo
participación de gente que provenía de otras entidades, entre quienes estaba
Candelaria Ochoa, titular de la Comisión Nacional para Prevenir y Sancionar la
Violencia Contra las Mujeres de la Secretaría de Gobernación, quien arguyó que
estuvo allí porque ha recibido “testimonios de chicas violentadas”. Curiosa
justificación, porque el acto fue convocado por una razón notoriamente
distinta: el homicidio de un varón (no de una chica) perpetrado por policías.
Las expresiones de repulsión a los atropellos de la policía han sido
estentóreas y unánimes. En cambio, no hubo una reacción similar ante un hecho
que no puede sino calificarse de monstruoso: en la primera de las
manifestaciones de Guadalajara, la del día 4, un hombre se acercó por la
espalda a un policía —que nada tiene que ver con el crimen policiaco de
Ixtlahuacán—, vertió un líquido sobre su cuerpo y le prendió fuego.
Ese policía estuvo en riesgo de morir de una forma cruel y dolorosísima,
pero, por fortuna, él mismo y algunos de sus compañeros lograron extinguir las
llamas. Esas acciones oportunas y eficaces que le salvaron la vida fueron
totalmente ajenas a la voluntad de quien le prendió fuego. La conducta del
agresor es, sin duda, una tentativa de homicidio realizada con alevosía y
ventaja. Ese individuo no es menos criminal que los policías municipales que
dieron muerte a Giovanni. Tampoco debe quedar impune.
Al calor de las manifestaciones de protesta no son pocos los que
aprovechan la ocasión para agredir a otros, dañar bienes y saquear tiendas.
Esas acciones son delictivas. No se justifica que, bajo el argumento de que la
policía no debe reprimir al pueblo, la policía no intervenga para evitar tales desmanes
y aun tenga que soportar los ataques sañudos de los manifestantes.
Hay un abismo entre el ejercicio legítimo de la protesta, que las
autoridades deben respetar y garantizar, y los actos vandálicos que se realizan
valiéndose de las circunstancias en que se desarrolla la protesta. No es lo
mismo quejarse de un abuso de poder y demandar que sea castigado que solazarse
en tropelías con la coartada del descontento que origina la queja.
Los gobernantes, a cuyo mando está la policía, deben ordenar a ésta que
no cometa atropellos, pero, asimismo, que impida los actos criminales, aunque
éstos se lleven a cabo travestidos de indignada protesta. De no hacerlo así,
incurren en un abuso por omisión.
Lo más exasperante es que la suerte de los policías no parezca interesarle
a nadie, que no se les considere sujetos de derechos humanos, que se les dé la
orden de aguantar pasivamente cualquier clase de agresiones, aun si éstas
lesionan su integridad o ponen en peligro su vida.