Contra los juicios inquisitoriales

Hasta mediados del siglo XVIII, las más aberrantes muestras de autoritarismo, sinrazón y atropello a la dignidad humana se producían en los juicios penales, basados en la delación, la incertidumbre (los gobernados no sabían qué conductas eran delitos, y una blasfemia o una herejía podían castigarse con la muerte), la tortura y la ausencia de defensa. Ese sistema procedimental inquisitorial imperaba no sólo en los juicios llevados a cabo por la Santa Inquisición sino también en los que se seguían ante los juzgados no eclesiásticos. De antemano estaba decidida la suerte del acusado: casi siempre imputarle un delito a alguien era equivalente a anticipar su condena a muerte, precedida de crueles suplicios u otras penas sumamente crueles e inhumanas. Los espíritus ilustrados no podían sino horrorizarse ante esa justicia y levantar la voz de protesta.

Un libro breve publicado en Milán en 1764 —hace 250 años— condensó las críticas a esa justicia y las pautas que debía seguir un derecho penal ilustrado, humanitario. En el Tratado de los delitos y de las penas, Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria, defiende postulados que revolucionarían el derecho penal: sólo las leyes deben establecer las conductas delictuosas y las penas aplicables, no la mera voluntad de los jueces; la atrocidad de las penas es inútil y perniciosa, por lo que deben ser proporcionales a la gravedad del delito, ya que si se impone la misma pena a delitos de diferente gravedad el delincuente no encontrará freno para cometer el más grave; la tortura debe abolirse ya que sirve en muchos casos para condenar al inocente débil y absolver al delincuente fuerte; el fin de las penas no es atormentar ni afligir sino evitar que el delincuente cause nuevos daños e inhibir a los demás de cometer delitos; no es la crueldad de las penas lo que frena los delitos, sino la infalibilidad en su aplicación.

Beccaria sostiene asimismo que la verdadera medida de los delitos es el daño a la sociedad; que las penas deben ser las mismas para el primero que para el último de los ciudadanos, las mismas para los nobles que para los vasallos; que la pena de muerte no es útil ni necesaria; que el Poder Legislativo debe estar separado del Poder Judicial; que es necesario fijar plazos breves pero suficientes para la presentación de pruebas, la defensa del acusado y la aplicación de la pena; que no se puede llamar justa la pena de un delito cuando no se ha procurado con diligencia el mejor medio posible de evitarlo.

Esta revolución en el derecho penal supone el fin de los juicios inquisitoriales, en los que, como ya apunté, el acusado no tenía auténtica defensa y todo se valía —las torturas más atroces— para hacerlo confesar y así condenarlo. Los planteamientos de Beccaria cayeron en terreno fértil. En un periodo relativamente corto los principios y postulados formulados en el Tratado de los delitos y de las penas se fueron consagrando en la legislación de los diversos países europeos, y posteriormente en la de los países americanos. En otros muchos el derecho penal sigue siendo bárbaro.

Entre nosotros las posturas inquisitoriales no dejan de manifestarse. Lo vemos en las opiniones prejuiciadas de un sector amplísimo de la sociedad y en numerosas actuaciones de los legisladores, las policías, los ministerios públicos y los jueces. No debemos bajar la guardia: el derecho penal humanitario es una conquista de nuestro proceso civilizatorio.

http://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/2014/12/25/999465

(25/12/2014)