Crónica de una mañana

Karla Salazar[1]

¿A dónde nos lleva esto?— preguntó él

¡¿A dónde nos lleva esto?!— respondió ella en forma de pregunta.

A dar elementos para construir la crónica de una mañana—contestaron las letras.

La ciudad es pequeña y conocida como La Manga, un lugar formado por un cordón litoral frente al mar mediterráneo, una ciudad costera caracterizada por la diversidad de hechizos gitanos. La Manga encubre historias bajo los oleajes del Mar Mayor y las sales curativas del Mar Menor, La Manga no permite sueños inconclusos pese a que algunos se construyen con desenfreno; tales sueños forjan historias, algunas cortas y otras no tanto, esto depende de la inestabilidad o estabilidad de los actores principales, algunas historias, incluso, se reflejan en novelas, cuentos y crónicas, crónicas como la mañana de Laura y Alberto.

Una mañana de abril amanecía con lluvia después de una noche de tormentas, la oscuridad se aferraba y apretaba el cielo de manera insistente; sin embargo, amanecía. La ciudad se mantenía en calma, el tráfico era poco, lo charcos de agua dibujaban en su reflejo la avenida principal de manera sucia, las gaviotas enmarcaban con sus graznidos el ambiente sonoro del lugar. Típico de las poblaciones situadas al lado del mar.

Para Laura, era un día que rompía su rutina, las dudas atrapaban su mente en la bañera, pero el resto de su cuerpo las repelía y permitía la entrada del deseo en cada uno de sus poros. Se miró frente al espejo desnuda y se tocó, su piel se erizaba tan sólo de pensar que pronto sentiría aquella lengua explorando muy dentro. Como es costumbre, miro por la ventana y saludo a la vida comiendo un poco de fruta, y aunque cambió su mal hábito de llegar tarde, esta vez dejaba nuevamente pasar los minutos para calmar sus dudas. Los golpes en la puerta la hicieron reaccionar bruscamente, el plato de fruta se deslizó hacia el suelo, y una serie de mentiras salieron por su boca. Se apresuró a vestirse y procuró no olvidar hacer una llamada antes de despedirse con pretextos absurdos de sus padres, quienes jugaban todavía a ser los mismos padres de años atrás.

Mientras tanto, Alberto miraba el reloj y actuaba a ser él: sin prisas, con calma e inteligencia. Repasaba sus acciones para que desfilaran de manera rutinaria sin despertar sospechas; no obstante, a pesar de los cuidados, el café se derramó en su pantalón y subió las escaleras un poco apresurado para cambiarse. Y ahí, en su alcoba, se sentó en la orilla de la cama semidesnudo preguntándose si ese sería el día en que se le permitiría explotar dentro de ella. De esa manera se cumpliría el deseo de dejar correr ese “poema blanco” sobre ese cuerpo curveado, encogió sus hombros y dijo en voz alta: —nunca se sabe—, se preparó entonces y se despidió de manera prudente de su familia, dejando algunas indicaciones de domingo.

Laura se dirigía a los Arenales de San Pedro del Pinatar, montaba su bicicleta sin el menor cuidado, mientras vaciaba sus pensamientos sobre el camino encharcado de la avenida, miraba la fuerza del Mar Mayor y le parecía atrayente, cuanto deseaba que ese instante se convirtiera en el esperado encuentro, pero aún estaba a 20 minutos de distancia.

Alberto se encontraba ya en el lugar de las promesas, las acciones rutinarias de Cabo de Palos habían quedado atrás y prometían no hacerse presentes hasta pasadas las 3 pm. Por ahora, los eventos de la vida tendrían esa pizca de sorpresa.

Finalmente, las manecillas del reloj señalaban las 8 am, Alberto esperaba de manera paciente a la puerta del molino salinero, jugaba a pensar en los estragos de la tormenta nocturna, pero las imágenes de Laura asaltaban constantemente su pensamiento. Quince minutos más tarde aparecía al principio de la playa la figura de Laura, dejaba caer su bicicleta y corría hacia él, sus pies pequeños parecían no tocar la arena, la realidad se confundía con espejismos fantasmales.

Laura entró al molino, saludo de manera apresurada y respondió a un beso apasionado, dio cinco pasos y de manera espontanea se quitó el vestido, estaba claro que no ocuparía los minutos en platicar. Alberto cerró la puerta un tanto nervioso y se despojó de su ropa. Esa era la primera vez que se encontraban completamente desnudos, Laura acarició su espalda y amó insaciablemente, las reacciones químicas no se hicieron esperar ante el choque de sus pieles. No había más escape para la sinrazón, el Mar Menor quedaba corto para albergar la multitud de sensaciones que despedían los dos cuerpos que se poseían. Alberto lamió su cara, sus pies, y de manera formidable sus partes más íntimas. Laura permitía todo tipo de caricias, ansiaba ser más que devorada. De esta forma, el tiempo se desvanecía al ritmo del reloj de arena que adornaba la ventana del molino, y apenas si sobraban minutos para evitar decir “te quiero hasta los huesos”. Sus despedidas eran breves, sus sueños largos, la despedida de esa mañana no fue la excepción, se sonrieron el uno al otro y sin más se dijeron “adiós”.

Por la tarde, una fiesta flamenca daba inicio en el centro de La Manga, el desfile de tablao irrumpió el ánimo de los pobladores, se intercambiaron saludos, sonrisas y pretensiones entre éstos, mientras el olor a comida mediterránea inundó el ambiente. Laura caminaba de la mano con su prometido, sus padres, como siempre, los acompañaban gustosos. Y mientras el prometido de Laura le contaba con entusiasmo los nuevos logros laborales, ella seguía sumergida en las dos mágicas horas de esa mañana, nada lograba rescatarla, hasta que sus pasos les llevaron al encuentro de Alberto y su esposa, quienes saludaron de manera efusiva a sus padres y los invitaron a una cena con paella. Ω 

[1] Karla Salazar Serna nació en el Distrito Federal en el año de 1978, radica en la ciudad de Monterrey, Nuevo León. De profesión abogada se ha desarrollado en el ámbito académico (Facultad de Trabajo Social y Desarrollo Humano de la Universidad Autónoma de Nuevo León) dirigiendo sus estudios a problemáticas sociales actuales.