Democracias y socialismos1

Mario Bunge

La sociedad capitalista, caracterizada por el mercado incontrolado, está en grave crisis. Aunque los políticos y sus economistas nos prometen que finalmente saldremos de ella, no nos dicen cómo ni cuándo. No pueden hacerlo porque carecen de teorías económicas y políticas correctas: sólo disponen de los modelos matemáticos irrealistas de la economía neoclásica y de consignas ideológicas apolilladas como el librecambismo (Bunge, 1999).

            Esto vale no sólo para los dirigentes liberales, sino también para los socialistas, tanto los moderados como los autoritarios. Los liberales no nos explican la alquimia que transformaría la libertad de empresa en prosperidad general, y los pocos marxistas que quedan se regocijan con la crisis que profetizaron tantas veces, pero no proponen ideas nuevas y realistas para construir la sociedad sobre bases más justas y sostenibles.

            Yo sostengo que hay motivos prácticos (Blanc, 1839) y morales (Marx, 1867) para preferir el socialismo auténtico al capitalismo, y que la construcción del socialismo no requiere la restricción de la democracia, sino, muy al contrario, su ampliación del terreno político a todos los demás. Esto es lo que llamo democracia integral: ambiental, biológica, económica, cultural y política (Bunge, 1979, 2009). Semejante sociedad sería inclusiva: no habría exclusiones por sexo ni por raza, ni explotación económica, ni cultura exclusivista, ni opresión política.

            Se preguntará tal vez el lector, con razón, si esta no será una utopía más y mi postura la de un cantamañanas. Mi respuesta es que la democracia integral podrá tardar varios siglos en realizarse, pero que su embrión nació hace ya más de un siglo, cuando se constituyeron las primeras cooperativas de producción y trabajo en Italia sobre la base de empresas capitalistas fallidas y de trabajos públicos financiados por el Estado pero que ninguna empresa privada se ofreció a realizar, como el drenaje de los pantanos pontinos, hazaña que se autoatribuyó Mussolini (Earle, 1986).

            Un ejemplo parecido, más reciente y modesto, es el movimiento de las fábricas recuperadas en Argentina, Paraguay, Puerto Rico y Uruguay. Estas fueron empresas que, al ser abandonadas por sus dueños por considerarlas improductivas, fueron ocupadas y reactivadas exitosamente por sus trabajadores (Rebón y Saavedra, 2006). Estos son ejemplos de socialismo cooperativista a pequeña escala.

            Si en los EE UU quedaran sindicatos y partidos políticos progresistas, estos aprovecharían la ocasión actual y transformarían en cooperativas las grandes empresas en bancarrota, como Ford y General Motors, así como los 465 bancos fallidos en 2008, en lugar de rescatarlos con fondos públicos y en beneficio exclusivo de sus accionistas. Obviamente, semejante cambio requiere el reconocimiento legal de las empresas “recuperadas” por sus empleados, cosa que ocurrió en Argentina. Pero lo que ha estado haciendo el gobierno norteamericano desde comienzos de la crisis de 2008 es usar dineros públicos para salvar empresas privadas fallidas por mala gestión. Ha estado haciendo lo opuesto de Robin Hood. Garrett Hardin (1985) lo llamó “socializar las pérdidas y privatizar las ganancias”.

            En suma, el socialismo tiene porvenir si se propone socializar gradualmente todos los sectores de la sociedad. Su finalidad sería ampliar el Estado liberal y benefactor para construir un socialismo democrático y cooperativista. Este pondría en práctica una versión actualizada de la consigna francesa de 1848, a saber: Libertad, igualdad, fraternidad, participación e idoneidad.

[1] Capítulo 7 (Conclusión) del libro: Democracias y socialismos. Laetoli. España. 2017. p.51 y 52.