El Bebe Righi

Nadie en el campus de la Escuela Nacional de Estudios Profesionales-Acatlán suscitaba esa admiración. Me gustaba verlo pasar rumbo a su salón de clases. La figura enorme, con camisa a cuadros arremangada, pantalón fajado muy abajo, impecable peinado a la Carlos Gardel, amable con todos, caminaba a pasos lentos y rítmicos, con rostro de niño que va ilusionado a cumplir una tarea muy grata.

            Me emocionaba ser compañero de ese hombre que había salido de su país, Argentina, porque un fanatismo criminal no le perdonaba que, en el brevísimo lapso que fue ministro del Interior en el gobierno democrático de Héctor Cámpora, marcara las pautas para construir un Estado de derecho en el que se respetaran los derechos humanos y se atenuaran las injusticias sociales.

            Casi todos los profesores mexicanos de derecho penal desconocían las teorías contemporáneas; ni siquiera sabían de la obra innovadora de Welzel, publicada cuatro décadas atrás. El nuevo profesor fue crucial en el aggiornamento de la enseñanza de esa disciplina. Sus clases y conferencias conjugaban conocimiento profundo y actualizado, ingenio, sentido del humor y algo difícil de definir: encanto. Paralelamente, como asesor del procurador de Justicia capitalino impulsó reformas ilustradas a procedimientos penales inquisitoriales. Fue el inicio de la batalla en México contra la tortura, la incomunicación y otros atropellos contra los detenidos.

            El profesor Esteban Righi había tenido que exiliarse como opción única para salvar la vida pero, lejos de ser un hombre amargo o melancólico, su gusto por la vida se evidenciaba con sólo mirarlo. Yo aprendí mucho en sus conferencias y sus artículos de su sapiencia y su maestría argumentativa, pero no me le acercaba porque la admiración me paralizaba. Hombre generoso, fue él quien se acercó a mí al acudir a una charla que impartí, a pesar de que yo era un profesor de 25 años absolutamente desconocido.

            De ahí nació una amistad que he de agradecer siempre a los dioses o al azar. El Bebe Righi —como se le decía por su cara aniñada— fue un ser humano extraordinario. Siendo un héroe vivo, jamás perdió la afabilidad, la antisolemnidad ni el don de saber reírse incluso de sí mismo. Nunca lo escuché predicar, pero de su inteligencia siempre se aprendían cosas buenas sin que eso lo hiciera engreído. Me recordaba los versos de Borges:

No lo turba la fama, ese reflejo

de sueños en el sueño de otro espejo,

ni el temeroso amor de las doncellas.

            En una ocasión, abrumado por ciertas adversidades y con el ánimo sombrío, le confié mi propósito de renunciar al cargo académico que ejercía. Para hacerme desistir, Righi no precisó una larga perorata. Con nueve palabras me dio una lección indeleble:

            –Mirá, querido: nunca tomés decisiones en estado de shock.

            Righi asombraba a sus compañeros profesores mexicanos, abogados solemnes y acartonados, acostumbrados a los eufemismos y circunloquios de un trato que no dice las cosas por su nombre. Una vez el profesor Fernando Labardini le pidió su opinión sobre un colega gris y petulante. Labardini esperaba una respuesta que apenas insinuara el juicio sin decirlo con todas sus letras, al estilo México. Nunca olvidó la contestación de Righi, que lo hizo estallar en carcajadas:

            –Y… ¡es una bestia!

            A Righi le divertía esa característica mexicana que llega a convertir la cortesía en incapacidad para dar una opinión franca e incluso para decir que no:

            –Invitás a un mexicano a comer. Él sabe que no va a ir, pero no te dice que no cuando lo invitás. Un chico declara su amor a una muchacha. A ella no le atrae, pero contesta que lo va a pensar o cualquier otra pavada. No se anima a decirle que no. Es notable.

            Righi salió de su país, pero su país nunca salió de su corazón ni de sus sueños. Volvió al caer la dictadura militar de Videla, reencontró el amor en una mujer excepcional y montó un exitoso despacho de penalistas. Elegido procurador general de la Nación, desempeñó su tarea ejemplarmente y bajo su dirección se llevó a juicio a los criminales de la dictadura. Después renunció al cargo por no ser cómplice de la corrupción del gobierno de Cristina Fernández.

            Righi fue valiente, de buen corazón, escrupulosamente honorable.