El legado irresponsable de Kofi Annan1, 2

Philip Gourevitch[3]
The New Yorker, 18 de agosto de 2018

Durante los diez años en que fue Secretario General de la ONU, se dijo con frecuencia de Kofi Annan poseía una calma sobrenatural. Incluso para aquellos que trabajaban más estrechamente con él, parecía ser un hombre ajeno a la ira, que nunca tomaba las cosas personalmente, una cualidad que se reflejaba en su hábito de decir “nosotros”, como lo hace un rey, cuando asuntos de importancia estaban en juego. La capacidad de Annan para proyectar esta personalidad imperturbable —la del intermediario honesto entre intereses en conflicto— se citaba generalmente como su gran fortaleza. Sin embargo, este distanciamiento emocional, de otras maneras mucho más profundas, fue también su debilidad característica. Antes de convertirse en Secretario General, en 1997 se desempeñó como Jefe del Departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz de la ONU, y en ese cargo presidió los ignominiosos fracasos de las misiones de paz de Naciones Unidas en Somalia, Ruanda y Bosnia. No obstante, hasta su muerte, el sábado último, en Suiza, se negó rotundamente a reconocer cualquier responsabilidad significativa personal o institucional por esas debacles, incluso mientras hablaba incansablemente de la necesidad desesperada en el mundo de un liderazgo más responsable: “cabezas frías y juicio sobrio”, como lo expresó en una entrevista con la BBC, en abril, en una de sus últimas apariciones públicas con motivo de su octogésimo cumpleaños.

            La imagen respetable de Annan fue, por supuesto, solo eso: una imagen. No hay duda de su incómodo resentimiento personal, por ejemplo, en un cable que envió en 1995, en vísperas del primer aniversario del genocidio en Ruanda, a otro funcionario de la ONU. El tono de burla defensiva se establece en la primera frase: “De vez en cuando, algún periodista o defensor de los derechos humanos comenta, generalmente en los medios, que ellos mismos o alguien más había advertido a UNAMIR [la misión de paz de la ONU en Ruanda] del inminente genocidio”. Luego, Annan escribió: “No recordamos ningún informe específico de Kigali a este respecto”. Una revisión de los archivos de Departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz, escribió, había revelado solo cuatro cables desde Kigali[4] en los meses anteriores al genocidio, que mencionaban “las tensiones étnicas como posiblemente relacionadas —o no relacionadas— con incidentes específicos de violencia”.

            Pero, en realidad, uno de los cuatro cables enumerados por Annan consistía en un informe alarmantemente específico de los preparativos del genocidio, enviado por su comandante de la misión de paz en Kigali, el general canadiense Romeo Dallaire, en enero de 1994. Dallaire había recibido noticias de un informante de confianza, funcionario del partido gobernante de Ruanda, que describió los planes para “provocar una guerra civil” y para matar a los soldados belgas de paz con el fin de sabotear la misión de la ONU. El informante dijo que él mismo había recibido instrucciones de elaborar listas de los tutsis[5] que se encontraban en Kigali, y Dallaire escribió: “Él sospecha que eso tiene el fin de exterminarlos. El ejemplo que dio fue que el personal a su cargo podía matar en veinte minutos a mil tutsis.” Dallaire pidió autorización para actuar conforme a dicha información atacando y confiscando las armas ilegales escondidas. La oficina de Annan respondió inmediatamente con un cable enviado en su nombre, firmado por el subjefe, en el que se le dijo a Dallaire que no actuara, sino que siguiera el protocolo diplomático y compartiera la información que tenía con el presidente de Ruanda, jefe del partido contra el que Dallaire quería actuar. Tres meses después, en abril de 1994, sucedió todo lo que Dallaire había dicho en su informe, y en el curso de cien días alrededor de un millón de tutsis fueron masacrados.

            En mayo de 1998, cuando publiqué un reportaje sobre el fax de Dallaire y la respuesta de Annan, quien para entonces había sido promovido a Secretario General, Annan desestimó las preguntas de los periodistas diciendo: “Es una vieja historia que está siendo revivida” y agregó: “No tengo remordimientos”. El año siguiente, cuando una investigación ordenada por la ONU calificó de incomprensible la omisión de Annan de compartir con el Consejo de Seguridad la información contenida en el fax de Dallaire, el permaneció estudiadamente sereno e impersonal. “Todos nosotros debemos lamentar amargamente que no hicimos más para prevenir aquello” dijo. “En nombre de las Naciones Unidas reconozco esa falla y expreso mi profundo remordimiento”.

            Annan fue el primer Secretario General que provenía de una carrera de toda la vida en la burocracia de la ONU. En el perfil de él que escribí en 2003, durante los preparativos para la guerra de Irak, describí cómo esos antecedentes habían formado sus instintos y reflejos:

El hábito de Annan de hablar en nombre de la ONU cuando es criticado y de poner la carga colectiva de las fallas de la organización sobre los hombros de todo el mundo, se encuentra en marcado contraste con su disposición a tomarse el crédito cuando hay algo que elogiar. Es un reflejo profundamente arraigado entre los funcionarios de la ONU culpar a los estados miembros de los fracasos de la organización, al igual que los estados miembros culpan a la ONU por los suyos. Invariablemente hay quejas bien fundadas en ambos lados de este sube y baja de culpas, pero no pueden juzgarse adecuadamente unas y otras con los mismos estándares.

            Como Secretario General, Annan procuró afirmar la autoridad de la ONU como último árbitro de la legitimidad y la legalidad en los asuntos internacionales. Sin embargo, la paradoja de dicha autoridad es que deriva completamente de los poderes soberanos a los cuales se supone que debe dominar. La insistencia de Annan en que la ONU no podía ser culpada por sus fallas, pero que debía ser reconocida por sus éxitos, no pudo resolver esa paradoja. Como Secretario General resistió la tentación de hacer más falsas promesas de protección que las que la ONU había traicionado reiteradamente mientras vigilaba el mantenimiento de la paz, y por eso fue aclamado como un reformador. Pero su intento de reformar el papel de la ONU como autoridad legal internacional significaba limitar su legitimidad a nada más, ni nada menos, que a otorgar el sello de aprobación del Consejo de Seguridad. Y las contradicciones de esta posición legalista llegaron a un punto crítico en el periodo previo a la Guerra de Irak. Cuando Estados Unidos propuso derrocar a Saddam Hussein por el rechazo de este a acatar las resoluciones del Consejo de Seguridad, Annan quedó entre la espada y la pared, lo que llevó a que el Consejo de Seguridad otorgara legitimidad a una guerra que Annan y la mayoría de los países miembros de la ONU consideraban ilegítima.

            Annan fue el último Secretario General de la ONU que apareció en los titulares de la prensa y en la conciencia pública como figura central en los conflictos internacionales de su tiempo. El hecho de que él era débil derivaba de su cargo, pero también de su curiosa combinación de grandiosidad e irresponsabilidad. Se creía un gran líder, pero era constitucionalmente incapaz de aceptar las cargas que implica un gran liderazgo. En su última conferencia de prensa como Secretario General, habló amargamente, incluso burlonamente, de que se le pidiera que cargara con el peso de su cargo. “Existe en ciertos lugares la tendencia a culpar por todo al Secretario General, por Ruanda, por Srebrenica, por Darfur”, dijo. “Pero ¿no deberíamos también culpar al Secretario General por Irak, Afganistán, Líbano, el tsunami, los terremotos? Acaso el Secretario General debería ser culpado por todo eso. Podemos divertirnos con eso si ustedes quieren”. En abril último, en una entrevista con la BBC, Annan fue presionado por última vez para reconocer que algunas de sus acciones o inacciones en el escenario mundial habían tenido consecuencias. Fue tan desdeñoso como siempre. De Bosnia, dijo: “Siempre es fácil encontrar un chivo expiatorio”. De Ruanda: “Estábamos indefensos”. Que descanse en paz. Ω

[1] Tomado de: https://www.newyorker.com/contributors/philip-gourevitch
[2] Traducido por José A. Aguilar V.
[3] (1961) Escritor y periodista estadounidense, colaborador hace mucho tiempo del The New Yorker, exeditor de The Paris Review. Ha escrito libros sobre la cárcel de Abu Ghraib bajo la ocupación estadounidense, los conflictos étnicos en África, Europa y Asia, la corrupción política en Rhode Island (EE. UU.) y la música de James Brown. Su primer libro, Queremos informarle que mañana seremos asesinados con nuestras familias (1998), narra la historia del genocidio en Ruanda en 1994. (Nota del traductor)
[4] La capital de Ruanda, empleado aquí su nombre como sinónimo del gobierno ruandés de la época del conflicto. (Nota del traductor)
[5] Etnia en Ruanda que sufrió en 1994 el intento de exterminio por parte de la gobernante etnia hutu. (Nota del traductor)