El montaje de Maduro

Es muy extraño que con tanta frecuencia grupos de delincuentes, al notar la presencia cercana de soldados que no van en busca de ellos, disparen contra la tropa, pues todo mundo sabe que resulta sumamente improbable, casi imposible, derrotar en un enfrentamiento a tiros a un contingente militar.

Esos tiroteos a menudo provocan una alta cantidad de decesos. En el más reciente, que tuvo lugar en el poblado de Cuadrilla Nueva, estado de México, resultaron muertos los 22 agresores ––una mujer incluida–– y un militar fue herido.

Según la versión oficial, un convoy militar que inspeccionaba el terreno de madrugada, a las 5:30, se encontró casualmente una bodega custodiada por personal armado que al ver a los soldados empezó a dispararles. Después de la batalla se liberó a tres mujeres secuestradas. El comunicado no agrega más datos.

El relator especial de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, Christof Heyns, tras su visita a México, subrayó la dureza de la “represión militar” y la ausencia de rendición de cuentas por “los atropellos cometidos”.

Desde luego, los fallecimientos ocurridos como consecuencia de un intercambio de tiros no pueden calificarse como ejecuciones ni como atropellos, pero los boletines que invariablemente indican como inicio de la balacera el ataque a los militares suscitan dudas y sospechas.

Una emboscada en despoblado es otra cosa. Tras disparar contra los soldados, los tiradores quizá puedan escabullirse por terrenos que conocen bien. Atacarlos en ciudades o pueblos, sin posibilidad de huir, parece una acción demencialmente suicida.

En lo que va del sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, el ejército ha abatido a 628 presuntos delincuentes, la Policía Federal a 118 y la Marina a 57. El total de muertos en tales circunstancias es de 803.

Los 628 fallecidos en enfrentamientos con el ejército son el 21.22% de los 2,959 muertos por efectivos castrenses durante el gobierno de Felipe Calderón (Reforma, 2 de julio). Esta última cifra, altísima, es, sin embargo, muy pequeña comparada con los aproximadamente 70,000 muertos que en total ––incluyendo las disputas y los ajustes de cuentas entre las bandas–– ocasionó en la administración anterior la llamada guerra contra el crimen organizado.

Dos conclusiones obvias se desprenden de lo aquí apuntado. Por una parte, es claro, tenebrosamente claro, que si bien en el actual gobierno ya no se da la sobreexposición de la lucha contra el crimen organizado, pues ahora se informa con reportes que parecen telegramas, el combate continúa con similar intensidad a la que se observó en el sexenio pasado. Por otra parte, los boletines informativos sobre las acciones de las fuerzas militares y policiacas debieran ser elaborados cuidadosamente, apegándose con rigor a la verdad. Si el ejército acude a un sitio con motivo de una denuncia ciudadana o atendiendo información de inteligencia, y tiene que disparar porque es recibido a balazos, dígase así en el informe oficial. Es más verosímil que la recurrente narrativa de que se le atacó inmotivadamente, por motivos ignotos o por arranques incomprensibles de delincuentes que cada que ven uniformes militares no pueden reprimir sus ganas de tirotearlos.