El no más sagrado

El juez Robin Camp le preguntó a la denunciante, una muchacha de 19 años, en la audiencia llevada a cabo en el juzgado de Calgary, Canadá: “¿Y por qué simplemente no mantuvo las rodillas juntas? También pudo haber evitado la violación moviendo la pelvis o metiendo las nalgas en el lavabo”.

            La denunciante había relatado que en el transcurso de una fiesta en casa de unos amigos, el agresor, un hombre de 29 años, la acorraló en el baño, contra el lavabo, y la penetró sin su anuencia. El acusado fue absuelto en primera y segunda instancias.

            Camp ha presentado su renuncia después de que el Consejo Judicial Canadiense recomendara su destitución por considerar que su conducta socava gravemente la confianza del público en el Poder Judicial y contraría profunda y manifiestamente los principios de imparcialidad, integridad e independencia que debe observar todo juzgador. Desde la creación del Consejo Judicial en 1971, sólo tres jueces se han visto orillados, en virtud de sus recomendaciones, a dimitir. La ministra de Justicia, Jody Wilson-Raybould, declaró: “Estamos con las víctimas, y no estamos dispuestos a aceptar de ningún modo la violencia de género”.

            El punto de vista de Camp es deudor de añejas posturas doctrinarias. En nuestro país, un destacado representante de esa tendencia fue Celestino Porte Petit, en cuyas clases y libros se formaron varias generaciones de juspenalistas. En su Ensayo dogmático sobre el delito de violación (Porrúa, 1993) escribió que para que se configure ese delito “tiene que estar comprobado que el sujeto pasivo se opuso a la realización de la cópula, y que la oposición y resistencia permaneció viva durante todo el tiempo que el sujeto activo desplegó la fuerza material”.

            En el mismo sentido, un siglo antes, Rudolph Aug. Witthaus y Tracy C. Becker aseveraron que “si solamente se hallaban ligeros indicios de lucha en los muslos y los pechos”, esto era una prueba de que la mujer se había abstenido “de usar toda su fuerza en su propia defensa” (Medical Jurisprudence, Forensic Medicine, and Toxicology, 1894). Aunque parezca increíble, todavía en el último tercio del siglo XX llegó a considerarse que la mujer media estaba “equipada para interponer obstáculos eficaces a la penetración mediante las manos, las extremidades y los músculos pélvicos” (F. Lee Bailey y Henry Rothblatt, Crimes of violence: rape and other sex crimes, 1973).

            La creencia de que una mujer no puede ser forzada al coito proviene de antiguo. En El vergonzoso en palacio (Barcelona, 1624), de Tirso de Molina, el Vasco pregunta a Ruy: “Ven acá: ¿si Leonela no quisiera / dejar coger las uvas de su viña / no se pudiera hacer toda un ovillo, / como hace el erizo, y a puñadas, / aruños, coces, gritos y a bocados, / dejar burlado a quien su honor maltrata, / en pie su fama y el melón sin cata?”.

            Pero, como explica magistralmente el inolvidable profesor Mariano Jiménez Huerta, puede acontecer que “la violencia se ejerza sólo durante la parte inicial del proceso ejecutivo, transcurrida la cual la víctima abandona toda resistencia, ora por no sufrir mayores sevicias, ora por estar agotada y carecer de energía para seguir la lucha”. La violación no presupone el completo sometimiento físico: “basta que la fuerza física desplegada reduzca la voluntad en forma y grado que la despoje humanamente —no heroicamente— de la posibilidad de resistir” (Derecho Penal Mexicano. Tomo III. La tutela penal del honor y de la libertad, Porrúa, 2ª edición, 1974).

            Es evidente que ante cierta magnitud o ciertas manifestaciones de violencia física la víctima comprende que la resistencia es inútil o riesgosa para su integridad física o incluso para su vida. En tal circunstancia no desaparece tal violencia ni aparece el consentimiento tácito. Para que se considere que una persona —mujer u hombre— ha sido violada no se requiere que haya llevado su resistencia hasta el martirologio ni que su oposición a la cópula no consentida haya durado hasta el desmayo o cualquier otra forma de pérdida de la conciencia. Lo que se tutela en la correspondiente figura delictiva es una de las libertades más íntimas y sagradas: la libertad de decir no a la cópula no querida.