El silencioso exterminio
de la comunidad indígena wayúu

Carolina Sáchica Moreno[1]

Un año después de que la CIDH concediera medidas cautelares para proteger la vida del Pueblo Wayúu, asentado en La Guajira, Colombia, más de 100 niños de la etnia han muerto por causas asociadas a la desnutrición

            El 11 de diciembre de 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos concedió medidas cautelares en favor del Pueblo indígena Wayúu; decisión que celebramos con la ilusión de un cambio, de una verdadera transformación que atendiera el llamado al Estado Colombiano en el sentido de proteger el derecho a la vida de los niños de la etnia, garantizando el acceso a agua potable, el suministro digno de alimentos, así como el acceso efectivo al sistema de salud y la atención inmediata a los menores desnutridos.

            La Asociación de Autoridades Tradicionales Shipia Wayúu que agremia 900 rancherías, a través del líder indígena Javier Rojas, había acudido a distintas instancias para poner en conocimiento la crisis humanitaria del Pueblo Wayúu, sin lograr ser escuchado. El desespero era cada vez mayor, pues los miembros de la Comunidad seguían muriendo, siendo la población infantil la más afectada. Para ese entonces, en 2014, la Defensoría del Pueblo determinó que la cifra de niños desnutridos ascendía a 37.000, y, de otro lado, las autoridades indígenas reportaban miles de niños muertos en los últimos años, proyectos de vida truncados por el hambre y la sed. Aunque muchos de ellos nunca existieron para el Estado porque no fue registrado oficialmente su nacimiento ni su muerte, los cementerios familiares dan cuenta de esta triste realidad imposible de ocultar o dejar en el olvido.

            El periodista Gonzalo Guillén por su parte evidenció y ha venido visibilizando la crisis humanitaria Wayúu con su documental “El río que se robaron”, prueba aportada ante la CIDH, instancia internacional a la que acudimos en atención a que la estructura propia del Estado Colombiano, que se autoproclama “social de derecho”, no estuvo en capacidad de atender la situación. Se trataba de una crisis que no daba espera, pues la vulneración permanente y sistemática de derechos humanos cada día traía consecuencias más nefastas y ninguna entidad ni autoridad quería vincularse con esta problemática. Lo más fácil y práctico parecía sumarse a la indiferencia.

            Fue casi un año de litigio ante la CIDH. En ese lapso fue requerido el Estado colombiano, quien intentaba demostrar su diligencia. El Presidente de la República se desplazó hasta el territorio guajiro; incluso pretendió dar un parte de tranquilidad al indicar que no se trataba de “miles” de niños muertos, como había sido reportado por las autoridades indígenas, sino de “cientos” de ellos, y destacó que no existía un censo que permitiera tener certeza sobre las cifras de la población, por lo que ordenó hacer una rigurosa “microfocalización”, así como otras acciones que claramente no se han compadecido con la magnitud de los estragos que causaron años de abandono estatal; pero esto, como medida inmediata, apaciguó la preocupación colectiva.

            El desespero de la Comunidad Wayúu que represento era enorme; a pesar de la desconfianza y la desesperanza propias de años de un Estado indiferente, tenía todas las ilusiones puestas en esta acción legal ante la CIDH; la Comunidad sabía que, como consecuencia de la inoperancia nacional en la garantía y protección de sus derechos humanos, acudíamos a una instancia internacional. Reporté cada niño muerto y cada situación al detalle, que evidenciaba la necesidad de una intervención urgente frente a la gravedad de la situación.

            Finalmente, tuvimos el tan anhelado pronunciamiento. Ante la noticia de la decisión de medidas cautelares de la CIDH, fue emocionante ver cómo un país entero se unió en celebración a través de distintos medios masivos de comunicación. Periodistas de todo el mundo documentaron la noticia y en general la situación de la etnia. Interesados en el tema se desplazaron hasta el territorio para conocer de primera mano lo que sucedía, pudiendo percibir cómo lo que se decía de la crisis, y que parecía una exageración, se quedaba corta frente a la realidad.

            Lograr estas medidas cautelares para la Comunidad indígena Wayúu abandonada a su suerte, fue un triunfo jurídico enorme, así como una vergüenza nacional que fuera necesaria la intervención de una instancia internacional que requiriera al Estado para algo tan obvio como lo es la protección de la vida de esta población vulnerable que muere de hambre y sed. Y, peor aún, que, a pesar de este llamado, los niños sigan muriendo. Pasado más de un año de la de la decisión de la CIDH, el número de niños muertos por causas asociadas a la desnutrición supera los cien —cifra que no incluye a las madres gestantes ni el subregistro—.

            Las acciones y multimillonarias inversiones reportadas por el Gobierno como evidencia del cumplimiento de las medidas cautelares no se ven en la realidad del territorio, donde en las rancherías los niños siguen pasando el día entero con un vaso de chicha de maíz como único alimento; a falta de agua potable consumen agua contaminada, cuando la hay; las distancias entre las comunidades y los centros médicos, así como la ausencia de transporte, hacen casi imposible el acceso al servicio de salud, pues caminando son horas bajo un sol inclemente, sin hidratación y cargando a un niño enfermo o haciéndolo caminar. Además, de lograr la atención, deben regresar a las rancherías a las mismas condiciones en que se produjeron sus enfermedades, cuando sobreviven, sin un seguimiento nutricional, ni médico permanente y sin un suministro de alimentos digno para salirle adelante a la desnutrición y sus graves consecuencias. Es un círculo vicioso que requiere voluntad de transformación para avanzar, no pañitos de agua tibia.

            Fallos de tutela proferidos por distintas autoridades judiciales locales han amparado los derechos de los niños wayúu, replicando las medidas cautelares de la CIDH que siguen vigentes. El río Ranchería, caudal hídrico más importante de la región, aún está represado; y, en el entretanto, el pueblo indígena sigue enterrando a sus niños y reclamando el cumplimiento de sus derechos; los medios de comunicación continúan documentando sus muertes; los funcionarios encargados siguen achacando la responsabilidad a los usos y costumbres de la Comunidad y a la corrupción que hay en sus propias entidades y que no están en capacidad de controlar, y así, le van haciendo el quite al asunto.

            2016 y 2017 empezaron con el conteo de niños muertos. Esto solo nos demuestra que la situación de los Wayúu es más que una crisis; se trata de una tragedia humanitaria sin precedentes en el país del Premio Nobel de la Paz, donde se celebra la ausencia de la guerra, pero no la presencia de justicia social. Ω

[1] Abogada de la Comunidad Wayúu ante instancias locales e internacionales. Mg. Derechos Humanos. Directora del Consultorio Jurídico del Programa de Derecho de la Universidad Jorge Tadeo Lozano (Bogotá, Colombia). Twitter: @carosachica.