Los migrantes que no importan

Un libro que no debieran dejar de leer las más altas autoridades mexicanas migratorias y de seguridad pública es Los migrantes que no importan, del joven periodista salvadoreño Óscar Martínez, al que se refiere ampliamente el novelista Francisco Goldman en la revista Letras libres (número de julio de 2013).

El libro recopila una serie de artículos en los que se da cuenta de la situación de los migrantes centroamericanos que atraviesan nuestro país. Esos migrantes huyen de la catástrofe económica, el desempleo, la falta de horizontes vitales promisorios y la violencia exacerbada que padecen sus países.

Vienen en busca de la tierra prometida, los Estados Unidos, donde es posible conseguir trabajo aun siendo indocumentado, con un salario siete, ocho veces mayor al que obtendrían en sus países realizando tareas similares. Quieren mejorar su calidad de vida y enviar dinero a sus familias para aliviar las condiciones en que éstas viven.

También hay quienes escapan de una muerte casi segura: los jóvenes pandilleros cuya existencia peligra porque un grupo rival ha conquistado el territorio de la banda de la que ellos son miembros. Una mujer policía abandona su terruño porque sus sucesivos maridos policías han sido asesinados y ella teme correr la misma suerte.

En resumen: los migrantes centroamericanos sin visa cruzan la frontera sur mexicana y se afanan en atravesar nuestro país y alcanzar territorio estadounidense por estrictas razones de sobrevivencia. En sus lugares de origen, en la tierra que los vio nacer y crecer, la vida no vale nada, y siguen, entonces, ese impulso que ha movido a los seres humanos desde la prehistoria:  desplazarse para sobrevivir o para vivir mejor.

En el éxodo se ven expuestos a gravísimos peligros. Además del de caer de la Bestia ––el tren en que muchos se trasladan––, es alta la probabilidad de toparse con depredadores sin escrúpulos: los cárteles, la policía, las autoridades migratorias, los maras y otras pandillas.

No les irá tan mal si sólo son asaltados; pero quizá sean secuestrados, esclavizados, violados, torturados, asesinados, u obligados a participar en secuestros, violaciones y asesinatos, y a convertirse en parte de grupos delincuenciales.

Desearía que fuera una exageración el dato espeluznante de que ocho de cada diez mujeres sufren abusos sexuales, en ocasiones perpetrados por otros migrantes.

A veces los migrantes son capturados en masa por los Zetas, quienes con frecuencia cuentan con la complicidad de la policía local y de los coyotes. Miles de migrantes han sido asesinados en territorio nacional (setenta mil, calculan algunos analistas).

Este infierno no puede ser visto con indiferencia o tolerancia en una sociedad civilizada. Son admirables los esfuerzos solidarios como los del cura Alejandro Solalinde. Pero son insuficientes: el gobierno federal y los gobiernos locales están obligados ética y jurídicamente a tomar medidas para proteger a los migrantes que han sido víctimas indefensas de la crueldad, la codicia desordenada y la miseria humanas. Debemos exigírselos. Ω