Palabras prohibidas

José Ramón Cossío Díaz

Revista Letras libres, 5 de abril de 2013

En una de sus contribuciones a la columna “Contracara” del periódico poblano Intolerancia, Enrique Núñez Quiroz lanzó una fuerte crítica contra Armando Prida y Alejandro Manjarrez —el primero es dueño del diario Síntesis el segundo periodista de ese mismo medio— en la que utilizó calificativos como “puñal” y “maricones”. Ofendido por esa columna, Prida promovió un juicio ordinario civil en contra de Núñez. El caso llegó a la Suprema Corte de Justicia, donde la Primera Sala resolvió que las palabras “maricones” y “puñal” habían sido ofensivas y que la Constitución no reconocía el derecho al insulto. A partir de ahí, la mayoría de los ministros en esa Primera Sala dio un salto gigante: decidió que esas dos palabras eran expresiones homófobas y que, por tanto, constituían una categoría de los discursos de odio.

El criterio de la Primera Sala es importante y toca cuestiones fundamentales para un Estado liberal, en lo concerniente a los límites a la libertad de expresión. El punto de partida en esta materia es la presunción de que toda expresión se encuentra constitucionalmente protegida y de que solo ciertos extremos deben limitarse: la apología de la guerra o la pornografía infantil son buenos ejemplos de esto último. Sin embargo, la decisión de la Primera Sala no atendió debidamente el caso: introdujo una grave distorsión al entendimiento de una libertad fundamental, estableció un estándar vago y ambiguo que impone restricciones a la libertad de expresión y resulta contraproducente para la finalidad buscada. No protegió a quien pretendía y soslayó uno de los derechos fundamentales del orden liberal.

Ofender no es discriminar. El periodista insultado por la columna reclamó el respeto a su honor, no una discriminación por pertenecer a cierto grupo social. La decisión de la Sala terminó mezclando el estándar del insulto (las expresiones ofensivas) con el de la discriminación (el menosprecio hacia una categoría sexual).

El propósito de la nota de Núñez era señalar la sumisión que algunos periodistas han mostrado, según él, hacia el dueño de Síntesis. Estas afirmaciones no iban encaminadas a incitar ningún tipo de violencia en contra de la comunidad homosexual, sino a descalificar a los trabajadores del periódico. Estamos en este caso frente a dos medios de comunicación escrita en posición simétrica y con total capacidad de dar respuesta a las ofensas recibidas. En este contexto, las ofensas (des)califican más a quien las emite que a quien las recibe y resolver este tipo de diferendos en tribunales impide que sea la opinión pública la que debata y delibere a ese respecto.

Nadie duda que palabras como “maricón” y “puñal” tengan un efecto negativo. Sin embargo, es deseable combatir al pensamiento estereotípico mediante la confrontación de ideas y no proscribiendo determinadas palabras del diccionario. Por más atractivo que suene emitir un criterio sobre el discurso de odio y la homofobia, en este caso particular no estaban dadas las condiciones para decir que se utilizaron “expresiones homófobas”. Ambos medios decidieron comportarse de manera vulgar, pero en su guerra periodística no es posible advertir la incitación al odio por parte de nadie.

Al prohibir estas expresiones se quiso proteger en abstracto a la comunidad homosexual, aun cuando ni el empleo que hizo Núñez Quiroz de dichas palabras ni las razones del ofendido tuvieran vínculo alguno con la mencionada comunidad. Ello evidencia que, contrariamente a lo sostenido en la decisión, se terminaron prohibiendo las palabras mismas y no el uso que se hizo de ellas.

El compromiso de una sociedad democrática con la libertad de expresión no significa que todo deba dejarse a la autorregulación. En ocasiones es necesario nivelar el terreno para evitar que la libertad de unos vulnere la libertad de otros, máxime si alguno pretende, a través de esas expresiones, excluir de manera violenta a ciertos grupos sociales. Para un tribunal la supresión de ideas debiera ser el último recurso en aras de conseguir esta finalidad. La proscripción de palabras sin relación a su uso ni al contexto en el que se pronunciaron, debiera resultar prácticamente imposible.

Si bien no es ya aceptable sostener la tesis extrema del liberalismo clásico —que confiere una primacía absoluta a la libertad de expresión—, ello no implica que debamos renunciar a la presunción de que toda expresión se encuentre constitucionalmente protegida. La función de los tribunales, en particular el constitucional, no es erigirse en policías de las palabras, encargados de prohibir todas aquellas que pudieran lastimarnos, sino identificar los casos concretos en donde su uso debe proscribirse por generar odio, exclusión o violencia contra ciertas personas o colectivos. En todo lo que no queda en esos apretados límites, los tribunales deben dejar hablar con libertad a los ciudadanos. Ω


[*] Este artículo se basa en el voto particular que emitió el autor en el amparo directo en revisión 2808/2012. El autor agradece a Raúl Mejía Garza y Luz Helena Orozco su apoyo en la redacción de este documento.