¿Sin el uso de la fuerza?

No es lo mismo ser candidato que ser presidente. George Orwell advirtió: “El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas… para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento”.

            Numerosas ong’s y el propio Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU han censurado acremente que el gobierno de la República haya echado mano de las Fuerzas Armadas para tareas de seguridad pública que no son de su competencia, y no han sido infrecuentes las quejas por abusos perpetrados por militares al desempeñarlas. Sumarse a esas descalificaciones redituaba políticamente.

            Así que el candidato Andrés Manuel López Obrador fustigó en varias ocasiones la estrategia seguida por los gobiernos de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto en el combate al crimen organizado: no se resuelve nada, sentenció, con la intervención del Ejército y la Marina. El problema de la violencia y la criminalidad se resolvería “sin el uso de la fuerza” (sic), exclusivamente con medidas de justicia social. Aplausos del respetable.

            En cambio —segundo acto—, el presidente electo, el mismísimo Andrés Manuel López Obrador, ha anunciado que es necesario utilizar a las Fuerzas Armadas para garantizar la seguridad de los mexicanos, y que él, al asumir la Presidencia, lo seguirá haciendo no sólo en el corto sino también en el mediano plazo, cuya duración —añado yo— es incierta.

            No se puede hacer a un lado al Ejército y la Marina —aseveró— sencillamente porque no hay más opciones para lograr la paz y la tranquilidad en el país. “Sería irresponsable de mi parte decir que regresen los soldados y los marinos a sus cuarteles y dejar a la gente en estado de indefensión, sin alternativas”.

            ¡Claro que hay que tomar medidas de justicia social! Y no sólo para prevenir la delincuencia, sino porque ésa es una obligación de los gobiernos federal y de las entidades federativas y de todo gobierno en cualquier parte del mundo. Urge terminar ya con la pobreza extrema y ofrecer horizontes promisorios a los jóvenes que llegan a la edad de trabajar. Ésa es una asignatura pendiente en el país desde hace más de 200 años.

            Eso no se consigue creando 100 universidades de calidad dudosa a las que se accedería sin examen de admisión. No se trata de que cada mexicano tenga un título profesional aunque carezca de empleo. Lo que hay que hacer es, entre otras cosas, mejorar sustancialmente nuestra hoy deplorable calidad de educación básica —lo que por supuesto no se logrará cancelando la Reforma Educativa, sino profundizándola—, capacitar a los jóvenes para ingresar al mercado laboral, generar empleos suficientes y cerrar las abismales brechas entre el sur y el resto del territorio nacional.

            Pero ahora mismo lo que es urgentísimo es recuperar la seguridad perdida. La amnistía propuesta sería una vergonzosa claudicación del Estado que agudizaría el ya espeluznante problema de la criminalidad desbordada e impune que hoy azota a varias regiones del país. Un día López Obrador amaneció con esa ocurrencia y la hizo parte de su programa de gobierno. También en este punto, como en tantos otros, debe rectificar.

            La seguridad que requerimos exige a la brevedad posible policías y ministerios públicos altamente profesionales. Esa meta, tan apremiante, no figura entre las numerosas promesas del presidente electo, ni ha sido un objetivo para cuya consecución hayan trabajado seriamente los gobiernos federal y locales.

            Nuestras instituciones de seguridad pública y de procuración de justicia no tienen la capacidad para enfrentar con éxito ya no digamos a la delincuencia organizada, sino ni siquiera a la criminalidad más desorganizada. Es inaplazable capacitar en serio a sus integrantes, dotarlos de los recursos óptimos y otorgarles salarios y prestaciones laborales adecuados a la importantísima tarea que desempeñan. Un Estado incapaz de ejercer el monopolio de la violencia, de recuperar los territorios bajo control de los criminales, de castigar un porcentaje aceptable de los delitos más dañinos, es un Estado erosionado.

            No podemos resignarnos. “Lo que se llama resignación —dictaminó el poeta y filósofo estadunidense Henry David Thoreau— es la desesperación confirmada”.