Son
muchísimos más, en cualquier parte del mundo, los hombres asesinados que las
mujeres que corren la misma suerte. Siempre ha sido así. Ya lo sabemos: se mata
por todo y por nada: por codicia, por odio, por ira, por fanatismo, por celos,
por machismo, por un estúpido incidente de tránsito, por una causa noble
(¡agggh!). Y se mata a muchos más hombres que a mujeres. Pero, a diferencia de
los homicidios de los hombres, en los de mujeres, en muchos casos, el hecho de
que lo sean, es decir, su sexo, juega un papel decisivo.
Lo anterior no significa que los
asesinos de mujeres vayan buscándolas en la calle, en el transporte, en otros
sitios públicos para matarlas (salvo si se trata de asesinos seriales que
eligen como víctimas a miembros del sexo femenino). No, lo que sucede es que
numerosos hombres ejercen control sobre el comportamiento de “sus” mujeres y no
son pocos los que hacen de su afán de control una verdadera obsesión que llega
a atormentarlos y a convertirlos en atormentadores.
Los controladores limitan
férreamente la libertad de sus reas —en cierto modo eso son las mujeres
controladas, pues están sometidas a una especie de régimen de semilibertad
vigilada por sus celadores—, supervisan y aprueban o desaprueban sus amistades,
sus contactos, sus actividades, los sitios a los que acuden, sus horarios, sus
momentos de ocio, y por mantener ese control están dispuestos, a pesar del
precio que eso conlleva, a llegar a las últimas —nunca mejor dicho— consecuencias.
Por supuesto, tampoco son escasas
las mujeres que controlan a los hombres, que los celan, revisan los mensajes de
su computadora o su teléfono móvil, los interrogan con apremio, pero también en
este punto hay una diferencia abismal: ese control no desemboca en homicidios.
Casi siempre que una mujer mata a su pareja, lo hace en un estado de aguda
alteración emocional o por defender la vida o la de sus hijos; en cambio,
cuando un hombre asesina a su pareja o su expareja, el móvil suele ser la obsesión
por mantenerla bajo su control. Esa obsesión es tan absorbente, tan
totalizadora, que muchos la vuelven la razón de su vida, y por eso tantos, tras
asesinar a “su” mujer o exmujer, se suicidan: extinguido el objeto de su
monomanía, la vida pierde todo sentido.
En una popular canción vernácula,
Virgencita de Talpa, el hombre abandonado implora a la Virgen:
Y si no me la traes
vale más que se muera:
ya que su alma no es mía
que sea de Dios.
La violencia de género es
instrumental. Su objetivo es reforzar, asegurar el control sobre las mujeres.
El ejemplo más terrible y extremo de esta violencia es la que practicó la Santa
Inquisición contra decenas de miles de mujeres a las que, acusándolas de
brujería, envió a la hoguera. Las más curiosas, las menos convencionales, las
más imaginativas, las curanderas (auténticas médicas del pueblo), las sibilas,
las que se comunicaban con los dioses o con Satanás, las que danzaban en el
bosque, las que provocaban deseos pecaminosos (y, por tanto, culpa) en los inquisidores
que habían jurado castidad, fueron las víctimas favoritas. La manera más
efectiva de controlar a todas era imponiendo a algunas un castigo
verdaderamente ejemplar: ser quemadas vivas.
Como advierte Nuria Varela: “Ni la
religión, ni la educación, ni las leyes, ni las costumbres ni ningún otro
mecanismo habría conseguido la sumisión histórica de las mujeres si todo ello
no hubiese sido reforzado con violencia… La violencia de género es la máxima
expresión del poder que los varones tienen o pretenden mantener sobre las
mujeres” (Feminismo para principiantes, Ediciones B, Barcelona).
Los feminicidios han aumentado
desmesuradamente en nuestro país. Y no sabemos cuántas mujeres son atormentadas
por sus parejas o exparejas sin resultado de muerte, cuántas mueren a
consecuencia de lesiones o enfermedades causadas por el maltrato continuado,
cuántas se suicidan por ese tormento sin fin. Lo que sabemos con certeza es que
la atención a las víctimas es sumamente deficiente y la persecución de los
delitos deplorablemente ineficaz. Sólo con grosera insensibilidad se puede
atribuir a una maniobra de los conservadores, como lo hace el Presidente, la
protesta de las mujeres, lo cual, además, es considerarlas como sujetos
incapaces de manifestarse por su libre y soberana voluntad.