Por Luis de la Barreda Solórzano
23 de septiembre de 2021
La Suprema Corte
dictó jurisprudencia en 1994: hay violación si la cópula impuesta es anormal
—por vía distinta a la vaginal—, o si el esposo se encuentra en estado de
ebriedad o drogado, si padece alguna enfermedad venérea o sida, si pretende
realizar el acto sexual en presencia de otras personas; si la mujer es
paralítica, o si se ha decretado la separación legal de los esposos. Si lo que
el marido impone violentamente a su mujer es una cópula normal (vaginal), no se
configura la violación, sino el ejercicio indebido del propio derecho (delito
conminado con bajísima punibilidad).
A partir de
entonces, 15 entidades federativas reformaron sus códigos penales explicitando
que la cópula impuesta con violencia por un cónyuge a otro también constituye
violación. En las otras 17 resultaba aplicable el criterio de la Corte. “Esa
decisión de nuestro máximo tribunal —escribí al darse a conocer la
jurisprudencia— parece propia de una de las sociedades islámicas en las que no
se concede a la mujer un trato de auténtica persona. Ninguna convención, ningún
contrato, ninguna tradición pueden racionalmente cancelar una libertad de la
importancia y la jerarquía de la libertad sexual”.
Si la violación es
un acto aberrante sea quien sea la víctima, tal canallada es todavía mayor si
la ofendida es una persona por la que el ofensor debiera observar los más
escrupulosos miramientos en virtud de la relación estrecha que guarda con ella.
Toda persona amerita respeto incondicional a su libertad sexual, el cual debe
alcanzar el grado de veneración cuando se trata de la esposa, la novia, la
amada, el amor imposible, la amante, la expareja, la dama de pensamientos o la
mujer de los ensueños. Es insostenible que una cópula impuesta sea normal. Una
mujer, como un hombre, siempre tiene la facultad indiscutible de decir no. Ni
el matrimonio, ni ningún otro contrato o rito, concede el derecho de actuar
contra esa libertad irrestricta.
De los pocos
penalistas que no se sumaron a la corriente mayoritaria en el tema, fue Mariano
Jiménez Huerta, republicano español exiliado en México, quien planteó la
postura razonable con mayor lucidez y, además, poéticamente. La mujer no se
convierte por el matrimonio en sierva o esclava del marido.
El consentimiento
que otorga al contraer nupcias para cohabitar con éste “no es un consentimiento
férreo, absoluto, rígido y sin posterior libertad de elección sexual en cuanto
al momento o al instante, sino un consentimiento para la elección de esposo y
para la unión matrimonial que no la priva de su libertad sexual ante el marido,
de acceder a la copulación en los verdes y gratos momentos y de negarse a ella
en sus días grises y en sus lunas bermejas y pálidas en que su cuerpo o ánimo
no lo desea o gusta”.
Casi doce años
después del fallo comentado, la Corte cambió de criterio: el tipo penal del
delito de violación no establece para su integración excepción con relación a
la calidad de los sujetos, como pudiera ser la existencia de algún vínculo o
relación entre ellos… “cuando uno de los cónyuges obtiene la cópula por medios
violentos —sean éstos físicos y/o morales—, queda debidamente integrado el
delito de violación, sin importar la existencia del vínculo matrimonial”.
Pero los
legisladores tuvieron cierta comprensión para la violación entre cónyuges o en
agravio de una pareja erótica o sentimental, pues dispusieron que si entre el
violador y la víctima existe tal relación —“vínculo matrimonial, de concubinato
o de pareja”— el delito se perseguiría sólo por querella de la ofendida y la
punibilidad sería menor. La Suprema Corte ha terminado al fin con ese absurdo.
Es que para estar a
la altura de nuestra condición humana hay que considerar las caricias amorosas
con las inmortales palabras de Quevedo:
no pudiendo hurtarlas, y mereciendo
apenas adorarlas.
Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/y-no-sierva-2/1473114