Temas Morales

Ikram Antaki

La evidencia inmediata del otro[1]

El otro es inmediatamente evidente, presente en el mundo mismo donde vivo, no está agregado al mundo, es un suplemento. Hemos querido sacar demasiadas conclusiones de la soledad. Como individuo tengo la suficiente biológica relativa, no puede prescindir del aire, del agua, de la comida, pero parece que puedo prescindir del otro. En la isla desierta figura un mundo donde el hombre puede vivir, pero donde el otro está ausente; la permanente soledad del naufragio trae la prueba de la consistencia de un mundo sin el otro. Pero Robinson posee la caja del carpintero, no tiene que rehacer el lento proceso que lo llevó a dominar los instrumentos; solo en su isla, tiene a la humanidad con él en el machete, recoge la herencia de la ingeniosidad humana bajo la forma de instrumentos, multiplica los ritos y las actividades convencionales, es decir provistas de utilidad vital. Robinson teme la falta de interlocutores y de memoria; la necesidad de llevar un diario y un calendario prueba que un mundo donde se sobrevive es incompleto si la humanidad no está presente, porque el calendario, con sus domingos, sus meses, es la humanidad del tiempo; cuando reemplaza la indiferencia al tiempo por la inscripción regular del tiempo, Robinson restituye la humanidad a su mundo; perder la cuenta de los días es perder la distinción cronológica de la memoria y su propia humanidad. La palabra humanidad designa a la vez la realidad de los demás hombres y la calidad del hombre en mí. Observar el reposo del domingo es absurdo en una isla desierta, pero Robinson, el autor de todas las instituciones, produce alrededor suyo la presencia de la humanidad por temor de perder su propia humanidad.

Puedo estar solo, la soledad no es tanto la ausencia sino el anonimato del otro; no siento la presencia de tal o cual hombre en particular, sino de toda acción humana. Sin conocer nada de la historia de los emperadores, de los arquitectos, el pequeño pastor se protege del sol a la sombra de las ruinas, gracias a los vestigios de una humanidad indistinta. La soledad es entonces como esas alturas que dominan las aldeas: desde ahí se ven múltiples personas demasiado pequeños para poderlos reconocer individualmente o discernir sus rangos, pero se escucha subir el gran rumor de la humanidad.

El otro no puede estar ausente tan sólo con salir del campo de mi percepción; en esta pieza donde me encierro sola para leer, la lectura misma es una presencia evidente del otro, aunque como individuo el auto esté ausente. El pensamiento que trata de comprender la presencia del otro llega a una oscilación igual; el otro es Pedro, al que veo en este libro, en este campo labrado; el otro es presencia que funde la realidad. Sin embargo, todo lo que en el mundo parece limitar y restringir la presencia del hombre causa la mortalidad de los individuos y de las civilizaciones, niega al otro y la presencia del otro. En la ausencia de un individuo singular, el mundo humano no sería más que indeterminado, no sería más que una suma de individuos, objetos, actividades, conjunto de realidades, tendría entonces valor de resumen o de clasificación, pero ningún significado.

No se trata de probar que el otro existe a partir de manifestaciones objetivas, como si el otro fuera imperceptible; se trata de una evidencia que es superior a la búsqueda de la prueba. En Descartes, la duda no recae sobre el otro sino sobre el cuerpo propio, sobre las verdades matemáticas, todo lo que no es pensamiento en mí. La incertidumbre no parece afectar al otro sino a la naturaleza del saber que tengo en él. El otro me es exterior, es un extranjero, otro ser fuera de mí, del cual tengo conciencia sin saber cuál verdad posee; estoy absolutamente seguro de mi existencia, pero fuera de mí hay un ser verdadero; fuera de mí, un ser cuya naturaleza es opuesta a la mía; la reconquista de la exterioridad se haría por la materialización del mundo de los hombres.

Hay una diferencia en la otredad del otro y en la otredad de la materia. ¿Acaso la materia condiciona la otredad del otro? Es un ser-pensamiento en el mundo, descubro y percibo al otro, está aquí, con su cuerpo, entre otras cosas materiales; este cuerpo, sometido a la ley de la exterioridad material, constituye la presencia del otro, tiene características que lo distinguen de otros cuerpos. ¿Cómo puede atribuir una interioridad a un ser que sólo es exterioridad? Es un autómata, una marioneta, un robot, pero es un ser que dice “yo”. La otredad del otro es siempre anterior a la otredad de las cosas del mundo, a su exterioridad; para el niño, la primera otredad es la de sus padres, no la del mundo; para la humanidad, la tendencia inicial y espontánea del pensamiento es el fetichismo que consiste en suponer a los cuerpos exteriores, aun los más inertes, como animados de pasiones y de voluntades análogas a las impresiones del espectador; el fetichismo es la otredad y la exterioridad de las cosas tomadas como álter ego, análogas al ego. El primer extranjero, el primer no yo, es el otro yo, el álter ego; el primer ser verdadero fuera de mí que descubre el pensamiento no es la sustancia material sino Dios.

Dios es el primer no yo, el primer extranjero; a pesar de ser infinito, es como segundo. Tenemos tres grados de otredad: primero Dios, luego los demás creados por él, por fin la exterioridad especial del mundo sensible. La perspectiva se transforma, ya no nos preguntamos si hay en un mismo mundo material varios egos. Igual esta pluralidad se vuelve condición de la consistencia del mundo. Yo y el otro no somos sólo espíritus, aparecemos el uno al otro en el mundo, el otro es como yo: hombre con un cuerpo. No soy puro espíritu, experimento en mí la realidad de la naturaleza, me basta con revertir el proceso, instituir un efecto de espejo para representarme el otro; cuando él se acerca del otro lado de esos ojos que me miran, de ese sonrojamiento que traiciona una pena y esta palidez que acompaña una ira, da paso a lo visible: la conciencia del otro me es dada en mi exterioridad.

Cuando me dirijo a los demás, mis palabras siguen en mi pensamiento; las palabras que me contesta el otro son pensamiento que expresa: las palabras son signos. Tengo la capacidad de vivir la exterioridad como real y como interioridad. El cuerpo, el espíritu, el signo como evidencia de su significado, las palabras que escucho podrían no ser más que sonidos emitidos por un autómata. Antes siquiera de que yo pueda vivir la presencia de los signos como su significancia, debo haber reconocido el signo, la distancia y la irreductibilidad. El álter ego es un ego como yo, se debe reconocer como yo me reconozco, pero mi conciencia del ser del otro no es nunca la conciencia que el otro tiene de sí mismo: me es inaccesible para siempre. El ego consiste precisamente en este saber que tiene de sí; yo puedo tener conciencia de otra conciencia de sí, sin conocerla; su exterioridad, su otredad se encuentran en la distancia; la irreductibilidad constituye su secreto; el pensamiento es lo que hay de más interior. Yo puedo saber que el otro piensa como yo pienso, puede tener conciencia del otro como pensante, pero esto no me da el contenido de su pensamiento; aun cuando no tenga ningún secreto para mí, su pensamiento será siempre para mí otra cosa que la que es para él, su interioridad estará siempre del otro lado del lenguaje, de la confesión. Aunque el lenguaje parezca transparente y la palabra sincera, siempre capto su pensamiento indirectamente. El pensamiento del otro jamás se me da de manera directa; no es mentira, estoy segura que no miente. La posibilidad de la mentira consiste en no lograr conformar el lenguaje del otro a su verdadero pensamiento; su lenguaje será en todo momento para mí la imagen del original siempre distante. Cuando el otro me dice “te quiero”, aun si no miente, nuestras certidumbres son para siempre incomparables; tengo que contentarme con el discurso. Lo propio de los celos es jamás contentarse con el discurso, es sospechar una verdad oculta; el celoso trata siempre de ir más allá de lo que le es ofrecido. Para el celoso, la verdad no está en la manifestación del otro, sino en las fallas de esta manifestación; no en el discurso del otro, sino en su vacilación. Los celos no necesitan motivos concretos, se fundan sobre lo indirecto en el pensamiento del otro. Sin que yo me dé cuenta de ello, el otro siempre puede ser otro; es, en sí, un ser que se me escapa infinitamente. Los celos consisten en buscar en el otro la huella, el signo de lo inaceptable, en querer así lo inasible. Aun cuando el disimulo del otro, o mi confianza, o mi costumbre me protegen, aparecen los signos de lo inasible, de la otredad, de la infinita capacidad de escapar que es el otro; es la universalidad y la infinidad de un ser que desborda siempre todo lo que yo podría asir y fijar.

Fuera de toda intención de disimular y de mentir, el otro se constituye como secreto. Descartes nos recuerda que el otro es justamente el paradigma de todo secreto, porque la naturaleza, aun cuando escapa a nuestro conocimiento, esencialmente no tiene secretos. Sólo una interioridad puede ser un secreto. La persona defiende su secreto, cada cual tiene conciencia de que no cesa de traicionarse por el discurso, por el cuerpo; el secreto huye por todas partes; estoy expuesto y desvalido a los ojos de los demás. Cada cual es como un semáforo que emite un número infinito de mensajes y sin embargo, la inadvertencia y la ignorancia de los demás parecen evitar que seamos públicamente desnudados. Basta con que el otro sea observador para leer en mí como un libro abierto; a la vez me basta con estar atento para descubrir sus pensamientos. El otro puede incluso conocerme mejor de lo que yo me conozco. Así que descifro en el otro tanto los signos de su inaccesibilidad como los signos de los pensamientos que quiere ocultarme; él es, a la vez que huida irreductible, un ser que capto; lo que él quiere ocultarme no es su infinidad, es su personalidad: el ambicioso oculta su ambición, el esnob, su esnobismo. En este sentido, lo que no entiende el celoso es que hay una infinita desproporción entre lo que escapa en el otro y lo que en realidad me oculta, su secreto es insoportable porque es la forma misma de lo inaccesible.

En relación con el otro, se instaura una dialéctica entre el personaje, sus rasgos, su carácter y el infinito. La mirada que poso sobre el otro, la que el otro posa sobre mí, tienden a imponer límites. Esta mirada cambia: lo accidental es esencial, la complejidad es simple calificación, se compone siempre una imagen a partir de los rasgos fragmentarios; a partir de una secuencia de fotos el otro me identifica con un personaje en el cual no me reconozco pero que acaba de pasar sobre mí; puedo ser otra cosa que lo que el otro ve en mí, parece que él se hace de mí, toma el personaje que ha compuesto como destino y al otro como un profeta, o ingeniármelas para escapar, actuando para sorprender, engañar sus previsiones. El personaje que el otro ha compuesto se vuelve la única referencia, ya sea que me conforme a él o que trate de escapar.

La mirada del otro es la confiscación del futuro o el saqueo del pasado; lo propio de la mirada del otro es negar mi imprevisibilidad, mi libertad. Sin embargo, la vida nos muestra ejemplos de conversaciones que atestiguan el carácter ilimitable de la libertad: el peor de los hombres, aquel cuyo carácter empírico, conocido, permite presumir lo peor, debe siempre ser considerado como si saliera directamente del estado de inocencia; se puede poner de lado completamente lo que ha sido su conducta, mirar la serie de condiciones pasadas como si jamás hubieran ocurrido. Mi libertad es la potencia de un infinito, opuesto al destino que el otro me atribuye. El otro tiene el poder de negar lo indefinido del personaje en el cual me encierra. Las miradas de todos pasan como la irrevocabilidad de un futuro enteramente deducible del pasado, pero a la vez, la mirada libera el futuro, una posibilidad de la cual uno mismo no tenía conciencia: el otro puede persuadirme y restituirme así mi libertad. Los hombres corren para parecerse al retrato que los demás hacen de ellos. Somos responsables del uso que el otro hace de su libertad: la confianza que tengo en él, lo ayuda a persuadirse de su futuro, la ley moral lo convence de su libertad. También existe la prudencia que me enseña a no confiar en un traidor, a no aventurarme en el bosque con un bandido, a actuar como si la conducta futura del otro estuviera ya contenida en el pasado. El otro suscita en mí una doble exigencia contradictoria: por un lado, salvo si soy un insensato o un tonto, tengo la necesidad de anticipar las acciones del otro a partir de lo que conozco de su carácter empírico (quien ha bebido, beberá); por el otro lado, tengo el deber de reconocer en el otro su libertad, la potencia de lo imprevisible, aun corriendo el riesgo de ser decepcionado por la realidad. El otro es siempre aquel que puede volverse un santo, por ello hay que cuidarse de jamás decirle, ni decirse a uno mismo: “¡No puedes!” No sería condenar los actos pasados, sino negar la libertad en él, sustraerlo de la ley del deber y ponerlo fuera de todo reclamo.


[1] ANTAKI, Ikram, Temas Morales, México, Edit. Joaquín Mortiz, 2002, 206 pp, p.135-141