Un castigo inimaginable

El del convicto Alva Campbell es un caso límite del horror que conlleva la pena de muerte. Campbell, de 69 años, fue condenado a esa pena hace 20. Recientemente, al fin se iba a llevar a cabo la ejecución en una prisión de Ohio, pero no se le encontró al reo una vena para aplicarle la inyección letal.

            Campbell sufre cáncer de garganta y de próstata, y neumonía aguda. Camina con andadera, lleva una bolsa de colostomía y necesita que se le suministre oxígeno para respirar. El gobernador del estado ha fijado una nueva fecha para la ejecución: el 5 de junio de 2019. Así que a Campbell le espera un año y medio más de una vida que no puede ser más que un suplicio.

            Pero no es necesario estar en las condiciones de Campbell para que la pena de muerte sea un tormento atroz, el cual se debe a que el condenado sabe desde el instante de la condena que de la celda no hay más salida que la muerte programada para un día determinado. Uno de los más grandes dones que los mortales debemos a los dioses es el de no saber el momento en que vamos a morir. Esa ignorancia, no obstante la presciencia de nuestra mortalidad, nos permite disfrutar cada día como si fuéramos inmortales. Escribió el poeta mexicano Vicente Quirarte:

            Yo mismo me sorprendo

            al pronunciar “mañana” y “siempre”,

            alegre por estar en un planeta

            más eterno que duelos y quebrantos.

            La muerte nos acompaña tan cercanamente como la sombra al cuerpo, pero —como advirtió Mariana Frenk en memorable aforismo— ningún reloj te dice tu hora, y eso nos permite disfrutar de nuestros días como si fueran inacabables. Porque pensamos que la muerte siempre llega después, no ahora, no hoy. Freud dictaminó que la muerte propia es inimaginable y la escuela sicoanalítica sostiene que en el fondo nadie cree en su propia muerte.

            La ejecución de la pena capital va precedida por la espera del condenado, que la vivirá en el infierno, a que lleguen el día y la hora fijados. Lo acompañará incesantemente un pavor sobrehumano. Estará atrapado en un túnel que conduce hacia nunca, hacia nada. El miedo a la muerte surge de lo más profundo, oscuro y fieramente humano de nuestro ser. El condenado está solo ante el espectro inseparable. El espanto lo estará destruyendo minuto a minuto, carcomiendo su mente y su corazón.

            Hay algo más terrible que la muerte: la muerte antecedida de un largo sobrecogimiento devastador. El mundo ha acabado para el condenado, pero su conciencia no ha muerto y se encarga de recordarle, sin pausa, lo que le espera. Lo que siente es la angustia del sepultado cuyo corazón aún late.

            “Ya no es un hombre —advierte Albert Camus—, sino una cosa que espera ser manejada por los verdugos. Se le mantiene en la dependencia absoluta, la de la materia inerte, pero con una conciencia que es su principal enemigo… Frente a la muerte ineluctable, el hombre, cualesquiera sean sus convicciones, se destruye de arriba a abajo. El sentimiento de impotencia y de soledad del condenado atado, frente a la coalición pública que quiere su muerte, es ya de por sí un castigo inimaginable” (Reflexiones sobre la guillotina).

            “Ahora estoy preso —dice el personaje de El último día de un condenado a muerte, de Víctor Hugo—: mi cuerpo está encadenado en un calabozo; mi mente, encarcelada en una idea, en una horrible idea, en una sangrienta e implacable idea. Sólo tengo un pensamiento, una convicción, una certidumbre: ¡estoy condenado a muerte!”.

            La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 omitió toda referencia a la pena de muerte. El Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en vigor desde 1976, ordenó que nadie podría ser privado arbitrariamente de la vida, pero no consideró a la pena de muerte como una privación arbitraria de la vida. En la Convención Americana sobre Derechos Humanos no se prohíbe la pena de muerte, aunque se le imponen ciertas restricciones. En cambio, todos esos documentos prohíben absolutamente la tortura.

            La Corte Interamericana de Derechos Humanos —encargada de aplicar la citada Convención Americana— condenó al Estado de Trinidad y Tobago en dos casos que quiero destacar por su relevancia para el alegato que voy a exponer.

Tortura y pena de muerte

En Trinidad y Tobago se condenó a la horca a 32 personas por homicidio intencional, para el cual la ley ordenaba la pena de muerte como única condena aplicable. Entre los arrestos y las decisiones judiciales finales, los procedimientos duraron de cuatro años a 11 años nueve meses. Las celdas en las que estuvieron los presos antes de la sentencia medían 3.5 por 2.74 metros y cada una de ellas albergaba hasta a 14 de ellos. Carecían de iluminación natural y la ventilación era insuficiente.

            La alimentación y la atención médica no eran adecuadas. Las condiciones sanitarias eran pésimas: se disponía de un balde para todos los ocupantes de una celda, el cual se vaciaba dos veces al día. Dictada la sentencia, los condenados a muerte eran trasladados a celdas muy cercanas a la cámara de ejecución, en cuya entrada había dibujos de una figura con una cuerda atada al cuello y un mensaje: “Usted ha venido aquí para ser ejecutado”.

            La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado argumentando, entre otras cosas, que la duración de los procedimientos, las condiciones de detención de los condenados y el ominoso recordatorio de lo que les esperaba constituían tratos crueles, inhumanos o degradantes que afectaron su integridad física y síquica.

            En el mismo país un hombre fue condenado por tentativa de violación sexual a 20 años de prisión con trabajos forzados y a recibir 15 azotes de acuerdo con la Ley de Penas Corporales. Los azotes serían inferidos con el gato de nueve colas, instrumento de nueve cuerdas de algodón trenzadas, cada una de aproximadamente 30 pulgadas de largo y menos de un cuarto de pulgada de diámetro, asidas a un mango. Las nueve cuerdas eran descargadas en la espalda del reo, entre los hombros y la parte baja de la espina dorsal. El instrumento estaba diseñado para provocar contusiones y laceraciones en la piel.

            La Corte consideró que la pena de flagelación era una institucionalización de la violencia, por lo que, pese a estar permitida por la ley, y ser ordenada y ejecutada por las autoridades, resultaba incompatible con la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Esa pena es una forma de tortura. El Relator Especial de Tortura de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU ha manifestado que las sanciones legítimas son aquellas ampliamente aceptadas como tales por la comunidad internacional, como sucede con la privación de la libertad. Por el contrario, no puede considerarse legítima la imposición de castigos tales como la lapidación, los azotes o la amputación.

            Además, la Corte hizo notar el “gran impacto físico y emocional” ocasionado en el condenado por la pena de flagelación que se le impuso, así como “el sufrimiento que experimentó en los momentos inmediatamente precedentes a recibirla”. El dolor y el daño físico “fueron exacerbados por la angustia, el estrés y el miedo padecidos durante el periodo en que el condenado estuvo esperando en la cárcel”.

            Concluyo. En relación con el primer caso, aun si las condiciones de detención fuesen confortables, la sola espera en cautiverio de la propia ejecución resulta, por sí misma y en todos los casos, más que un trato cruel, inhumano o degradante: es, por el mayúsculo dolor síquico que produce, una tortura. Por lo que toca al segundo caso, el estrés, la angustia y el miedo que provocó al condenado la espera a ser azotado no son comparables, así los azotes fuesen con el gato de nueve colas, al sufrimiento inimaginable con que se espera la pena de muerte. Además, la Corte asumió la tesis del Relator Especial de Tortura de que sanciones legítimas son aquellas ampliamente aceptadas por la comunidad internacional. La pena de muerte no entra en esa categoría: la mayoría de los países la ha abolido. No existe en Oceanía; en Europa sólo Bielorrusia la conserva.

            Por ende, la Corte Interamericana debe considerar toda condena a la pena de muerte como tortura y, por tanto, declararla en cualquier caso inaceptable, ya que la Convención Americana sobre Derechos Humanos prohíbe absolutamente toda forma de tortura.