Un pedazo de noche1

Juan Rulfo

Alguien me avisó que en el callejón de Valerio Trujano había un campo libre, pero que antes de conseguirlo tenía que dejarme “tronar la nuez”. No quiero decir en qué consistía aquello, porque todavía, calculando que no me quede ni un pedazo de vergüenza, hay algo dentro de mí que busca desbaratar los malos recuerdos.

            Yo estaba entonces en mis comienzos. Apenas unos días antes había agarrado la cuerda, cuando las muchachas de Trojano me dieron la oportunidad, haciéndome un campito a su alrededor. Y a pesar del contrapeso que era tener siempre delante de una al sujeto que tronaba las nueces; a riesgo de estar viendo a todas horas su cara seca y sus ojos sin zumo y sin pestañas y su carcaje huesudo, era mucho mejor estar aquí, trabajando en chorcha, que andar derramada por las calles.

            Además, en Valerio Trujano se me desterró el miedo. Al cabo de dos o tres semanas ya no lo sentí, como si se hubiera dado cuenta de que conmigo salía sobrando. Y aunque en muchas ocasiones noté sus temblores, procuraba esconderse cuando veía mis necesidades, tal vez y seguramente por miedo a que lo mandara a vivir solo, porque el miedo es la cosa que más miedo le tiene a la soledad, según yo sé.

            Así en esas andanzas, fue cuando conocí al que después fue mi marido…

            Una noche se me acercó un hombre. Esto no tenía importancia, pues para eso estaba yo allí, para que me buscaran los…

            (Claudio Marcos) —Yo a ti ya te había echado el ojo— siguió diciendo. —Pero no me animaba a hablarte. Con esa cara no pareces de la misma raza que las otras. Si hasta creí que andarías por estos barrios nomás de visita.

            —Bueno, ¿adónde vamos?— pregunté yo. Él no hizo caso. Siguió caminando sin dejar de hablar.

            —Lo mejor es que lleves al niño con su madre— le dije.

            —No ganaríamos nada con eso— respondió. —No es ella la que le da de mamar.

            Torcimos por una calle plana, desalumbrada. Al entrar a la placita de Los Ángeles, un policía alcanzó a conocerme: —No te desparrames, Olga— dijo.

            —¿A quién le dicen así?— me preguntó Claudio Marcos.

            —A mí.

            —¿No que te llamabas Pilar?

            —Da lo mismo un nombre que otro. Para lo que sirve— le contesté, ya media fastidiada. —Lo que tenemos que hacer es regresarnos, ando lejos de mi zona.

            Llegamos al jardín de Santiago y nos sentamos en una banca.

            El chiquillo se había dormido sobre mis hombros. Y aunque casi no pesaba de tan flaco, de cualquier manera no hallaba cómo deshacerme de él. No me explicaba tampoco por qué razón seguía yo allí, y mucho menos me pasaba por la cabeza que fuéramos a acostarnos juntos, con aquel recién nacido en medio de nosotros. Con todo, el hombre no daba trazas de terminar la plática.

            —Oiga— le dije, poniéndome seria —este niño debía estar ya dormido en su cama. Haría bien en llevárselo. Y si la madre no le da de mamar, pues hágalo usted, aunque sea nada más por consideración.

            —¿Crees que ya es hora de que le toque?

           —Yo no sé— le contesté. —Pero por lo flaco que está, pienso que no ha probado bocado en toda su vida.

            —Ah, no. Eso sí que no. En eso sí que no estoy de acuerdo. El niño come. Y come un resto. Nada menos hoy al mediodia se zampó media docena de tortillas. También le gusta el chile y el caldito de frijoles. Todo eso se come. Ahora que si tú no me crees, vamos a algún lado. Aquí traigo cincuenta pesos. Entramos a un merendero y pedimos cincuenta pesos de cosas y nos las comemos entre los tres. ¿Quieres?

            La verdad es que yo tenía hambre. Nos metimos a la primera tortería que encontramos. Ya allí, entre tanta gente, entre el olor agarroso del chorizo frito, se me olvidó lo que andaba haciendo con aquel fulano que tenía enfrente. Y se me ocurrió pensar que a él se le había olvidado hacía rato el motivo por el que me levantó de la calle.

            Comimos. Él, aparte de lo suyo, pidió un vaso de leche y unas semitas.

            Sentó al niño en sus piernas y le fue dando un bocado tras otro remojado en leche. Cuando dio fin a la primera semita, tomó otra y así siguió con la tercera. El niño mordisqueaba con su único diente hasta ir achicando el pan, luego amasaba el migajón granuloso y de pronto se lo tragaba de un tirón.

            —¿Ya ves cómo ni se atraganta?— me decía aquel sujeto riéndose. —Sus padres le hicieron el cogote así de grande a fuerza de embutirle, desde recién hecho, cuanta botana les daban en las cantinas. Y no cabe duda que sirve de mucho tener el cogote de este tamaño.

            —Ya que estamos en esto— le dije, —¿qué demontres andas hacienda tú con ese muchacho, si tiene madre que se encargue de cuidarlo?

            —¿Te refieres a mi comadre Flaviana?

            —No sé a cuál de todas tus comadres me refiero. Pero a mí no me va a ir muy bien esta noche. No ganaré ni para vergüenzas.

            —Pienso pagarte. ¿O qué quieres que lo haga por adelantado?

            —No— le dije, —lo que quiero es ir a cuidar mi pedazo de pared. Tal vez esté algún amigo esperándome.

            En realidad, tenía miedo del “quiebranueces”. Tanto por haberme dejado ver con aquel cliente del niño, que de seguro era ir contra las reglas, como por la idea que ha de haber tenido de mí, pensando que le quise meter un cachirul. Y luego estaba lo del impuesto del día, que jamás perdonaba, así una estuviera vomitando sangre.

            El que decía llamarse Claudio Marcos también se había quedado pensativo. Luego dijo:

            —Soy sepulturero. ¿No te asustas si te digo que soy sepulturero? Pues bien, eso soy yo. Y nunca he dicho que con ese trabajo no gano ni para vergüenzas. Es como cualquier otro. Con la ventaja de darse muy seguido el gusto de enterrar a la gente. Te digo esto porque tú, igual que yo, debes odiar a la gente. Tal vez mucho más que yo. Y sobre este asunto quisiera darte un consejo: nunca quieras a nadie. Deja en paz esa cosa con que se quiere a los demás. Me acuerdo que yo tuve una tía a quien quise mucho. Se murió de repente, cuando yo estaba más encariñado con ella, y lo único que conseguí con todo eso fue que el corazón se me llenara de agujeros.

            Lo oía. Pero eso no me quitaba del pensamiento al “quiebranueces” con sus ojos hundidos y como mudos. Mientras aquí, este tipo me estaba platicando que odiaba a media humanidad y que era muy bonito saber cómo enterraría uno a uno a los que él veía a diario. Y que cuando alguien de aquí o de por allá le decía o le hacía alguna maldad, él no se enojaba; pero callada la boca se prometía dejarlos quietos una temporada muy larga cuando cayeran en sus manos.

            —…No, no me dan pena los muertos, y mucho menos los vivos. Desde hace quince años acabé con eso. Al principio, me entristecía mucho cuando a raíz de sepultar a la madre de un montón de hijos, ellos se soltaban dando unos alaridos espantosos, y se abrazaban al cajón como ladillas sin que fuera suficiente la fuerza de tres ni cuatro hombres para despegarlos. Me ha tocado asistir a infinidad de casos por el estilo. Pero ahora eso ya se murió. Cuando uno es sepulturero hay que enterrar la lástima con cada muerto que uno entierra.

            —…Los vivos son los que son una vergüenza. ¿No lo crees tú así? Los muertos no le dan guerra a nadie; pero lo que es los vivos, no encuentran cómo mortificarle la vida a los demás. Si hasta se medio matan por acabar con el corazón del prójimo. Con eso te digo todo. En cambio, a los muertos no hay por qué aborrecerlos. Son la gran cosa. Son buenos. Los seres más buenos de la tierra.

            —Salgamos fuera— le dije. —Me siento sofocada. Vamos a donde nos dé el aire.

            Cuando estuvimos en la calle, todavía nos siguió por un rato el humo rancio de las fritangas. El había escondido al niño debajo del saco, seguramente para protegerlo del viento de la noche.

            —Ahorita que te levantaste, me acordé de una cosa— dijo.

            —De que mi comadre Flaviana no tiene nada aquí— siguió diciendo, mientras se tallaba el pecho. —Ahora que si los tuviera como tú, a lo mejor estarían llenos de pulque, así que no le servirían de ningún modo para engordar a una criatura.

            Entonces yo le pregunté si no tenía él por costumbre aprovecharse de la tal Flaviana cuando su compadre pasaba las noches enteras en la cantina. Luego luego me respondió que no. Porque no había modo, pues ella no se separaba nunca del marido.

            —Los dos se emborrachan juntos y por todas partes andan juntos, hasta que se les cae o se les pierde la memoria a los dos por igual.

            Casi no lo oía. Pensé ir a dormir. Pero a él se le ocurrió que nos arrinconáramos un rato a la entrada de cualquier zaguán, donde estuviéramos solos y como fuera de este mundo:

            —Me haré a la idea de que te soñé— dijo-. —Porque la verdad es que te conozco de vista desde hace mucho tiempo, pero me gustas más cuando te sueño… Entonces hago de ti lo que quiero. No como ahora que, como tú ves, no hemos podido hacer nada.

            Ya casi era de día. Olía a día, aunque la tierra, las puertas y las casas seguían a oscuras.

            El sueño me hizo cruzar la calle y buscar algún hotel. El hombre se vino tras de mí. Me detuvo:

            —¿Te debo algo?

            —No, nada— le contesté.

            —Te hice perder tu tiempo. Debes cobrarme lo que sepas cobrar por una noche.

            Me zafé de él. Abrí la puerta y busqué el primer cuarto desocupado. Me eché vestida sobre la cama, apreté los ojos y aflojando el cuerpo, me fui quedando dormida. Alguien rasguñaba la calle con una escoba. Alguien aquí dentro preguntó: —¿Nos volveremos a ver algún día? Me quedaron ganas de platicar contigo.

            Sentí que se sentaba al pie de la cama…

            Es el mismo que está sentado ahora al borde de mi cama, en silencio, con la cabeza entre las manos. Acaba de despegarse de las rejas de la ventana donde acostumbra pasar las noches esperando mi regreso. Me ha dicho muchas veces que no soy yo la que llega a estas horas, que nunca acabaremos por encontrarnos:

            —…o tal vez sí— dice; —quizá cuando te asegure bajo tierra el día que me toque enterrarte.

            Lo que él no sabe es que quiero dormir. Que estoy cansada. Parece como si se le hubiera olvidado el trato que hicimos cuando me casé con él: que me dejaría descansar; de otra manera acabaría por perderse entre los agujeros de una mujer desbaratada por el desgaste de los hombres… Ω

[1] Publicado por primera vez en la Revista Mexicana de Literatura, nueva época, núm. 3, México, septiembre de 1959, con esta fecha al pie: Enero, 1940. Luego fue incluido en Rulfo, Juan, Obra completa, Biblioteca Ayacucho, vol. XIII, Venezuela, 1977.