Verte de nuevo

No hay día que no te recuerde y no desee con toda el alma verte de nuevo. Me gustaría que conversáramos largamente sobre todas las cosas que se nos antojara, bebiendo una botella de whisky o de vodka bien helado, o unas de esas cubas con mucho limón y hielo que tanto gozabas

            Ya muy tarde me di cuenta de que no nos dimos tiempo suficiente para charlar, conocernos mejor, contarnos secretos, compartir inquietudes y sueños. No obstante, nos transmitíamos incesantemente, sin decírnoslo nunca, una mutua corriente de afecto. Cómo me entusiasmaría que pudieras de vez en cuando obtener permiso para regresar aunque fuera un solo día. O una noche, preferentemente una noche de viernes, para desvelarme contigo hasta muy tarde, hasta que el sueño me venciera, sin la preocupación de tener que levantarme temprano a la mañana siguiente.

            Lo que más te gustaría si regresaras es conocer a Güichito. Quedarías fascinado con su sonrisa, su alegría, sus bromas, sus travesuras, su afectuosidad, su chispa. No te cansarías de jugar con él, de observarlo, de escuchar sus interminables y agudas preguntas. Disfrutaríamos con él las canciones de Cricrí. Le encantan tanto como a mí desde la primera vez que las escuché.

            Con que sólo vinieras una noche yo estaría jubiloso, pero si estuvieras aquí varios días o me visitaras varias veces iríamos al box, a la lucha libre, al hipódromo, al frontón (¡sí, lo reabrieron!), al centro de la ciudad, a comer cabrito y churros, al bosque, al campo, a la playa, a los cabarets que tanto te gustaban y a los que preferías no invitarme.

            Te entristecería ver cómo está mi mamá. No ve ni camina, casi no come (acuérdate lo comelona que era), frecuentemente no escucha y está sin estar. Sus mejores momentos son cuando convive con sus fantasmas, con mi tía Emma o mi tío Sergio, quienes la llevan al mercado a tomar un jugo y a comer gorditas. Pero en ocasiones dice que ya está muerta, que se lo dijo Dios, y entonces cierra los ojos y los oídos.

            Pero tú estarías bien porque allá de donde vendrías, así quiero creerlo, no sólo ya no hay deterioro, sino que se accede a un estado de pleno bienestar. Allí ya no puede haber enfermedades ni decrepitud. Hasta podríamos jugar tenis o andar en bicicleta juntos otra vez.

            Yo te diría que nunca quise incomodarte con mis rebeldías. Sentía la necesidad de reafirmarme, de abrirme camino por mí mismo —como si hubiese anclado toda la vida en la adolescencia y necesitara vencer constantemente mis inseguridades—, y nunca tuve duda de que con haberme educado y dado la oportunidad de estudiar habías cumplido tu deber conmigo.

            Lo que más te agradezco es tu ejemplo de integridad y de generosidad, tu buena índole y el afecto ilimitado que me prodigaste. Como no querías —nunca lo quisiste— causarme la menor molestia, al iniciarse la persecución en tu contra me pediste lo imposible: que no me metiera en eso. Sin embargo, sabías bien que no te dejaría solo porque siempre has sabido, y así me lo enseñaste, que, por decirlo con palabras de Arturo Pérez Reverte, “hay cosas que ningún hombre puede tolerar, aunque le vaya la vida en ello, o justamente porque le va en ello más que la vida”.

            En aquella época supe quiénes eran los verdaderos amigos. Los demás se alejaron. Siempre es bueno descubrir quiénes son los amigos verdaderos. A todos los que nos dieron muestras de cariño y solidaridad más allá de lo que por los vínculos de parentesco o amistad podía esperarse, siempre les estaré agradecido, sobre todo a Bere, quien, multiplicándose, en todo momento estuvo al pendiente de ti. Saberte querido y saberte inocente te mantuvo vivo.

            Cuando te fuiste, envejecí de golpe. Comprendí que ya nada sería igual. Ya no estarías ni en mis momentos de alborozo ni en los amargos, como cuando aquella noche me visitó el ángel negro y tu sola presencia me confortó y me hizo sentir invulnerable.

            Cómo te reirías al ver que tus cenizas están en la casa, en una cajita en la cual se recarga una fotografía tuya en la que luces alegre y animado. Algunas noches la acerco después de abrir una botella de vino, brindo contigo, te hablo en silencio —quisiera también oírte— y me felicito de que seas mi padre. Me asombra que hayan pasado diez años.