Juan Rulfo
Alguien me avisó que en el callejón de Valerio Trujano había un campo libre, pero que antes de conseguirlo tenía que dejarme “tronar la nuez”. No quiero decir en qué consistía aquello, porque todavía, calculando que no me quede ni un pedazo de vergüenza, hay algo dentro de mí que busca desbaratar los malos recuerdos.
Yo estaba entonces en mis comienzos. Apenas unos días antes había agarrado la cuerda, cuando las muchachas de Trojano me dieron la oportunidad, haciéndome un campito a su alrededor. Y a pesar del contrapeso que era tener siempre delante de una al sujeto que tronaba las nueces; a riesgo de estar viendo a todas horas su cara seca y sus ojos sin zumo y sin pestañas y su carcaje huesudo, era mucho mejor estar aquí, trabajando en chorcha, que andar derramada por las calles. Sigue leyendo