Fue la superación de lo que parecía imposible. El Guadalajara estaba increíblemente ubicado en penúltimo lugar de la porcentual. El fantasma del descenso acechaba.
Los demás equipos fueron favorecidos con una insólita reforma estatutaria que les permitió alinear hasta diez extranjeros por partido. Las Chivas no podían hacerlo: la razón de la magia inagotable del Rebaño Sagrado está por sobre todas las cosas —más aun que en la evocación de la epopeya de hace más de medio siglo cuando ganó cuatro campeonatos consecutivamente y seis de siete— en que en sus más de 100 años de historia ha jugado exclusivamente con jugadores mexicanos. Esa tradición entrañable no se puede traicionar.
Así, un cuadro formado sólo con nacionales, que sentía ya muy cerca las llamas del infierno, enfrentaba, sigue enfrentando, el desafío de competir con escuadras formadas casi por completo por estrellas de otros países: una desventaja descomunal. Y jugaba mal. Llegaban uno tras otro diversos directores técnicos y todos fracasaban. Ver los juegos del Guadalajara era un tormento para sus seguidores.
Entonces arribó Matías Almeyda, exjugador argentino muy destacado y querido. Dijo que no se trataba únicamente de salvar al Rebaño del descenso, sino de revivir su grandeza. Almeyda sabía lo que era escapar del hades: venció al alcoholismo al que lo había arrastrado la nostalgia por los estadios tras retirarse de las canchas, y condujo como director técnico al River Plate —su antiguo equipo, que había bajado a la segunda división— de regreso a la división mayor.
No se sabe cómo lo consiguió, pero, no obstante el peso abrumador de las circunstancias, Almeyda devolvió a las Chivas la moral alta, la esperanza en sus propias posibilidades. Les mostró que eran capaces de la abolición de lo irremediable, les insufló la vocación de triunfo, les hizo recordar el pasado glorioso del Guadalajara legendario.
El Rebaño empezó a ganar, clasificó a las liguillas, ganó dos torneos de copa, pero faltaba el máximo trofeo, el de liga, que no conquistaba desde hacía 11 años. A pesar de que en este último campeonato la mala fortuna se ensañó con las Chivas, pues por lesiones nunca pudieron contar con todos sus jugadores, de nuevo obtuvieron boleto a la fiesta grande, a la que llegaron con medio equipo malherido y lejos de su mejor nivel: en sus más recientes partidos se les habían negado la victoria e incluso el gol.
En la liguilla, el Guadalajara eliminó al Atlas y al Toluca, y así llegó a la final ante el campeón, los poderosos Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León, a los que todo el mundo hacía favoritos porque las cifras eran elocuentes: en los últimos nueve juegos habían anotado 25 goles en tanto que las Chivas sólo cinco; los Tigres ganaron todos esos partidos mientras que el Rebaño había olvidado desde hacía varias jornadas lo que era el triunfo.
Pero el Guadalajara jugó los dos partidos de la final con talento, temple y, sobre todo, coraje, virtud que en ocasiones memorables posibilita lo que a priori parecía inalcanzable. Las Chivas ponían toda el alma en cada jugada. Estaban encendidas por un fuego interior que las impulsaba a afrontar las peripecias del juego con el fulgor imbatible de la determinación. Fueron muy superiores a su rival, aunque el triunfo estuvo impregnado de dramática incertidumbre: pendió de un hilo hasta el último segundo. Eso lo hizo más gozoso.
El duodécimo campeonato del Rebaño, tras la insoportablemente larga sequía, no es sólo, ni principalmente, una victoria deportiva: es, sobre todo, una proeza espiritual, la consecución de lo improbable, la reafirmación del mito en que el Guadalajara se convirtió desde hace más de medio siglo, reafirmación especialmente significativa en estos tiempos en los que está de moda la obsesión por desmitificar, estúpido afán de rebajamiento de lo más maravilloso de nuestros sueños, los que nos impulsan a desplegar lo más inaudito de nuestras potencialidades. Los partidarios más viejos de las Chivas temíamos que ya no tendríamos el júbilo de otro campeonato. El domingo nos reconciliamos con los dioses.