“Todo gesto de coraje —dice Albert Camus— es el gesto de rebeldía de un hombre que dice no”. Coraje es una palabra que proviene del vocablo latino corazón, y significa precisamente —puntualiza Fernando Savater— “tener un corazón grande y fuerte”.
En la templada noche veraniega, después de haber estado patinando junto al Tate Modern, Ignacio Echeverría y sus amigos Guillermo y Javier pedaleaban sus bicicletas buscando un lugar donde cenar. La escena que vieron los hizo frenar intempestivamente: un hombre estaba golpeando con ferocidad a un policía desarmado. El casco del agente había caído sobre su cara mientras recibía los puñetazos. Pero en realidad eran puñaladas.
Cuando el policía quedó inmóvil el agresor se lanzó contra una mujer. Era evidente que se trataba de un tipo peligroso si había dejado fuera de combate al agente. No obstante, al ver a la mujer agredida, Ignacio intervino: bajó de la bicicleta y golpeó con su patineta al atacante. Su coraje —su corazón grande y fuerte— no se arredró ante el riesgo.
Varios viandantes se pusieron a salvo en esos momentos. Segundos después otro de los yihadistas apuñaló por la espalda a Ignacio, quien no sabía que el atacante al que enfrentaba era parte de un trío de terroristas.
Sus dos amigos quizás estuvieron tentados a defenderlo. Cada uno traía consigo una patineta. Pero se percataron de que los terroristas estaban armados con cuchillos y optaron por escapar corriendo. Era la reacción natural conminada por el instinto de conservación. Cualquiera que se quedara en ese sitio era una víctima potencial.
Seguramente al alejarse sintieron alivio, pero es probable que también, además de alivio, hayan sentido vergüenza. No sé qué pasó por su cabeza. Tal vez una parte de su corazón hubiera deseado no huir, seguir el ejemplo del amigo. Pero la fría razón les consolaba: habían obrado con prudencia, no se puede encarar con una patineta a asesinos provistos de armas punzocortantes.
No cualquiera puede ser héroe. El héroe actúa con un valor que sobrepasa toda expectativa. Es un personaje que parece irreal y nos hipnotiza, como el príncipe de los cuentos de hadas que por rescatar a su amada enfrenta sólo con su espada al dragón que escupiendo fuego impide llegar a ella.
Imagino la escena con inevitable escalofrío: Ignacio baja de la bicicleta para defender a una mujer. A una mujer que no es su mujer, ni su madre, ni su hija, ni su hermana, ni su maestra más admirada, ni su amiga más querida. A una mujer que no conoce, pero de quien sabe que está en grave peligro.
No hay tiempo, previamente a esa conducta, de deliberación ni de cálculo de las posibilidades de éxito en la defensa. La demás gente huye del lugar para ponerse a salvo. Ignacio enfrenta al agresor armado sólo con su patineta y su corazón grande y fuerte.
Tiene 39 años, un empleo envidiable; vive en Londres, una ciudad fascinante; habla cuatro idiomas, es tímido y reservado, pero alegre; es sensible, generoso y sonriente, disfruta la vida, quiere seguir disfrutándola, por supuesto. Esa noche se había relajado patinando y se disponía a disfrutar de una buena cena. La vida le sonreía.
Al ver que la mujer está en un terrible apuro, su buena índole le hace reaccionar defendiéndola. Repito: no tuvo tiempo de someter su resolución a deliberación o cálculo previos. Reaccionó impulsado por el coraje, es decir —de nuevo Camus— por el gesto de rebeldía de un hombre que dice no.
El gesto de Ignacio es como el gesto de Teseo desafiando al Minotauro o el de Perseo retando a las gorgonas. Es un gesto trágico, inaudito. Es el gesto de un héroe.
Es muy probable que al plantarse frente al terrorista estuviera muerto de miedo —como sus dos amigos, como toda la gente que corrió para ponerse a salvo—, pero también estaba más vivo que nunca, respondiendo a lo que el corazón le dictaba.
Si yo hubiera estado allí, me habría gustado actuar como Ignacio, pero sin haber muerto: quedar vivo para recordar ese episodio como una alucinación y, sobre todo, porque vivir me parece maravilloso. Sí, me habría encantado actuar como Ignacio, pero no puedo asegurar que me hubiera atrevido. En un instante así actuamos como el corazón nos lo susurra al oído