Por Luis de la Barreda Solórzano
8 de septiembre de 2022
El artículo 1º de
la Constitución no deja lugar a dudas: las normas relativas a derechos humanos
se deben interpretar de conformidad con la propia ley fundamental y los
tratados internacionales de la materia favoreciendo la protección más amplia a
los derechos de las personas. Es lo que en la doctrina jurídica se conoce como
el principio pro persona.
No hay, pues,
tratándose de normas que se refieren a derechos humanos, una jerarquía a priori
entre la Constitución y los tratados internacionales suscritos por nuestro
país: son aplicables, de acuerdo con el artículo 1º constitucional, las
disposiciones que mejor protegen tales derechos. Si éstos quedan más protegidos
en las normas de un tratado, se deben aplicar éstas, aplicación que no
transgrede la Constitución, sino acata lo dispuesto en su primer artículo.
La Suprema Corte de
Justicia aún no ha perdido la oportunidad, de esas que son infrecuentes, de
hacer valer su calidad de tribunal constitucional defensor de los derechos
humanos. El Presidente ha ejercido sobre los ministros una presión impropia de
un gobernante respetuoso del Estado de derecho y el principio de la división de
poderes —él no lo es—, y el asunto de la prisión preventiva oficiosa se
encuentra en suspenso. Según se ha anunciado, hoy será la votación.
Entre los
innumerables casos de presos sin sentencia, dos de ellos, el de Alejandra
Cuevas —privada de la libertad durante 528 días, acusada por el odio de un
poderoso de un delito que no existe en la legislación mexicana— y el de Israel
Vallarta —en prisión desde hace casi 17 años, víctima de rocambolescas
violaciones al debido proceso— debieran bastar para que los ministros reflexionen
sobre el atropello de tener encarcelados a inculpados sin fundamento legal, sin
verdaderas pruebas y/o por una eternidad, en lugar de sujetarlos a otras
medidas cautelares, incluso, si es necesario, a vigilancia policiaca constante,
menos onerosa que mantenerlos en la cárcel.
No se trata de
abolir la prisión preventiva, sino de reducirla a su mínima expresión, es
decir, limitarla, fuera cual fuere el delito imputado, a los casos en que el
artículo 19 de la Constitución exige que el juez la justifique: cuando otras
medidas cautelares no sean suficientes para garantizar la comparecencia del
imputado en el juicio, el desarrollo de la investigación, la protección de la
víctima, de los testigos o de la comunidad, así como cuando el imputado esté
siendo procesado o haya sido sentenciado previamente por la comisión de un
delito doloso.
En las cárceles
mexicanas se hacinan 92,000 presos sin sentencia. La privación de la libertad
de estos presos es una pena sin condena. Algunos de ellos quizá deban estar en prisión
preventiva porque se encuentran en alguna de las situaciones señaladas en el
párrafo anterior, pero otros muchos podrían enfrentar su proceso en libertad.
Mucha gente supone
que si un imputado no es encarcelado preventivamente, el delito quedará impune.
Es una creencia arraigada. Pero sin sentencia condenatoria, ese imputado aún no
puede considerarse culpable, y la escandalosa impunidad que padece nuestro país
obedece a la terrible ineficacia de las procuradurías de justicia, tanto en el
fuero federal como en el fuero común.
Como advierte Jorge
Castañeda, sería inverosímil que no tuviese impacto en la votación de los
ministros lo que le hicieron a su colega Eduardo Medina Mora, que renunció a la
Suprema Corte probablemente para librar la amenaza de prisión preventiva
oficiosa sin que jamás existiera acusación ni se conocieran pruebas en su
contra (“Las presiones funcionaron”, Nexos, 6 de septiembre).
El autoritarismo se
ha abierto paso en nuestro México con la colaboración de quienes, por falta de
coraje o por ceder a la intimidación, se abstienen de echar mano de los
instrumentos que les permitirían ser contrapeso del poder abusivo del gobierno.
Fuente:
https://www.excelsior.com.mx/opinion/luis-de-la-barreda-solorzano/prision-sin-condena/1538263
(30/09/22)