«Papá, explícame
para qué sirve la historia», pedía hace algunos años a su padre, que era
historiador, un muchachito allegado mío. Quisiera poder decir que este libro es
mi respuesta. Porque no alcanzo a imaginar mayor halago para un escritor que
saber hablar por igual a los doctos y a los escolares. Pero reconozco que tal
sencillez solo es privilegio de unos cuantos elegidos. Por lo menos conservaré
aquí con mucho gusto, como epígrafe, esta pregunta de un niño cuya sed de saber
acaso no haya logrado apagar de momento. Algunos pensarán, sin duda, que es una
fórmula ingenua; a mí, por el contrario, me parece del todo pertinente. El
problema que plantea, con la embarazosa desenvoltura de esta edad implacable,
es nada menos que el de la legitimidad de la historia.
Ya tenemos, pues,
al historiador obligado a rendir cuentas. Pero no se aventurará a hacerlo sin
sentir un ligero temblor interior: ¿qué artesano, envejecido en su oficio, no
se ha preguntado alguna vez, con un ligero estremecimiento, si ha empleado
juiciosamente su vida? Mas el debate sobrepasa en mucho los pequeños escrúpulos
de una moral corporativa, e interesa a toda nuestra civilización occidental.
Porque contra lo
que ocurre con otros tipos de cultura, ha esperado siempre demasiado de su
memoria. Todo lo conducía a ello: la herencia cristiana como la herencia
clásica. Los griegos y los latinos —nuestros primeros maestros— eran pueblos
historiógrafos. El cristianismo es una religión de historiadores. Otros
sistemas religiosos han podido fundar sus creencias y sus ritos en una
mitología más o menos exterior al tiempo humano. Por libros sagrados, tienen
los cristianos libros de historia, y sus liturgias conmemoran, con los
episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los
santos. El cristianismo es además histórico en otro sentido, quizá más
profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino de la humanidad
representa, a sus ojos, una larga aventura, de la cual cada destino, cada
«peregrinación» individual, ofrece, a su vez, el reflejo; en la duración y, por
lo tanto, en la historia, eje central de toda meditación cristiana, se
desarrolla el gran drama del Pecado y de la Redención. Nuestro arte, nuestros
monumentos literarios, están llenos de los ecos del pasado; nuestros hombres de
acción tienen constantemente en los labios sus lecciones, reales o imaginarias.
Convendría, sin
duda, señalar más de un matiz en la psicología de los grupos. Hace mucho tiempo
que lo observó Cournot; eternamente inclinados a reconstruir el mundo sobre las
líneas de la razón, los franceses en conjunto viven sus recuerdos colectivos
con mucha menor intensidad que los alemanes, por ejemplo. Es también indudable
que las civilizaciones pueden cambiar; no se concibe, como hecho en sí, que la
nuestra no se aparte un día de la historia. Los historiadores deberán
reflexionar sobre ello. Porque es posible que, si no nos ponemos en guardia, la
llamada historia mal entendida acabe por desacreditar a la historia mejor
comprendida. Pero si llegáramos a eso alguna vez, sería a costa de una profunda
ruptura con nuestras más constantes tradiciones intelectuales.
De momento en esta
cuestión no hemos pasado todavía de la etapa del examen de conciencia. Cada vez
que nuestras estrictas sociedades, que se hallan en perpetua crisis de
crecimiento, se ponen a dudar de sí mismas, se las ve preguntarse si han tenido
razón al interrogar a su pasado o si lo han interrogado bien. Leed lo que se
escribía antes de la guerra, lo que todavía puede escribirse hoy: entre las
inquietudes difusas del tiempo presente oiréis, casi infaliblemente, la voz de
esta inquietud mezclada con las otras. En pleno drama me ha sido dado recoger
el eco espontáneo de ello. Era en junio de 1940, el mismo día, si mal no me
acuerdo, de la entrada de los alemanes a París. En el jardín normando en que
nuestro Estado Mayor, privado de fuerzas, arrastraba su ocio, remachábamos
sobre las causas del desastre: «¿Habrá que pensar que nos ha engañado la
historia?», murmuró uno de nosotros. Así la angustia del hombre hecho y derecho
se unía, con su acento más amargo, a la sencilla curiosidad del jovenzuelo. Hay
que responder a una y a otra.
Sin embargo,
conviene saber qué quiere decir esa palabra «servir». Pero antes de examinarla
quiero agregar unas palabras de excusa. Las circunstancias de mi vida presente,
la imposibilidad en que me encuentro de usar una gran biblioteca, la pérdida de
mis propios libros, me obligan a fiarme demasiado de mis notas y de mis
experiencias. Con demasiada frecuencia me están prohibidas las lecturas
complementarias, las verificaciones a que me obligan las leyes mismas del
oficio del que me propongo describir las prácticas. ¿Podré, algún día, llenar
estas lagunas? Temo que nunca del todo. A este respecto, no puedo menos de
solicitar indulgencia del lector y, diría, «declararme culpable», si ello no
implicara echar sobre mí más de lo que es justo, las faltas del destino.
Es verdad que,
incluso si hubiera que considerar a la historia incapaz de otros servicios, por
lo menos podría decirse en su favor que distrae. O, para ser más exacto —puesto
que cada uno busca sus distracciones donde quiere—, que así se lo parece a gran
número de personas. Personalmente, hasta donde pueden llegar mis recuerdos,
siempre me ha divertido mucho. En ello no creo diferenciarme de los demás
historiadores que, si no es por esta, ¿por qué razón se han dedicado a la
historia? Para quien no sea un tonto de marca mayor, todas las ciencias son
interesantes. Pero cada sabio solo encuentra una cuyo cultivo le divierte.
Descubrirla para consagrarse a ella es propiamente lo que se llama vocación.
Por sí mismo, por
lo demás, este indiscutible atractivo de la historia merece ya que nos
detengamos a reflexionar.
Ante todo, como
germen y como aguijón, su papel ha sido y sigue siendo capital. Antes que el
deseo de conocimiento, el simple gusto; antes que la obra científica plenamente
consciente de sus fines, el instinto que conduce a ella: la evolución de
nuestro comportamiento intelectual abunda en filiaciones de esta clase. Hasta
en terrenos como el de la física, los primeros pasos deben mucho a las
«colecciones de curiosidades». Hemos visto, incluso, figurar a los pequeños
goces de las antiguallas en la cuna de más de una orientación de estudios, que
poco a poco se ha cargado de seriedad. Esa es la génesis de la arqueología y,
más recientemente, del folklore. Los lectores de Alejandro Dumas no son,
quizás, sino historiadores en potencia, a los que solo falta la educación
necesaria para darse un placer más puro, y, a mi juicio, más agudo: el del
color verdadero.
Si, por otra parte,
este encanto está muy lejos de acabarse, en cuanto da principio la
investigación metódica, con sus necesarias austeridades; si, entonces, por el
contrario —como pueden testimoniar todos los verdaderos historiadores—, gana
todavía en vivacidad y en plenitud, nada hay en ello que, en cierto sentido, no
valga para cualquier trabajo del espíritu. La historia, sin embargo, tiene
indudablemente sus propios placeres estéticos, que no se parecen a los de
ninguna otra disciplina. Ello se debe a que el espectáculo de las actividades
humanas, que forma su objeto particular, está hecho, más que otro cualquiera,
para seducir la imaginación de los hombres. Sobre todo cuando, gracias a su
alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se atavía con las
sutiles seducciones de lo extraño. El gran Leibniz nos lo ha confesado: cuando
pasaba de las abstractas especulaciones de las matemáticas, o de la teodicea, a
descifrar viejas cartas o viejas crónicas de la Alemania imperial, sentía, como
nosotros, esa «voluptuosidad de aprender cosas singulares». Cuidémonos de
quitar a nuestra ciencia su parte de poesía. Cuidémonos, sobre todo, como he
descubierto en el sentimiento de algunos, de sonrojarnos por ello. Sería una
formidable tontería pensar que por tan poderoso atractivo sobre la
sensibilidad, tiene que ser menos capaz también de satisfacer a nuestra
inteligencia.
Pero si esa
historia a la que nos conduce un atractivo que siente todo el universo no
tuviera más que tal atractivo para justificarse; si no fuera, en suma, más que
un amable pasatiempo como el bridge o la pesca con anzuelo, ¿merecería que
hiciéramos tantos esfuerzos por escribirla? Por escribirla, según lo entiendo
yo, honradamente, verídicamente, y yendo en la medida de lo posible hasta los
resortes más ocultos, es decir, difícilmente. El juego —escribió André Gide— no
nos está ya permitido hoy; ni siquiera el de la inteligencia, añadía. Esto se
escribía en 1938. En 1942, año en que me ha tocado escribir, ¡el propósito
adquiere un sentido todavía más grave! A buen seguro, en un mundo que acaba de
abordar la química del átomo, que comienza a sondear apenas el secreto de los
espacios estelares, en nuestro pobre mundo que, justamente orgulloso de su
ciencia, no logra, sin embargo, crearse un poco de felicidad, las largas
minucias de la erudición histórica, harto capaces de devorar toda una vida,
merecerían ser condenadas como un absurdo derroche de energías casi criminal si
no condujeran más que a revestir con un poco de verdad uno de nuestros
sentimientos. O será preciso desaconsejar el cultivo de la historia a todos los
espíritus susceptibles de emplear mejor su tiempo en otros terrenos, o la
historia tendrá que probar su legitimidad como conocimiento.
Pero aquí se
plantea una nueva cuestión: ¿Qué es justamente lo que legitima un esfuerzo
intelectual?
Me imaginé que
nadie se atrevería hoy a decir, con los positivistas de estricta observancia,
que el valor de una investigación se mide, en todo y por todo, según su aptitud
para servir a la acción. La experiencia no nos ha enseñado solamente que es
imposible decidir por adelantado si las especulaciones aparentemente más
desinteresadas no se revelarán un día asombrosamente útiles a la práctica.
Rehusar a la humanidad el derecho a investigar, a calmar su sed intelectual sin
preocuparse para nada del bienestar, equivaldría a mutilarla en forma extraña.
Aunque la historia fuera eternamente indiferente al homo faber o al homo
politicus, bastaría para su defensa que se reconociera su necesidad para el
pleno desarrollo del homo sapiens. Sin embargo, aun limitada de ese
modo, la cuestión dista mucho de quedar fácilmente resuelta.
Porque la
naturaleza de nuestro entendimiento lo inclina mucho menos a querer saber que a
querer comprender. De donde resulta que las únicas ciencias auténticas son,
según su voluntad, las que logran establecer relaciones explicativas entre los
fenómenos. Lo demás no es, según la expresión de Malebranche, más que
«polimatía». Ahora bien, la polimatía puede muy bien pasar por distracción o
por manía. Pero hoy menos que en tiempo de Malebranche podría pasar por una de
las buenas obras de la inteligencia. Independientemente incluso de toda
eventual aplicación a la conducta, la historia no tendrá, pues, el derecho de
reivindicar su lugar entre los conocimientos verdaderamente dignos de esfuerzo,
sino en el caso de que, en vez de una simple enumeración, sin lazos y casi sin
límites, nos prometa una clasificación racional y una inteligibilidad
progresiva.
Es innegable, sin
embargo, que siempre nos parecerá que una ciencia tiene algo de incompleto si
no nos ayuda, tarde o temprano, a vivir mejor. ¿Y cómo no pensar esto aún más
vivamente cuando nos referimos a la historia que, según se cree, está destinada
a trabajar en provecho del hombre, ya que tiene como tema de estudio al hombre
y sus actos? De hecho, una vieja tendencia a la que se supondrá por lo menos un
valor instintivo, nos inclina a pedir a la historia que guíe nuestra acción;
por lo tanto, a indignarnos contra ella, como el soldado vencido a que me he
referido, si por casualidad parece manifestar su impotencia para hacerlo así.
El problema de la utilidad de la historia, en sentido estricto, en el sentido
«pragmático» de la palabra útil, no se confunde con el de su legitimidad,
propiamente intelectual. Es un problema, además, que no puede plantearse sino
en segundo término. Para obrar razonablemente, ¿no es necesario ante todo
comprender? Pero, so pena de no responder más que a medias a las sugestiones
más imperiosas del sentido común, aquel problema no puede eludirse.
Algunos de nuestros
consejeros, o quienes quisieran serlo, han respondido ya a estas cuestiones.
Pero solo lo han hecho para amargar nuestras esperanzas. Los más indulgentes
han dicho: la historia carece de provecho y de solidez. Otros, con una
severidad nada amiga de medias tintas, han dicho: es perniciosa. «El producto
más peligroso elaborado por la química del intelecto», ha dicho uno de ellos, y
no de los menos notorios. Estas invectivas tienen peligroso atractivo:
justifican por adelantado la ignorancia. Por fortuna, para lo que subsiste aún
en nosotros de curiosidad espiritual, esas censuras no carecen quizás de
interés.
Pero si el debate
debe ser considerado de nuevo, es necesario que lo planteemos con datos más
seguros.
Porque hay una
precaución que los detractores corrientes de la historia no han tenido en
cuenta. Su palabra no carece ni de elocuencia ni de esprit. Pero, por lo
general, han olvidado informarse con exactitud de lo que hablan. La imagen que
tienen de nuestros estudios no parece haber surgido del taller. Huele más a
oratoria académica que a gabinete de trabajo. Sobre todo, ha prescrito. De
suerte que incluso pudiera ocurrir que toda esa palabrería se haya gastado en
exorcizar a un fantasma. Nuestro esfuerzo en este dominio debe ser harto
distinto. Trataremos de buscar el grado de certidumbre de los métodos que usa
realmente la investigación, hasta en el humilde y delicado detalle de sus
técnicas. Nuestros problemas serán los mismos que impone cotidianamente al
historiador su materia. En una palabra, ante todo quisiéramos explicar cómo y
por qué practica su oficio de historiador. Dejamos que el lector decida a
continuación si vale la pena ejercer este oficio.
Pongamos atención,
sin embargo. Así limitada y comprendida, la tarea puede pasar por sencilla solo
en apariencia. Lo sería, quizás, si estuviéramos frente a una de esas artes
aplicadas de las que se ha dicho todo cuando se han enumerado, una tras otra,
las manipulaciones consagradas. Pero la historia no es lo mismo que la
relojería o la ebanistería. Es un esfuerzo para conocer mejor; por lo tanto,
una cosa en movimiento. Limitarse a describir una ciencia tal como se hace será
siempre traicionarla un poco. Es mucho más importante decir cómo espera lograr
hacerse progresivamente. Ahora bien, esfuerzo semejante exige de parte del
analista, forzosamente, una dosis bastante amplia de selección personal. En
efecto, toda ciencia se halla, en cada una de sus etapas, atravesada
constantemente por tendencias divergentes, que no es posible separar sin una
especie de anticipación del porvenir. No nos proponemos retroceder aquí ante
esta necesidad. En materia intelectual, más que en ninguna otra, el horror de
las responsabilidades no es un sentimiento muy recomendable. Sin embargo, la
honradez nos imponía advertir al lector.
Asimismo, las
dificultades que se presentan inevitablemente cuando se hace un estudio de los
métodos, varían mucho según el punto que haya alcanzado momentáneamente una
disciplina en la curva, siempre un poco irregular, de su desarrollo. Me imagino
que hace cincuenta años, cuando todavía reinaba Newton como maestro, era mucho
más fácil que hoy construir con el rigor de un plano arquitectónico una
exposición de la mecánica. Pero la historia es todavía una fase mucho más
favorable a las certidumbres.
Porque la historia
no es solamente una ciencia en marcha. Es también una ciencia que se halla en
la infancia: como todas las que tienen por objeto el espíritu humano, este
recién llegado al campo del conocimiento racional. O, por mejor decir, vieja
bajo la forma embrionaria del relato, mucho tiempo envuelta en ficciones, mucho
más tiempo todavía unida a los sucesos más inmediatamente captables, es muy
joven como empresa razonada de análisis. Se esfuerza por penetrar en fin por
debajo de los hechos de la superficie; por rechazar, después de las seducciones
de la leyenda o de la retórica, los venenos, hoy más peligrosos, de la rutina
erudita y del empirismo disfrazado de sentido común. No ha superado aún, en
algunos problemas esenciales de su método, los primeros tanteos. Razón por la
cual Fustel de Coulanges y, antes que él, Bayle no estaban, sin duda,
totalmente equivocados cuando la llamaban «la más difícil de todas las
ciencias».
¿Pero es esto una
ilusión? Por incierta que siga siendo en tantos puntos nuestra ruta, me parece
que estamos actualmente mejor situados que nuestros predecesores inmediatos
para ver con mayor claridad.
[…]
Fuente:
Bloch, Marc. Introducción a la historia. México, FCE, 1952, pp.9-16.