Del clóset al matrimonio

Ahora ha sido la Corte Suprema de Estados Unidos la que ha dado su aval al matrimonio entre personas del mismo sexo, apenas dos semanas después de que su similar mexicana hiciera lo propio.

            Es un nuevo triunfo de la causa de los derechos humanos, y específicamente de un sector de la sociedad que históricamente ha sido discriminado, humillado e incluso perseguido. Hoy mismo, en 75 países se penalizan las prácticas homosexuales, en 45 de ellos con penas de hasta 14 años de prisión, en 12 hasta con cadena perpetua y en siete con la pena de muerte.

            Fue en sociedades democráticas, como las de los países escandinavos y el mismo Estados Unidos, donde se ganaron las primeras batallas contra la discriminación de los gays. Resulta sorprendente que en este último país, donde las libertades individuales y la privacidad personal gozan de amplísimas garantías, hace medio siglo 49 de los 50 estados criminalizaran la homosexualidad y la Asociación Psiquiátrica Americana la catalogara de enfermedad mental. Todavía a principios de este siglo las leyes de 13 estados seguían considerando delito las relaciones homosexuales.

            La Corte Suprema estadunidense anuló en 2003 esas disposiciones. La resolución respondió al recurso presentado por dos hombres que fueron multados después de que la policía irrumpió en su casa, en Texas, y los sorprendió practicando sexo anal. Por 6 votos contra 3, la Corte concluyó que tales leyes violaban los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución: “La libertad implica una autonomía individual que incluye las libertades de pensamiento, de creencias, de expresión y de una cierta conducta íntima. El caso concierne a dos adultos que, con pleno y total consentimiento, mantenían prácticas comunes al tipo de vida homosexual. Su derecho a la libertad les da la plena facultad de hacerlo sin la intervención del gobierno”.

            Los magistrados que votaron en contra opinaron que se estaba alterando el orden social. “La Corte ha tomado partido —adujeron— en la guerra cultural y ha respaldado las reivindicaciones homosexuales, lo que conduce al replanteamiento de las leyes estatales contra la bigamia, el matrimonio de personas del mismo sexo, el incesto, la prostitución, la masturbación (sic), el adulterio, el bestialismo y la obscenidad”.

            Ruth Harlow, directora de la Lambda Legal Defense and Education, calificó el veredicto como el más importante en toda una generación: “Durante décadas estas leyes constituyeron un importante obstáculo en el camino hacia la igualdad y trataron a los gays como ciudadanos de segunda clase. Hoy la Corte Suprema ha terminado con todo eso”. En aquel momento un solo estado, Massachusetts, permitía las bodas entre personas del mismo sexo. De entonces a ahora las cosas han ido cambiando. Las fuerzas armadas aceptan en sus filas a gays y lesbianas, y en 36 estados se autorizaron, por vía legislativa o judicial, las bodas homosexuales.

            La decisión que ampara esas uniones en todo el país es tan relevante como la que en 1954 puso fin a la segregación racial y la que en 1967 declaró inconstitucionales las leyes que prohibían los matrimonios interraciales. Las tres históricas sentencias han reconocido la igualdad de todos ante la ley y la libertad de cada cual de decidir su vida íntima. Fue un fallo apretado: cinco votos contra cuatro. Uno de los magistrados que quedaron en minoría, Antonin Scalia, no ocultó su disgusto: en su voto particular calificó la determinación como un “golpe de Estado judicial” y dijo que la Corte de la que forma parte es una amenaza a la democracia estadounidense.

            Mucho más emotiva y elocuente fue la expresión de Bill Wooby, un ciudadano de 67 años que esperaba frente a la escalinata del alto tribunal. Recordó los años de discriminación y de lucha, recordó a los amigos muertos y lloró: “Por primera vez me siento americano”.

            En México, hace más de 50 años, escribió Xavier Villaurrutia acerca de la clandestinidad de su amor, penado no por la ley pero sí por el juicio social dominante:

“A mí mismo me prohíbo

revelar nuestro secreto,

decir tu nombre completo

o escribirlo cuando escribo”.

            La materia de ese ardiente secreto, en las sociedades democráticas, está dejando de ser estigmatizante.