Capítulo XIII
Epílogo: Algunas reflexiones sobre la diferencia
entre brujería y brujomanía
Gustav Henningsen
<Alonso de Salazar y Frías (Burgos, 1564—?,1636) fue uno de los tres inquisidores que tuvieron a su cargo el proceso de Logroño —tierras vascas—, que dio lugar a la mayor caza de brujas de la historia. Él se incorporo al proceso cuando ya se habían llevado a cabo los interrogatorios. En la sentencia, en la que se declaró culpables a 29 brujos y brujas, él se opuso a la condena a la hoguera de una mujer, por falta de pruebas. En el auto de fe correspondiente, seis de los acusados fueron quemados vivos y cinco en efigie. Se desató entonces la mayor caza de brujas de las historia: dos mil personas fueron acusadas y casi cinco mil fueron consideradas como sospechosos. El Consejo de la Inquisición encomendó a Salazar una investigación a fondo. Recogió miles de declaraciones y evidencias, y determinó que no había una sola prueba sólida de que hubiesen tenido lugar actos de brujería. Su Informe al Inquisidor General determinó que en adelante la inquisición española fuera escéptica sobre la realidad de la brujería y, además, redujo notablemente en España el azote de la caza de brujas que, en cambio, siguió devastando al resto de Europa. El investigador danés Gustav Henningsen, primera figura mundial en el estudio de la brujería de los siglos modernos, con base en la documentación del proceso y una exhaustiva investigación, escribió el libro del que se toma el fragmento que ofrecemos.>
Lea califica, muy acertadamente, los resultados de la visita de Salazar al distrito, en 1611, de «viraje decisivo en la historia de la brujería española». La cuestión palpitante, meollo de la polémica de las brujas sostenida a lo largo del siglo XVI, era si se debía usar con ellas el castigo de las llamas o la benevolencia del edicto de gracia. Salazar se había dado cuenta de que tan pronto como se comenzaba a hablar de las brujas, surgían brotes de brujería por todas partes; y en cuanto el asunto perdía interés, las brujas desaparecían sin más. Comprendió, por lo tanto, que lo que el pueblo necesitaba no eran cruzadas misioneras ni castigos, sino algo totalmente distinto: silencio.
En los años que siguieron a 1614 y hasta finales de 1620, se ve que Salazar y los nuevos inquisidores se esforzaron en obligar a las autoridades locales a respetar el antiguo monopolio que sobre la brujería tenía la Inquisición. Dicho monopolio había comenzado a peligrar a partir del momento en que el pueblo tuvo conciencia de que el Santo Oficio ya no castigaba a las brujas con el rigor que según ellos, merecían. El norte de Navarra permaneció en calma, pero en otros lugares de las Vascongadas emergieron grandes centros de persecución de brujos; y lo más notable era que se trataba de zonas soslayadas por las persecuciones de 1609-1611. Así, en el verano de 1616, la epidemia brota en el norte de Vizcaya, en los alrededores de Bilbao. El tribunal dio inmediatamente orden de que se publicase el «edicto de silencio», cuyo precepto, según parece fue respetado al principio. Pero al ver que unos cuantos brujos que habían sido trasladados a Logroño regresaban de aquella ciudad sin que nadie les hubiera tocado un pelo, la paciencia de los habitantes de la región, así como de sus autoridades civiles, tocó a su fin. Llegaron a aterrorizar al comisario local de la Inquisición de tal modo que aquél no se atrevía a comunicar lo más mínimo al tribunal. Al mismo tiempo, enviaron una delegación a Madrid con el fin de informar de la plaga de brujas que estaba azotando aquella zona vasca. Merced al Consejo de Castilla se consiguieron poderes reales para que el corregidor de Vizcaya pudiese proceder en casos de brujería sin necesidad de la intervención del Santo Oficio. En el curso de dos años, dicho corregidor despachó doscientas ochenta y nueve causas. A la oportuna intervención de Salazar tenemos que agradecer que la campaña de Vizcaya no acabase convirtiendo la región en un crematorio. La licencia real fue anulada, los brujos puestos en libertad y las actas de sus procesos remitidas a Logroño, cuyo tribunal las dejó arrinconadas. Epidemias similares azotaron a las provincias de Guipúzcoa y de Burgos; en ésta última las autoridades de Pancorvo quemaron, en 1621, a ocho personas por brujas.
En vista del cariz que tomaban los hechos, la Suprema se vio obligada a reconsiderar la materia. En 1623 Salazar elaboró un informe sobre todo cuanto había ocurrido a partir de la entrada en vigor de las nuevas instrucciones de 1614, y en él hizo especial hincapié sobre lo que denominó «la tragedia de Pancorvo». A nuestro inquisidor no le cabía duda de que la quema de aquellos infelices había sido un resultado directo de la vacilación del Santo Oficio. El tribunal recibió las actas de los procesos para su examen, pero como el Consejo había dado orden de que la Inquisición no interviniese, las devolvió, y a los once días las víctimas eran ya pasto de las llamas. Junto con el informe de Salazar, la Suprema recibió gran parte del material de 1614, y a partir de entonces parece ser que la Inquisición estableció definitivamente su monopolio jurídico en los casos de brujería.
A la vez que se llevaron a cabo las grandes persecuciones de brujos en el País Vasco a principios del siglo XVII, se realizaron otras similares en diversas regiones del norte de España, donde la fe en las brujas era fuerte y las autoridades civiles apoyaban al pueblo en su empeño por exterminarlas. En Galicia cundía la caza de brujas en 1611, y en 1620 un juez de Cangas condenó a varias mujeres a la hoguera; sin embargo, merced a la intervención del tribunal de Santiago, las acusadas fueron puestas en libertad previa imposición de un leve castigo. En Cataluña, las autoridades civiles llegaron a ahorcar a más de trescientas brujas en los años comprendidos entre 1616 y 1619, antes de que interviniese la Inquisición imponiendo su jurisdicción.
Con la quema de brujos perpetrada en Logroño en 1610 —que constituyó una ruptura con más de ochenta y cuatro años de tradición hispano-inquisitorial de no enviar brujos a la hoguera— llegó España al umbral del gran quemadero europeo, cuya locura precisamente culminaba en aquellos años. Fuera de las fronteras de España, no hubo muchos intelectuales que se atrevieran a contradecir la enorme autoridad del francés Jean Bodin, partidario acérrimo de la caza de brujas. Su libro Démonomanie (París, 1580) constituyó un final triunfante del debate sostenido con el médico alemán Johan Weyer y otros defensores de los brujos, y fue la base de la firme convicción de la existencia de brujería que poseyeron Pierre de Lancre y Solarte —por nombrar solamente a los más notables—, el debate sobre la brujería en España habría seguido seguramente los mismos derroteros que en el resto de Europa, donde los demonólogos salieron triunfantes y sus seguidores no vacilaron en alimentar las hogueras con carne de mujeres y hombres. Teniendo en cuenta la espantosa eficacia de que eran capaces los inquisidores, no creo exagerado afirmar que el triunfo de los demonólogos en España hubiera supuesto una auténtica matanza de brujos en todo el Imperio español (cf. el grupo de 3,356 «supersticiosos» en la estadística de relaciones de causas, Henningsen, 1977b: 564).
Las instrucciones inquisitoriales de 1614 son tanto más dignas de admiración cuanto que, seguramente, no reflejan más que el escepticismo de una minoría de burócratas españoles; pues hasta bien avanzado el siglo XVII siguieron existiendo en España numerosos inquisidores que opinaban que los brujos debían ser quemados. El hecho de que medidas tan impopulares como prohibir la quema de brujos fuesen adoptadas en todo el extenso territorio español, se debió esencialmente al gobierno centralista de Madrid y a la autoridad de la Suprema No obstante, con estas medidas, España se adelantó cien años al resto de Europa.
Pero España sólo se anticipó a los demás países, en la abolición de la pena de hoguera, ya que las nuevas instrucciones no consiguieron parar las persecuciones; al contrario, el número de causas de brujería fue en aumento a partir de 1614. Incluso hubo repetidos conatos de quema de brujas por parte de los tribunales; pero en todos y cada uno de los casos, la sentencia fue siempre reducida por la Suprema. En contradicción con su actitud vanguardista al negarse a quemar a los brujos, la Inquisición siguió despachando causas de brujería aún mucho después de que el resto de Europa hubiera dejado de hacerlo. En 1791 el tribunal de Barcelona procesó a una mujer acusada de pacto con el Demonio y de haber participado en el aquelarre. Todavía a comienzos del siglo XIX se aprecian vestigios de la base intelectual de las creencias brujeriles en España, pues en las Cortes de Cádiz, uno de los diputados, el filósofo erudito y dominico Francisco de Alvarado, defendió en 1813 la creencia en las brujas.
En mis análisis del proceso de Logroño y de los acontecimientos que dieron lugar a la creación de las instrucciones cruciales para el procedimiento inquisitorial en materia de brujería, no he tenido más remedio que dejar abierto cierto número de cuestiones. Admito que sería interesante reanalizar el papel desempeñado por la Suprema, ya que a la vez que el Consejo se ocupaba de las causas de Logroño, atendía también a causas de brujería procedentes de otros tribunales, y habría que tener en cuenta que la prudencia que caracterizaba su praxis se basaba en la experiencia acumulada a lo largo del siglo XVI. Otro tema digno de estudio profundo sería la expansión geográfica de la brujería por el Imperio español (recientemente se ha hecho una interesante comparación entre las creencias populares en las «santas» y las brujas, Rey-Henningsen, 1983:56). Todo parece apuntar al hecho de que en las zonas donde no existían creencias populares en torno a la brujería, tampoco hubo persecución de brujas. Precisamente la existencia de una gran zona libre de brujas al sur de España impelió a la Suprema a establecer comparaciones, y tuvo que influir en su actitud escéptica hacia los habitantes del norte. Esta circunstancia de divergencia geográfica en las creencias brujeriles debió, a mi entender, influir mucho más en la actitud remolona de la Suprema para con los brujos que la apuntada por otros estudiosos de que en el resto de España la Inquisición tenía ya las manos llenas de moros y judíos.
Otro tema interesante sería el estudio del ambiente intelectual en que vivió Salazar, ya que éste, con su consecuente aplicación del método inductivo, su expresa insistencia en el control empírico de los hechos y su resistencia a apoyarse en las autoridades antiguas, se adelantó con mucho a su tiempo. Sus revolucionarios memoriales, que deberían haberse publicado como trescientos cincuenta años en beneficio del mundo occidental, no solamente contienen la clave para entender la brujomanía europea, sino que sitúan a Salazar en la Historia de la Ciencia como un empírico precoz (cf. Easley, 1980, Capítulo 1.2).
Cabe esperar que, algún día, alguien con los debidos conocimientos sicológicos se interese por el fenómeno de la epidemia onírica, fenómeno al que yo acuso de ser el motor principal de la propagación de la brujomanía, tal como la describo en el presente estudio. Para mí, los sueños sabbáticos son un ejemplo claro de «sueños estereotipados», como lo llamarían los sicólogos. Dichos sueños no pueden ser mas que el resultado de un previo adoctrinamiento, y se caracterizan por la impresión de realidad que dejan y lo bien que se recuerdan al despertar. La epidemia onírica de las montañas de Navarra tuvo que ser causada por los rumores sugestionadores que llegaron a las masas desde Francia; por los sugestionadores sermones de los predicadores; y por el no menos sugestionador auto de fe de Logroño, al que concurrieron más de treinta mil almas. El paso de la epidemia dejó, al norte y al sur de los Pirineos, huellas cuyo estudio nos muestra la concordancia existente entre la evolución de la misma y las leyes más elementales de la ciencia de la comunicación. Ignoro si, en el pasado o en el presente, las epidemias oníricas han sido estudiadas; pero no me cabe duda de que se trata de una realidad sicológica. No es necesario traspasar las fronteras del estudio de la brujería para encontrar fenómenos idénticos a los de la epidemia onírica vasca. Tanto en el sur de Alemania como en el norte de Suecia se dieron casos de procesos masivos, en los cuales los niños soñadores desempeñaron un papel principal como acusadores. Este es, al parecer, un campo virgen que sería interesante estudiar de forma comparativa o, mejor aún, interdisciplinaria (cf. Lancre, 1913; Midelfort, 1972, y Ankarloo, 1971).
Pese a las numerosas investigaciones que aún quedan por hacer, con la presente pretendo aportar modestamente algo a la formación de teorías vinculadas al estudio de la brujería. Aquí me refiero a un punto en concreto: la diferencia entre brujería y brujomanía. Espero haber demostrado que se trata de dos fenómenos diferentes, y que, en adelante, habrá que distinguirlos si queremos llegar a un mayor entendimiento de la dinámica de las persecuciones de brujería. Los dos fenómenos son consanguíneos; pero la idea generalizada de que el segundo no es más que una versión aumentada del primero es un modo inaceptable de simplificar las cosas.
La brujería puede definirse, en términos generales, como un sistema ideológico capaz de aportar soluciones a gran parte de los problemas cotidianos (cf. mi reconstrucción de la creencia común en la brujería en Zugarramurdi; Cap. I.2-3). De acuerdo con el credo brujeril, los males que nos aquejan cotidianamente no son castigos de Dios por nuestros pecados (quebrantamiento de tabúes), sino ataques malintencionados de ciertas personas conchabadas con las fuerzas del mal: las brujas. Se trata de personas que han desechado las normas de la sociedad, y como señal de ello, entre otras cosas, matan a los niños y se los comen en los banquetes que celebran. Sin embargo, las brujas no son invencibles. Hay dos maneras de vencerlas: o bien empleando antídotos mágicos contra ellas, lo que puede hacerse consultado a alguna curandera o a un «saludador» dotado de poderes para atacarlas en su esencia sobrenatural; o bien recurriendo a la violencia física, puesto que la bruja también es una persona de carne y hueso y, por lo tanto, físicamente vulnerable.
Este complejo de creencias pretende aportar pruebas de que el mal es algo que puede combatirse al igual que cualquier enemigo concreto. Este es exactamente el meollo de la brujería, su función consciente de chivo expiatorio. No obstante, la creencia en las brujas tiene también una función socio-moral. La bruja o el brujo es simplemente la encarnación de la amoralidad y de todo aquello que va en contra de los ideales de la sociedad; por lo tanto, cada individuo se esforzará por comportarse de modo que nadie pueda tomarle por brujo. Una tercera función de la creencia en brujas es servir de válvula de escape al instinto agresivo oculto dentro de cada individuo, instinto que le está vedado expresar por medios que la sociedad normalmente desaprueba. Por ejemplo, no está bien visto despachar a un mendigo con cajas destempladas, ni darle al vecino con la puerta en las narices cuando viene a pedir un favor; sin embargo, convenciéndose a sí mismo y a los demás de que dicho individuo no es un ser humano como los otros, sino un brujo, se suspende inmediatamente el código moral que prohíbe maltratar a un semejante y ya no hay límite a los malos tratos de que podemos hacerle objeto; contra un brujo nos está permitido saltarnos a la torera las más elementales normas sociales y morales. Lo característico del papel de «bruja» es que se trata de un papel ficticio, aplicado y vacío: la bruja no puede volar ni dañar a nadie con su mirada («mal de ojo»); la brujería es por definición un crimen imposible. Sin embargo, el creyente, la persona convencida de que la bruja existe y tiene poder para dañarle, sí que suele acudir a remedios mágicos con el fin de destruir el supuesto poder de la bruja (por ejemplo, vertiendo en el fuego la leche de la vaca que cree embrujada, con la intención de quemar así a la bruja y obligarla a que retire su encantamiento; lo cual concuerda con una antigua y primitiva creencia). La creencia en la brujería se da en sociedades agrícolas de una gran parte de la Tierra. Se trata de un complejísimo y antiguo sistema de ideas que en Europa se remonta a muchos años antes de la era de la persecución de brujos (ca.1450 hasta ca.1700), de la que aún hubo reminiscencias doscientos años después. Lo característico de los procesos de brujos de muchas partes del norte de Europa, incluso Dinamarca, es la poca importancia que revistió el aspecto demonológico. En dichas regiones, las causas son acusaciones concretas de crímenes de hechicería perpetrados en alguna persona, animal o cosa, y los procesos fueron siempre individuales.
Las epidemias de brujomanía brotaron sólo en algunas zonas de Europa, en los siglos XV, XVI y XVII; y en África en el siglo XX, donde las persecuciones, generalmente, no pasaron de ser incruentas incursiones de «buscadores de brujas». La brujomanía colectiva puede definirse como una forma explosiva del impulso de persecución, provocada por el sincretismo entre las creencias populares y las ideas que sobre la brujería han elaborado algunos intelectuales. En el caso concreto de Europa, puede decirse que fue la mezcla de las creencias que los teólogos exponían sobre la brujería lo que causó el trastorno de las mentes de miles de personas. La demonología, producto erudito discutido y estudiado en los despachos de teólogos y juristas, era inofensiva mientras no traspasase el área intelectual; el daño existió en el momento que el predicador desde el púlpito y el juez en el tribunal intentaron aplicar sus conceptos abstractos a las causas populares concretas, y viceversa. Situaciones de este tipo favorecían las mutaciones mentales colectivas, creando nuevos modelos cuya regeneración ocurría velozmente y cuyo resultado, la brujomanía, cogió por sorpresa tanto al vulga como a la élite culta. Debido a su monstruosidad, la nueva criatura estaba condenada a vivir tan sólo por un corto periodo de tiempo, ya que de lo contrario habría provocado el colapso total de la sociedad. Para ser exactos habrá que especificar: habría provocado el colapso de la sociedad local, puesto que como hemos dicho la brujomanía fue fruto de la cópula entre la cultura popular local y la cultura elitista de la metrópolis (o entre la cultura local y el buscador de brujas foráneo). Esta es la razón de que el fenómeno de la brujomanía no pueda estudiarse aplicando el modelo antropológico social, que explica la creencia en la brujería sobre la base exclusiva de las estructuras económico-sociales características de la sociedad local. La brujomanía no posee ninguna función reguladora y conservadora de la sociedad, al menos a nivel local; todo lo contrario, es destructiva y carece de función. Creo que la distinción entre brujería y brujomanía es fundamental para el desarrollo de una teoría dinámica de la creencia en la brujería. Si dejamos a un lado las muchas formas posibles de transición y nos concentramos en los extremos, veremos, al compararlos, que los dos fenómenos constituyen dos modelos asimétricos cuyas características principales son las que se muestras en la tabla de la página siguiente.
Aspecto |
Brujería |
Brujomanía |
Forma de comunicación | Tradición oral durante un periodo de tiempo largo. | Propaganda de corta duración, rumores. |
Función social. | Parte de un sistema cognitivo. | Carece de función. |
Parte de un sistema moral. | Carece de función. | |
Válvula de escape de agresiones socialmente inaceptables. | Lo mismo, pero en forma explosiva, destructora de la sociedad. | |
Superestructura mitológica | Deficiente y asistemática. | Abundante y sistematizada. |
Daños a individuos, animales y cosechas (maleficium) | Esencial (condición para procesar a alguien). | Carece de importancia. |
Relación o pacto con el Demonio. | Carece de importancia. | Esencial (la acusación se centra en este punto). |
Tipo de proceso. | Individual. | Masivo. |
Tradición local. | Ininterrumpida (continua). | Periódica (discontinua). |
Candidatos al rol de «bruja». | Individuos marginados por la sociedad local: viejas, viudas, mendigos, inválidos; personas envidiosas, excesivamente zalameras o gruñonas; «aquellos que no nos gustan». | Cualquier persona es bruja en potencia. |
Participación numérica en el rol de brujo. | Uno o dos individuos en cada pueblo. | Llega a acusarse hasta a medio pueblo. |
Distribución geográfica. | Europa (con excepción de algunas partes, como el sur de España), África, América (solamente zonas de influencia europea) y partes de Asia. | Sur de Alemania, Alpes, Saboya, Francia oriental, Pirineos, norte de España, Suecia central, y en África algunos movimientos detectores de brujos. |
Paralelismos en la sociedad moderna y en la historia del siglo XX. | Discriminación de personas disidentes (cliches como «loco», «comunista», «fascista»), amotinamientos en el colegio o en la fábrica en contra de «uno» que no nos gusta. | Persecución de judíos durante la Segunda Guerra Mundial y otras epidemias persecutorias motivadas por razones políticas, religiosas o raciales. |
Para que el modelo dinámico de la creencia en la brujería aquí esbozado pudiera seguir desarrollándose, sería necesario estudiar la brujería vasca fuera de los periodos de persecución masiva. Existe material de archivo abundante que podrá facilitar la reconstrucción del mundo de ideas y comportamiento cotidiano del área rural vasca. Pero también será necesario estudiar, por métodos semejantes a los expuestos en este trabajo, la erupción de grandes epidemias de brujería en otras partes de Europa.
Varias de las conclusiones alcanzadas por Salazar, el obispo de Pamplona y otros, durante sus excepcionales y serias pesquisas de la epidemia de brujomanía aquí descrita, sugieren diversas hipótesis que merecería la pena someter a prueba utilizando otro material europeo.
En primer lugar, parece ser que la definición teológica de la brujomanía —que hace del brujo un adepto a una secta diabólica equivalente a la total inversión del cristianismo— tenía tan poco valor con respecto a la brujería popular que su contenido demonológico nunca llegó a formar parte permanente de la tradición popular, sino que cayó en el olvido (o se transformó en cuentos y leyendas durante la época de normalidad que seguía a cada gran epidemia de brujería, lo que requería que el pueblo fuese adoctrinado de nuevo a través de predicadores y agitadores laicos antes de poner en marcha una nueva persecución; cf. Muchembled, 1978).
En segundo lugar, el material indica que la referencia constante a ciertos untos alucinógenos constituye un antiguo intento pseudocientífico de dar al fenómeno de la brujería una explicación racional; y que los muchos relatos que existen sobre los experimentos realizados con las «brujas» en los siglos XVI y XVII con el fin de demostrar la virtud del «ungüento volador» no pasarían la prueba de un análisis crítico de las fuentes. (cf. Harner, 1973: 125-150; Duerr, 1978: 13-29).
En tercer lugar, es obvio que en conexión con persecuciones de esas dimensiones actúan especuladores que aprovechan el revuelo general provocado por la caza de brujos para fines económicos o políticos, sin que las autoridades locales involucradas se aperciban de ello. (El señor de Urtubie, el párroco de Vera y el «saludador» son ejemplos de este tipo de especuladores).
Estas hipótesis que ya formulé en un informe a la Universidad de Copenhague en febrero de 1968 —poco después de mi redescubrimientos de los manuscritos—, publicado posteriormente (Henningsen, 1969), se basan todas en el hecho de que aún no ha sido posible demostrar en parte alguna la existencia de una secta de brujos organizada. Semejante aserción, a primera vista, totalmente superflua; sin embargo, hay que reconocer que tanto las teorías de Margaret Murray como la de Jules Michelet siguen haciendo furor en algunos círculos de historiadores, pese a haber sido rebatidas, una y otra vez, por los investigadores de la brujería más serios. La investigación de Salazar añade un nuevo y poderoso argumento a los muchos que se oponen a la teoría de que han existido «brujas de verdad». El inquisidor español demostró claramente que ninguna de sus casi dos mil «brujas» fue miembro de ninguna secta pagana que rindiera culto a la fertilidad ni de ningún movimiento revolucionario campesino o pastoril. Ni siquiera el intento de Le Roy Ladurie (1966, cap.5) de interpretar las fantasías sabbaticas, con su inversión de los valores sociales, como expresión de una ideología revolucionario propia de un campesinado subyugado puede salir airoso: la mitología demoníaca de la brujería fue un producto de la élite culta, no de la mente popular. Como una de tantas paradojas, es hoy día, cuando ya no se queman brujas, cuando personas con debilidad por lo esotérico y místico se entregan a la realización de las fantasías sabbáticas, que reconstruyen según la receta de Margaret Murray.
Los libros sobre las brujas ejercen una extraña atracción sobre el gran público, quizá porque «la bruja», como arquetipo, sigue fascinándonos, del mismo modo que, pese a la repugnancia y horror que suscitaba, fascinó a las gentes del pasado. Espero haber contribuido con mi libro a la comprensión de que la creencia en las brujas es una especie de mitificación de los grupos socialmente marginados, y que las consecuencias de dicha mitificación suelen ser funestas. Lo específico del estereotipo brujeril es que el grupo, como tal, es ficticio. Nadie pertenece realmente a él; pero aquellos individuos disidentes que existen en todas las sociedades serán los primeros en atraer las sospechas de sus convecinos, quienes los creerán miembros de una confederación secreta, entregada a prácticas opuestas a todas las virtudes sociales y morales. La persecución de brujos europea es ya historia; sin embargo, en principio, sigue repitiéndose bajo apariencias nuevas y adaptadas a las circunstancias. El mundo siempre tendrá necesidad de alguien que se atreva a desenmascarar al verdugo: de hombres tan enteros como Salazar. Ω
[1](Fragmento:) HENNINGSEN, Gustav, El abogado de las brujas. Brujería vasca e Inquisición, Alianza Universidad, Madrid, 1983, p. 340-349.