George Orwell
Siempre me asombro cuando alguien dice que el deporte crea la buena voluntad entre las naciones, y que bastaría que la gente común de los pueblos del mundo pudiera reunirse para jugar futbol o cricket, para que no tuvieran ninguna inclinación a pelear en el campo de batalla. Aunque no supiéramos de ejemplos concretos (los Juegos Olímpicos de 1936 es uno de ellos) de que las competencias deportivas conducen a orgías de odio, podríamos deducirlo de principios generales.
Casi todo el deporte que se practica ahora es competitivo. Todos juegan para ganar, y el juego significa poco a menos que uno haga su mayor esfuerzo para triunfar. En las poblaciones rurales, donde uno elige de qué lado jugar y no hay ningún sentimiento de patriotismo, es posible jugar sollamente para divertirse y hacer ejercicio: pero tan pronto como surge la idea de prestigio, apenas aparece el sentimiento de que uno mismo y nuestra comunidad caerá en desgracia si perdemos, los instintos combativos más salvajes se levantan. Lo sabe quienquiera que haya jugado aunque sea en un encuentro de futbol escolar. A nivel internacional, el deporte es francamente una imitación de la guerra. Pero lo más significativo no es la conducta de los jugadores, sino la actitud de los espectadores: y detrás de la de los espectadores, la de los países que trabajan furiosos para estas competencias absurdas y creen realmente que correr, saltar y patear una pelota son pruebas de virtud nacional. Ω
[1] Tomado de: ALEXANDER, L.G. Fluency in English. Longman. Londres. 1967. p. 23. Traducción de José A. Aguilar V.