El límite de la protesta

Se ha puesto de moda la expresión criminalizar la protesta social con la cual se quiere decir que las autoridades convierten en delito las legítimas expresiones sociales de descontento que se dan en marchas, mítines, pintas, bloqueos de carreteras y avenidas, boteos, toma de instalaciones de diversa importancia incluyendo aeropuertos, agresiones contra la policía, destrucción de bienes, robos en tiendas, apoderamiento de autobuses, etcétera. Pero no toda manifestación de inconformidad es válida. La Constitución mexicana, como todas las del mundo democrático, ampara las diversas formas de queja y petición con el límite de que se realicen en forma pacífica y sin lesionar derechos de terceros.

Nada tiene que ver con la legítima protesta social prender fuego a la puerta de Palacio Nacional o a cualquier otro inmueble, cerrar un aeropuerto ni saquear  un negocio. Quienes son detenidos por tales desmanes no son presos políticos, como los quieren presentar sus camaradas, pues no se les detiene por sus actividades políticas sino por conductas previstas en la legislación penal como delitos. Lo ha expresado clara y oportunamente el nuevo presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Luis Raúl González: “La protesta social es legítima: se inscribe dentro de los derechos fundamentales de libertad de expresión; pero no es válido que esta protesta social se acompañe de violencia”.

Sin embargo, al calor de la rabia colectiva por crímenes tan monstruosos como los de Iguala, grupos violentos han encontrado una coartada para justificar sus actos: travisten su vandalismo de santa indignación. Hay quienes pretenden que la fuerza pública ni siquiera se presente, pues al hacerlo —aseveran— se está emulando a Gustavo Díaz Ordaz, presidente de triste memoria. Pero la contención de la violencia con observancia de la ley, acatando los principios de racionalidad y proporcionalidad, no es represión autoritaria. Como advierte Federico Reyes Heroles: “mantener el orden público no es un acto discrecional, es un mandato. La discrecionalidad abre un espectro de posibilidades al vandalismo” (Excélsior, 25 de noviembre).

Criminalizan la protesta social, en primer lugar, quienes la aprovechan para, en ocasión de ella, llevar a cabo conductas delictivas que no son toleradas en las democracias más consolidadas, en las cuales es claro para todos que no se puede transgredir la ley sin consecuencias jurídicas. De las acciones vandálicas que he visto por televisión, las que más me impactan son las de las agresiones sañudas contra la policía con tubos, bombas caseras y vallas de seguridad utilizadas como arietes.

Pero todo debe decirse: también fueron procederes delictuosos los de los policías que golpearon a personas indefensas y serían atropellos las detenciones  sin indicios de que los detenidos hubieran participado en los desmanes. Es típico de nuestros agentes policiacos. Se les dio la orden de contener sin contraatacar, pero después de los ataques sufridos no buscaron quién se las hizo sino quién se las pagara. Asimismo es un exceso que a los detenidos se les haya enviado a los lejanos reclusorios de máxima seguridad de Nayarit y Veracruz como si fueran presuntos responsables de delincuencia organizada. Las autoridades no deben tolerar la violencia, pero tampoco caer en la tentación de combatirla con abusos. Su deber es actuar con estricto apego a la legalidad.