Ikram Antaki
No tiene historia, ya que nunca cometió un crimen. Tampoco parece haber tenido un solo defecto. Su familia era una de las más ricas de Roma, llegó al poder a los 52 años. Dio al imperio el gobierno más equitativo de todos los que marcaron su historia. El nuevo emperador fue el hombre más felizmente dotado que haya llevado la corona. Era saludable y sereno, dulce, resuelto, modesto, todopoderoso, elocuente y desdeñoso de la retórica, popular e insensible al halago. Su hijo adoptivo, Marco, dice que era “el monstruo más perfecto que el mundo haya conocido jamás”. El Senado lo llamó Antonino Pius, como modelo de las virtudes romanas, y “el mejor de los príncipes”. No tuvo enemigos, pero sí muchos amigos. Su hija mayor murió cuando él iba en calidad de procónsul al Asia; la más joven no fue para Marco Aurelio una esposa confiable. Su misma esposa fue acusada por la opinión pública de serle infiel. Tragedias del gran hombre.
Antonino no era un intelectual en el sentido estricto de la palabra, no había cultivado la erudición. Consideraba a la gente de letras, filósofos y artistas, con una indulgencia de aristócrata; los ayudaba generosamente. Prefería la religión a la filosofía. Era persistente en toda acción razonable, de carácter constante, sin sobresaltos, piadoso, sereno, despreciaba la fama vana, era laborioso, paciente, religioso sin superstición, tolerante hacia las creencias no romanas. Atenuó las medidas que Adriano había tomado contra los judíos, se mostró moderado hacia los cristianos.
Pasaba casi todas las veladas con su familia. Una vez llamado a sentarse sobre el trono, sintió que cargaba ya con el peso del mundo. Su primer acto como soberano consistió en dar su inmensa fortuna personal al tesoro imperial; anuló los impuestos viejos, gratificó a los ciudadanos con dones y continuó la ejecución del programa de construcciones de Adriano. A su muerte, las arcas del Estado estaban llenas. Publicaba la lista de todas las recetas y todos los gastos. En el Senado se comportaba como un simple miembro de la Asamblea. Jamás tomó una decisión importante sin consultar a los principales senadores. Se ocupaba tanto de los detalles de la administración como de los problemas políticos. Igualó las penas sancionando el adulterio del marido y el de la mujer, quitó a los amos crueles sus esclavos, restringió la aplicación de la tortura, castigó duramente a los propietarios de esclavos que hubieran matado a uno de ellos. Alentó la educación y subvencionó la de muchos niños pobres. Bajo su reino, las provincias fueron administradas sin que él tuviera que viajar. Durante 23 años de reinado no se ausentó de Roma un solo día. Confió el gobierno de las provincias a hombres de una competencia e integridad probadas. Quería mantener al imperio intacto sin entrar en guerra. Citaba lo dicho por Escipión: “Más vale conservar la vida de un solo ciudadano que matar a mil enemigos”. Se contentó con las fronteras prudentemente fijadas por Adriano. Algunas tribus germanas confundieron su moderación con debilidad y sacudieron las bases del imperio después de su muerte. Pero las provincias fueron felices: aceptaban el imperio como el único régimen capaz de oponerse a las divisiones y al caos; mandaban al soberano numerosas peticiones que recibía casi siempre favorablemente. Los escritores provincianos —Estrabón, Plutarco, Epicteto, Arístides— cantaban loas de la pax romana. Apiano afirmaba haber visto en Roma a los enviados de algunos Estados extranjeros solicitar vanamente el favor de ser anexados al imperio. Jamás monarquía alguna ha dejado a sus sujetos tan libres, jamás ninguna ha respetado tanto sus derechos. El ideal del mundo parecía haber sido alcanzado. Durante 23 años, el imperio fue gobernado por un padre. Sólo quedaba a Antonino coronar una vida buena con una muerte apacible. En el año 161, en su septuagésimo cuarto aniversario, llamó a su lado a Marco Aurelio y le entregó el cargo del Estado. Ω
[1] Fragmento del capítulo “¿Es posible gobernar bien a los hombres?” del libro En el banquete de Platón. Historia, Joaquín Mortiz, México, 1997, p. 59-61.