Enrique Jardiel Poncela
Al llegar a mi patria, de regreso de la Argentina, hice lo que suele hacer todo el que se encuentra en mi caso: me instalé en un hotel y me dediqué a buscar un piso desalquilado. Para un hombre con dinero, encontrar un piso desalquilado es cosa fácil. Yo traía mucho dinero de América y encontré rápidamente lo que necesitaba.
América había sido pródiga para mí. Es cierto que durante doce años trabajé furiosamente. Pero también es cierto que al cabo de los doce años de trabajo incesante, me hallé sin colocación y sin dinero ¿Cómo volver a mi patria fracasado? Una tarde paseaba por Palermo pensando esta triste cosa cuando tropecé con una gruesa cartera de cuero negro. La abrí; la cartera contenía una bolsita con diamantes y $150.000 en billetes. También contenía unas tarjetas y una cédula de identidad con el nombre y las señas de su dueño, pero como desde el primer momento había decidido quedarme la cartera, rompí las tarjetas y la cédula y procuré olvidar el nombre de aquel caballero, lo que logré enseguida, porque tengo una memoria fatal.
De este modo me hice rico en América. Y es que en América todo el que trabaja mucho acaba por hacer fortuna.
El cuarto que alquilé al llegar a mi patria era precioso. Lo decoré todo a mi gusto y comencé a vivir una vida sin preocupaciones, llena de molicie y de refinamiento. De vez en cuando invitaba a cualquier muchacha sin compromiso a pasar unos días en mi compañía, y cuando me sentía harto de su modo de reír o de su gesto al ponerse el pyjama la sustituía por otra. Este procedimiento de gustar el amor, como si fuese un piano de manubrio, es una de las bases en que durante años se ha sustentado la tranquilidad de los hombres solteros.
Pero una tarde, en esa hora romántica y húmeda del crepúsculo, estaba solo en casa, porque me hallaba en un momento de transición entre el piano pasado y el piano futuro.
Alguien hizo sonar el timbre y, como una tromba, se me metió en casa una dama estrepitosamente perfumada con “gardenias pútridas”, de Lelong.
La dama atravesó el living-room, irrumpió en mi despacho y se dejó caer en uno de los sillones con la vista fija en el suelo, las cejas fruncidas y mordiéndose ligeramente el labio inferior.
La contemplé. Traía la cabeza destocada y se envolvía en un deshabillé de charmeuse y terciopelo. Llevaba unos pendientes de ópalo y unas chinelas amaranto con los tacones rojos, iguales a los de los cortesanos de Luis XV. Era rubia; de un rubio frenético.
No quise romper el silencio porque, precisamente, al sentarse en el sillón, el deshabillé se había arrugado y dejaba al descubierto las dos piernas de la dama en una extensión suficiente para privar del habla a un orador famoso; cuanto más a mí, que hablo poquísimo. Detalle interesante: las medias que envolvían aquellas piernas prodigiosas eran de gasa, color “risa de sordo”.
Pero semejante situación no podía prolongarse. La dama alzó de pronto la cabeza y me dijo:
—Caballero: perdone usted esta intromisión. Soy la vecina del principal derecha. He tenido un feroz disgusto con mi marido y, llevada de la ira, me he ido de casa. Cuando he querido reaccionar estaba en la escalera. ¿Adónde ir así? Y se me ocurrió llamar en su piso. Si a usted le parece, charlaremos un rato, hasta que yo me tranquilice.
—Y es posible que usted consiga tranquilizarse, señora. Quien no podrá tranquilizarse seré yo mientras usted se obstine en mostrar enteramente la región de sus ligas.
La dama rectificó los pliegues de su deshabillé y me hizo de pronto esta pregunta insólita:
—¿Qué opina usted del amor?
—Creo —repuse para ayudarla en su propósito de quitarle tirantez a nuestra entrevista— que el amor es una especie de ascensor hidráulico; se le puede exigir que funcione bien durante cinco años; durante diez; durante quince; pero llega un momento en que se estropea y se niega a funcionar.
—¿Y entonces?
—Entonces, señora, hay que cambiar de ascensor o subir a pie; es inevitable.
La dama sonrió con esa sonrisa luminosa exclusiva de las personas inteligentes.
Luego se inclinó hacia mí, rodeó mi cuello con sus brazos y murmuró esta sola palabra:
—¡Ay!
Cuando una mujer suspira mientras rodea con sus brazos el cuello de un hombre, debe uno darse por enterado de que la dama tiene ganas de suspirar.
—Es usted capaz de enloquecer a cualquier mujer, amigo mío; sin embargo, nuestro amor es imposible. Yo lo sospecho: ¡imposible, sí!
Y se retorció un dedo, luego, dos; después, tres; y, al final, todos los dedos de la mano.
Entonces llamaron a la puerta.
—¡Mi marido!
—¿Usted cree?
Fui a abrir y, en efecto, entró el marido. Tenía un aire triste.
—Caballero —me dijo—. No me explique usted nada. Usted no tiene la culpa. ¡Ella ha sido la que ha venido aquí!… ¡Dios mío, qué vergüenza!
Rompió a llorar, me rogó un vaso de agua, y por tres veces le llevé coñac, tila y azahar.
Al volver yo al despacho me encontraba siempre al marido paseándose excitado, increpando a su mujer, y ésta tumbada en su silla, mirando la calle con gesto displicente.
Por fin, a las ocho de la noche, después de que efectué, trayendo agua, una agotadora labor de camello del desierto, decidieron volverse a su casa.
Ya en la puerta, el marido me estrechó enérgicamente las manos mientras me decía:
—Gracias, gracias… Nunca olvidaré esto; nunca lo olvidaré.
Y se fueron.
Media hora después yo subía rápidamente la escalera y llamaba en el principal derecha. Nadie contestó a mis timbrazos. Entonces el portero, asomándose al hueco del ascensor, me advirtió que en el principal derecha no vivía nadie, pues el cuarto estaba desalquilado desde hacía seis semanas.
Esta noticia me produjo una gran contrariedad. Porque necesitaba hablar de nuevo con los vecinos del principal derecha para preguntarles si ellos habían visto por casualidad, una bolsita con brillantes que yo guardaba en el bargueño de mi despacho y que había echado de menos al rato de marcharse de mi casa el matrimonio. Ω