Malala

Para oponerse a los talibanes en países donde gobiernan o donde tienen control de ciertas zonas geográficas se necesitan unas convicciones muy sólidas y un valor a prueba de todo.

Los talibanes no dudan en destruir, arrasar, torturar, quemar o asesinar en nombre de un Dios cuya voluntad interpretan infaliblemente y hacen cumplir a costa de lo que sea.

Bajo el dominio talibán sufren sobre todo las mujeres, que son sometidas a condiciones de vida en las que quedan cancelados los derechos más elementales.

Malala Yousafzai vivía con su padre en Swat, Pakistán, y tenía apenas 10 años cuando llegaron los talibanes. La cotidianeidad de todos los habitantes cambió brutalmente.

Los talibanes azotaron a las mujeres, asesinaron a los infieles, destruyeron escuelas, clausuraron peluquerías, quemaron los televisores en grandes piras, prohibieron que las niñas fueran a clases, y prohibieron también que la gente escuchara música o cantara, salvo si se trataba de los cánticos gratos al Dios talibán.

Los talibanes mataron policías, mataron músicos, mataron gente que escondía su televisor en el armario, mataron a quienes se atrevieron a protestar por el absurdo terror que se les había impuesto.

Por la radio los talibanes felicitaban a los hombres que se dejaban crecer la barba, a los que cerraban sus tiendas de videos, a los que se deshacían de sus televisores, a los que no dejaban a sus hijas ir a la escuela.

En una actitud inaudita de valentía, Malala alzó la voz defendiendo el derecho de las niñas a estudiar. Tenía tan sólo 13 años cuando empezó a escribir un blog para la BBC bajo el pseudónimo Gul Makai, en el que denunciaba las atrocidades de los fanáticos.

Pero se supo quién era la autora del blog. Los talibanes fueron por ella. El 9 de octubre de 2012, un miliciano de un grupo terrorista vinculado a los talibanes abordó el autobús escolar en el que se trasladaba Malala y le disparó a bocajarro.

Una de las balas entró por debajo del ojo izquierdo, hizo añicos los huesos de la mitad de la cara y rozó el cerebro. Pero Malala fue protegida por las diosas femeninas de todas las religiones y sobrevivió milagrosamente. Media cara estaba afectada. Malala no podía reír, casi no podía hablar, no podía parpadear con el ojo izquierdo. El dolor era insoportable. Se le trasladó al Hospital Reina Isabel de Birmingham, Reino Unido, donde se le hizo cirugía reconstructiva y se le rehabilitó.

Hoy Malala ––a quien recientemente se le ha concedido el Premio Sajarov a la Libertad de Conciencia de la Eurocámara–– es una guapa muchacha de 16 años que no ha perdido el don de la alegría y en cuya mirada no se lee rencor ni amargura sino esperanza y coraje. Para seguir enfrentando a los talibanes, empeñados en reducir a las mujeres a una condición de esclavitud, es imprescindible mucho coraje, palabra que proviene de un vocablo latino que significa corazón. El corazón de Malala y, por ende, su coraje, son más grandes que la obstinada obsesión oscurantista de quienes intentaron asesinarla.