(Fragmentos)
Fernando Savater
No el hecho de la muerte y su espantosa frecuencia estadística sino la certidumbre de la muerte, como destino propio y de todos nuestros semejantes, conocidos o desconocidos, odiados o amados…, esa certeza universal es la que nos convierte en humanos.
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Surgido de la presciencia de la muerte, el espíritu opera contra ella. Todas las sociedades y sus culturas han sido complejos dispositivos para combatir contra la muerte, negando el alcance de sus efectos ya que es imposible negar su realidad misma: «Muerte, ¿dónde está tu victoria?»…
…la ambición social humanísima —y humanizadora— de victoria sobre la muerte tiene también efectos letales, en las colectividades y en las trayectorias individuales. Al propio Becker[2] no se le ocultó que «la paradoja consiste en que el mal le llega al hombre por la misma urgencia de victoria heroica sobre el mal» (Escape from Evil). En su empeño por derrotar la esencial vulnerabilidad humana y por dar plenitud de sentido perenne a nuestra peripecia cósmica, las sociedades han institucionalizado inventos peligrosos, que subvierten efectivamente muchas vidas y aportan muerte en lugar de alejarla. La inmolación de enemigos o extraños en sacrificios humanos, las guerras, conquistas y saqueos, la esclavitud, las persecuciones exterminadoras de los que son diferentes a la normas grupal…, los dogmas colectivos, la acumulación de riquezas y honores para unos pocos a costa de la desposesión de muchos, el ímpetu incansable que lleva a creer que la naturaleza puede ser «dominada» o desnaturalizada, etc. …
…Ciertamente, la muerte es indudable, pero ¿por qué ha de atemorizarnos tanto? No constituye un nuevo problema ni un desaforado peligro, sino la definitiva liberación de todo problema y de todo peligro imagina. Si la muerte nos inquieta hasta tal punto no puede ser más que por dos razones contradictorias: la primer, porque suponemos que es el paso a otro tipo de existencia donde corremos el peligro de enfrentarnos a seres terribles, castigos eternos, etc.; la segunda, porque nos lleva a la nada y nos priva de nuestros bienes, nuestros placeres, el amor de nuestros seres queridos, el gozo de nuestras expectativas, etc. En ambos casos, la raíz de nuestra inquietud consiste en que no creemos verdaderamente en la muerte como tal. La muerte nos preocupa porque no la asumimos con seriedad como lo que es: cesar de ser. La muerte no es ni un mal ni un bien, sino el final de todo mal y de todo bien: y nada sobrevive a ella para deplorar esta aniquilación de nuestras rutinas. La ingenua pregunta «¿adónde iremos tras la vida?» no puede obtener más respuesta cuerda que la ofrecida por Séneca y tantos otros: ex quo natus es duceris, se te lleva allí de donde viniste. ¿Conociste presencias horrendas o benévolas antes de nacer, fuiste entonces castigado o premiado, echaste de menos algo o a alguien durante la previa eternidad en la que aún no eras? Pues eso es lo mismo que te espera —es decir, que no te espera— cuando dejes de ser. Cuanto nos queda es hacer caso que consejo que dio el joven Borges: «Morir es ley de razas y de individuos. Hay que morirse bien, sin demasiado ahínco de quejumbre, sin pretender que el mundo pierda su savia por eso y con alguna burla linda en los labios» (Inquisiciones)…
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La muerte permanece y ha de permanecer inasimilable. Quizá es precisamente eso lo que pretendió decir Spinoza al asegurar que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y toda su sabiduría está concentrada en la vida. El pensamiento sobre la muerte siempre quiere sacar provecho de ella, para conseguir obediencia, orden, humillación de la vida, derogación del placer. El pensamiento muere cuando acepta que su tema más propio es bucear en la muerte, apropiársela En cambio, los poetas asumen la muerte pero oponiéndole la otra gran fuerza que nos individualiza, que nos personifica: el amor. Lo incompatible con la muerte no es vivir (la vida exige la muerte) sino amar: el amor desconoce la fuerza de la muerte, aunque amamos desde la conciencia de nuestra mortalidad y la de lo amado. Así lo dijo Quevedo en versos que la muerte no borrará: «… serán ceniza, pero tendrán sentido / polvo serán, más polvo enamorado». No podemos evitar nuestro polvo y nuestra ceniza, ni siquiera podemos querer contra nuestro polvo y nuestra ceniza, pero podemos intentar darles por medio del amor un sentido inmortal: la fragilidad de nuestro sentido. Así expresó esta dialéctica entre el amor y la muerte otro poeta metafísico de nuestro siglo, el argentino Macedonio Fernández:
No a todo alcanza Amor pues que no puede
romper el gajo con que Muerte toca.
Más poco Muerte logra
si en corazón de Amor su miedo muere.
Más poco Muerte logra, pues no puede
entrar su miedo en pecho donde Amor.
Que Muerte rige a Vida; Amor a Muerte. Ω
[1] Tomado de Diccionario filosófico (2007). Ariel. Barcelona. p. 206-221. (Nota del editor de Perseo)
[2] Ernest Becker, científico, antropólogo y escritor estadounidense, autor de Denial of Death (Negación de la muerte), obra con la que ganó el Premio Pulitzer en 1974, y de Escape from Evil (Escape del mal) (1975). (Nota del editor de Perseo)