No se trataba de un terrorista, de los que en su fanatismo estúpido creen que asesinando sirven a Dios.
¿Qué sentía, qué pensaba mientras descendía, a 700 kilómetros por hora, hacia el impacto que lo destruiría junto con otras 149 personas? ¿En algún momento pasó por su cabeza realizar alguna maniobra que pudiera desviar la ruta de la aeronave y evitar la colisión? ¿Pensó en su novia, en sus padres? ¿En los pasajeros de cuya seguridad era garante? ¿En las familias de esas 149 personas? ¿Qué pasó por su mente cuando el piloto, su compañero de vuelo, le exigía a gritos que abriera la maldita puerta que él había asegurado desde la cabina?
Mientras se acercaba al macizo montañoso, ¿no lo invadió el pánico? Cuando los pasajeros empezaron a gritar presas del horror y la desesperación, ¿no tuvo el impulso de dar marcha atrás en la ejecución de su designio? ¿Qué razonamiento, qué delirio, qué demoniaca voz interior lo llevó a tomar esa decisión inexplicable? ¿Fue premeditada tiempo atrás o la tomó en el instante mismo que el piloto salió de la cabina? ¿Eligió los Alpes por su imponente belleza, porque siempre se había sentido fascinado por su majestuosidad, o bien decidió hacerlo allí simplemente porque allí se le presentó, con la salida del piloto, la oportunidad?
El suicida resuelve dejar el mundo, escapar de la vida que ya no quiere para él. Es su vida, y por tanto su resolución es respetable. Dice Camus que el suicidio es la cuestión más seria de la filosofía. ¿Pero por qué arrastrar a la muerte a otras 149 personas que, a diferencia del que ya no desea seguir en la vida, quieren seguir viviendo?
No se trataba de un terrorista, de los que en su fanatismo estúpido creen que asesinando sirven a Dios o a la revolución o a la causa de los justos. Ahora sabemos que Lufthansa supo de un episodio de depresión en 2009, del que le informó el propio Andreas Lubitz, dato con base en el cual se sugiere la responsabilidad de la aerolínea. Pero Lufthansa recibió posteriormente el dictamen médico de que el problema estaba superado y por eso en 2013 contrató a Lubitz.
En todo el mundo una considerable cantidad de mujeres y hombres con cierta frecuencia se deprimen, pero a nadie se le ocurriría, por ejemplo, que se les deba retirar su licencia de manejo a los taxistas que alguna vez han padecido ese mal para prevenir que un día estrellen a toda velocidad su taxi con pasajeros contra un poste con propósito tanto suicida como homicida, o que deba despedirse de su empleo a los carniceros melancólicos para alejarlos de los cuchillos que un mal día podrían utilizar para matar a un cliente y después matarse ellos mismos.
No soy sicólogo ni siquiatra, ocupaciones que siempre me han parecido de interés mayúsculo porque escudriñan en lo más profundo del alma humana, en sus laberintos más oscuros e incomprensibles, y tratan de entender y de descifrar los enigmas del alma; pero creo que hay conductas humanas cuyas motivaciones y cuya gestación quedan envueltas en sombras que los conocimientos científicos no alcanzan a disipar.
Un proceder como el de Lubitz no tiene precedente. El mundo está estupefacto. El ser humano, nuestra especie, no termina de sorprendernos ni en sus grandes hazañas ni en sus admirables heroísmos ni en sus deplorables miserias ni en esos insólitos episodios que nos dejan atónitos murmurando un angustioso ¿por qué?