Mario Bunge
La verdad anda de capa caída y raída. En efecto, los posmodernos no creen en ella: sostienen que nada se puede saber, que todo lo que creemos saber es ficción o metáfora. Según ellos, no hay verdades, sino sólo convenciones o “construcciones sociales”. Por esto, han decretado que las ciencias sociales son una rama de la literatura (presumiblemente, la rama aburrida). Algunos de ellos, en particular Bruno Latour, Steve Woolgar y Richard Rorty, han afirmado que incluso investigar en matemática y en ciencias naturales no es sino cuestión de hacer inscripciones y entablar conversaciones y negociaciones, nunca de buscar verdades.
Pero los posmodernos no practican lo que predican. Por ejemplo, comen, se asean, se protegen de la lluvia, hacen maniobras para no ser atropellados por automóviles, procuran curarse cuando enferman, y revisan las cuentas que les llegan. O sea, no creen realmente que el hambre, la mugre, la lluvia, el tránsito, la enfermedad y las cuentas sean convenciones o construcciones sociales. De hecho, respetan la verdad aun cuando se ganen la vida despotricando contra ella.
En un país llamado Analitheia
¿Podrían ser coherentes los posmodernos? O sea, ¿es posible subsistir prescindiendo de toda verdad? Veamos. Imaginemos un país, al que llamaremos Analitheia, cuyos habitantes no creen en la verdad. O sea, los analitheicos no advierten la contradicción consistente en afirmar que es verdad que no hay verdades. No lo advierten o no les importa caer en contradicción, que es la peor de las falsedades.
En Analitheia nadie busca verdades, porque se supone que, puesto que no existen, no se las puede encontrar. (¿No se parecen a Analitheia los países cuyos gobiernos gastan más en armamentos y medidas de seguridad que en investigación científica?) Por consiguiente, en Analitheia todos lo ignoran todo.
En esa sociedad nadie aprecia el debate racional, porque no se acepta ningún conjunto de premisas que sirvan de punto de partida. Tampoco se conocen reglas de razonamiento para pasar de premisas verdaderas a conclusiones verdaderas.
En Analitheia nadie confía en los demás, porque no hay motivo para creer que haya quienes suministren informaciones verdaderas. Por lo tanto, cuando alguien oye una afirmación que hace otra persona, la desdeña.
Otra consecuencia es que en Analitheia no hay escuelas: nadie cree que pueda aprender, ni siquiera el sutil arte de mentir. Nadie toma decisiones bien fundadas, porque no se conocen reglas prácticas basadas sobre generalidades verdaderas. Todas las decisiones son impulsivas y por lo tanto llevan casi siempre al fracaso.
En Analitheia no hay otro negocio que el trueque, porque se piensa que no tiene caso averiguar si una transacción es provechosa, un socio leal o un proveedor digno de confianza.
No hay médicos, porque nadie cree en diagnósticos ni en medicamentos. Se desconfía de la medicina por creerse que genera enfermedades en lugar de tratarlas. Por consiguiente, la gente emplea sólo la farmacopea tradicional y los tratamientos basados en encantamientos, interpretaciones de sueños, y hechizos.
En Analitheia tampoco hay abogados, porque no se puede aducir elemento de prueba alguno en favor o en contra de ninguna afirmación. Por consiguiente, la gente dirime sus diferencias a puñetazos.
Tampoco hay un código moral mínimo, porque nadie conoce verdades morales, tales como “Está mal mentir”, “La crueldad es abominable”, “El altruismo es admirable”, “La lealtad es una virtud”, y “La paz es preferible a la victoria”.
¿Quién, en su sano juicio, querría vivir en Analitheia, donde nadie admite que es posible y deseable alcanzar verdades, aunque sean aproximadas? La vida en Analitheia es dura y precaria, porque en ella no hay ciencia, técnica, derecho, ni moral. Es una sociedad notablemente atrasada.
Sin embargo, semejante sociedad podría producir arte, con tal de que no sea representativo ni sirva para comunicar o enseñar. Al fin de cuentas, para ser una obra de arte un artefacto no necesita ser verídico. Pero sería imposible enseñar arte sin suscitar preguntas embarazosas, tales como “¿Es verdad que mezclando pintura azul con pintura amarilla se obtiene pintura verde?”, y “¿Es verdad que la belleza está sólo en los ojos del espectador?”
En Analitheia también podría florecer una ideología formalista que ordenase cumplir ciertos ritos. Pero no se podría alegar en su favor que tales ritos son probadamente eficaces. Habría que limitarse a sancionar a quienes no los cumpliese.
Por consiguiente, en Analitheia, al igual que en los primeros asentamientos coloniales, podría haber cuarteles, cárceles y templos. Pero no habría escuelas, hospitales, ni tribunales. La vida sería, en palabras de Thomas Hobbes, “breve, fea y bestial”. Por algo Analitheia es una distopía, o sea, lo contrario de una utopía.
La búsqueda de la verdad
La moraleja de nuestra fábula es clara. La verdad no es sólo deseable: es de rigor en todos los terrenos. En otras palabras, la búsqueda y utilización de la verdad no debiera limitarse a la ciencia y la técnica. Debiera buscársela y empleársela donde quiera que el conocimiento sea interesante o útil, desde la agricultura hasta la cosmología y desde la sociología hasta la filosofía. Quien no busque verdades no las encontrará, y quien no encuentre ni use verdades a diario llevará una vida primitiva, aburrida e inútil, cuando no perjudicial a otros.
¿Es dogmática esta postura? No, porque el dogma obstaculiza la investigación y genera debates interminables, en tanto que la investigación rigurosa es fértil. En efecto, si un terreno, antes regido por la rutina y la superstición, se cultiva a la luz de la razón y la experiencia, puede terminar por incorporarse al sistema del conocimiento auténtico. Esto es lo que ocurrió con la medicina, la psicología y la sociología en el curso del siglo 20: se tornaron científicas.
En resolución, la vida que hoy consideramos normal requiere una rica panoplia de verdades de todo tipo. Los posmodernos, que niegan la verdad, sobreviven sólo porque hay otros que trabajan por ellos, ajustándose al precepto de que los seres racionales sólo actúan sobre la base de verdades que, aunque a menudo imperfectas, son casi siempre perfectibles. Ω