La tierra prometida

La historia de las migraciones humanas masivas se inicia probablemente en el Paleolítico, hace unos 70 mil años. El periodo glacial generó importantes alteraciones climáticas. El norte de África se transformó en un enorme desierto. Nuestros antepasados —unos cuantos miles de cazadores-recolectores— se vieron orillados a desplazarse fuera del continente donde habían vivido en busca de alimento y protección.

            Como ocurría en la prehistoria, el propósito de cambiar de residencia nace del anhelo de mejorar las condiciones de vida. En la actualidad no es el clima lo que motiva las migraciones, sino la miseria, la ausencia de oportunidades de ascenso social, el desempleo, la inseguridad, las contiendas bélicas, las persecuciones políticas y religiosas. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) informó en 2014 que había en el mundo 214 millones de migrantes.

            Las migraciones han dado lugar al enriquecimiento cultural de los diferentes grupos: al retroalimentarse, las diversas culturas acercan a los seres humanos que les han dado origen, y unos aprenden de otros. En el aspecto económico, las migraciones han propiciado el incremento en el Producto Interno Bruto per cápita de las economías avanzadas, debido a que la incorporación de trabajadores que llegan de fuera compensa la escasez de mano de obra a que dan lugar los bajos índices de natalidad que se registran en esas sociedades.

            Pero el extraño llega a la tierra prometida en medio del recelo de los residentes, que consideran que esa tierra es sólo suya. El recién llegado tiene otros hábitos, habla de otra manera, es diferente, parece raro. Lejos de otorgarle el beneficio de la duda, se le mira con el maleficio de la desconfianza. Desde su llegada es presunto culpable de algo innombrado, pues todavía no se le acusa de nada ni ha dado lugar a reproche alguno, ni siquiera a una pálida sospecha. Ocupa nuestro espacio: en eso consiste su culpabilidad. Si nosotros mismos llegamos de otra parte, o lo hicieron nuestros padres, abuelos o bisabuelos, parece que lo hemos olvidado. Nos sentimos invadidos. Porque hemos marcado nuestro territorio tal como lo marcan los lobos.

            La heterofobia —es decir, la desconfianza, el miedo y hasta el odio contra los que no pertenecen a nuestro grupo— favorece que las medidas contra los migrantes sean vistas con buenos ojos por amplios segmentos de la población de los países receptores, sociedades avanzadas con altos niveles de bienestar. Esas medidas, desde el punto de vista humanitario, pueden ser catastróficas. Seis millones de mexicanos que residen ilegalmente en Estados Unidos han empezado a vivir bajo la zozobra, pues cada deportación implica la separación de los seres queridos y el fin del sueño. No quieren regresar a México, donde les esperaría el desempleo, el empleo precario o un salario insuficiente. En Estados Unidos sus ingresos les permiten enviar a sus familias cantidades que en total ascienden a 24 mil millones de dólares al año.

            Advirtamos lo esencial: todos pertenecemos a la misma especie, y esa pertenencia nos hace partícipes de un destino común. La palabra huésped en castellano tiene dos acepciones contrapuestas: la persona alojada en casa ajena y la persona que hospeda en su casa a otra. Ese doble significado —advierte Fernando Savater— encierra en el fondo una verdad muy profunda sobre la condición humana: todos somos a la vez el forastero recibido en casa ajena y el anfitrión que le aloja y debe preocuparse por su bienestar.

            Nacer es llegar a un país extranjero. Todos llegamos al mundo totalmente indefensos. Necesitamos que se nos alimente, se nos abrigue, se nos cuide. Más adelante tendremos que ocuparnos de los que arribarán después. “¿Quién puede parecerse más a ti, quién tiene más derecho a llamarse tu semejante y hasta tu hermano —pregunta Savater— que aquella o aquel que llega desde no se sabe dónde, cuanto más lejos mejor? Quizá toda la ética de la que tanto venimos hablando pueda resumirse en respetar las leyes no escritas de la hospitalidad: en todas las épocas y latitudes portarse hospitalariamente con quien lo necesita —y por ello se nos asemeja— es ser realmente humano”.