El barril de amontillado1

Édgar Allan Poe [2]

Yo había soportado lo mejor posible los miles de desprecios de Fortunato, pero cuando él se atrevió a insultarme, juré que me vengaría. Ustedes saben bien cómo soy, y, sin embargo, no dije ni una palabra de amenaza. Tarde o temprano yo me vengaría, eso era definitivo —pero la misma seguridad de mi decisión excluía la idea de que yo me pusiera en peligro—. No solamente lo castigaría, sino que lo haría impunemente. Un mal no queda vengado si por la venganza le sobreviene algún daño al vengador. Tampoco, si éste no le hace saber a su enemigo quién lo ha castigado.

Debe quedar bien claro que ni de palabra ni de obra di motivo a Fortunato para que dudara de mi buena voluntad hacia él. Seguí actuando como siempre, sonriéndole, y él no se dio cuenta de que mi sonrisa, ahora, se debía a que yo estaba imaginando cómo lo asesinaría.

Fortunato tenía un punto débil —aunque en otros aspectos era un hombre para ser respetado y aun temido—. Se enorgullecía de su conocimiento en materia de vinos. Pocos italianos son verdaderamente buenos catadores. La mayoría de ellos se adapta a los tiempos y a las oportunidades para engañar a los millonarios británicos y austriacos. En materia de pintura y de joyería, Fortunato, al igual que sus paisanos, era un improvisado, pero en cuanto a vinos añejos era un conocedor. En esta materia yo no difería mucho de él; por derecho propio yo era un experto en vinos italianos y compraba una gran cantidad de ellos cada vez que podía.

Cuando comenzaba a oscurecer en una noche en que el Carnaval estaba en su locura máxima, me topé con mi amigo. Me saludó con excesiva cordialidad porque había bebido mucho. Estaba disfrazado de Arlequín. Llevaba un traje ajustado, con algunas rayas, y coronaba su cabeza un sombrero cónico con cascabeles. Yo estaba tan contento de verlo que apreté su mano como creí que nunca lo había hecho.

Le dije: —Mi querido Fortunato, qué suerte que te encuentro. ¡Qué bien te ves hoy! Me llegó un barril de algo que parece amontillado, pero tengo mis dudas.

            —¿Cómo?— dijo él —¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en medio del Carnaval!

       —Tengo mis dudas— respondí; —y sería muy tonto si pagara todo el precio del amontillado sin haberte consultado. No pude encontrarte, y lo recibí porque temí perder la oferta.

            —¡Amontillado!

            —Tengo mis dudas.

            —¡Amontillado!

            —Y tengo que pagarles.

            —¡Amontillado!

            —Como tú estás ocupado, voy a buscar a Luchesi. Si alguien tiene sentido crítico, es él. Él me dirá…

            —Luchesi no puede distinguir el amontillado del jerez.

           —Y sin embargo algunos tontos sostienen que su paladar es tan bueno como el tuyo.

            —Ven, vamos.

            —¿A dónde?

            —A tus bodegas.

          —No, mi amigo; no abusaré de tu bondad. Comprendo que tienes un compromiso. Luchesi…

            —No tengo ningún compromiso; vamos.

          —No, mi amigo. No es el compromiso sino el severo resfriado que veo que tienes. Las bodegas son insoportablemente húmedas. Sus paredes están incrustadas de salitre.

            —Vamos de todas maneras. El resfriado no importa. ¡Amontillado! Te han engañado; y Luchesi no puede distinguir el jerez del amontillado.

Así diciendo, Fortunato me tomó del brazo. Me puse un antifaz de seda negra, me ajusté la capa y soporté que me llevara de prisa hasta mi palacio.

Los criados no estaban en casa; se habían escapado para divertirse en la fiesta. Yo les había dicho que no regresaría hasta la mañana siguiente y les di órdenes expresas de que no molestaran por la casa. Yo sabía bien que tales órdenes eran suficientes para asegurarme de que todos desaparecerían inmediatamente tan pronto les diera yo la espalda.

Tomé dos antorchas de sus candelabros, le di una a Fortunato y lo llevé por varias habitaciones al corredor abovedado que conducía a las bodegas. Bajé por una larga y tortuosa escalera pidiéndole que tuviera cuidado mientras me seguía. Por fin llegamos al pie de la pendiente y nos detuvimos juntos sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro sonaban mientras caminaba.

            —El barril— dijo él.

           —Está más allá— dije yo — pero observa la trama blanca que brilla en las paredes de esta caverna.

Se volvió hacia mí y me miró a los ojos con sus nubladas pupilas que destilaban lagañas de intoxicación.

            —¿Salitre?— preguntó, al fin.

            —Salitre— le contesté. —¿Cuánto hace que tienes esa tos?

            —¡Cof! ¡cof! ¡cof!  —¡cof! ¡cof! ¡cof! —¡cof! ¡cof! ¡cof! —¡cof! ¡cof! ¡cof! —¡cof! ¡cof! ¡cof!

A mi pobre amigo no le fue posible responder durante varios minutos.

            —No es nada— dijo al fin.

          —Ven— le dije con decisión —regresemos; tu salud para mí es preciosa. Eres rico, respetado, admirado y amado; eres feliz como yo lo fui alguna vez. Eres un hombre que nos hace falta. Este asunto no importa. Regresemos; enfermarás y no quiero ser el responsable. Además, está Luchesi

            —Basta— dijo él; —la tos no es nada; no va a matarme. No voy a morir de una tos.

       —Claro… claro— respondí; —y, de verdad, no tenía yo la intención de alarmarte innecesariamente… pero tienes que tomar todas las precauciones posibles. Un trago de este medoc[3] nos protegerá de la humedad.

Entonces destapé una botella que saqué de una larga fila de varias que descansaban en el moho.

            —Bebe— le dije, ofreciéndole el vino.

Él se llevó la botella a los labios mirándome con malicia. Hizo una pausa y asintió afectuosamente mientras sus cascabeles sonaban.

            —Brindo— dijo —por los que están sepultados y descansan alrededor de nosotros.

            —Y yo porque tu vida sea larga.

Cogió de nuevo mi brazo y seguimos avanzando.

            —Estas bodegas son muy vastas— dijo.

            —Los Montresors éramos una familia muy numerosa— contesté.

            —No recuerdo cómo es el escudo de armas de tu familia.

            —Un gran pie dorado, en campo azul, que aplasta a una serpiente, cuyos colmillos se clavan en el talón.

            —¿Y el lema familiar?

            —”Nadie me provoca impunemente.”

            —¡Muy bien!— dijo.

El vino hacía brillar sus ojos y los cascabeles sonaban. Mi propia imaginación se iba excitando con el medoc. Habíamos pasado a través de paredes de huesos apilados, con barriles y toneles entremezclados, hasta los rincones más profundos de las catacumbas. Me detuve de nuevo y entonces me atreví a sujetar el brazo de Fortunato por encima del codo.

            —¡El salitre!— dije: —ve cómo aumenta; cuelga de la bóvedas como si fuera musgo. Estamos debajo del cauce del río. Las gotas de humedad se filtran entre los huesos. Ven, regresemos antes de que sea demasiado tarde. Tu tos…

            —Mi tos no es nada— dijo; —continuemos. Pero, antes, otro trago de medoc.

Destapé un botellón de De Grave[4] y se lo ofrecí. Lo vació de un solo trago. Sus ojos destellaron una luz feroz. Echó a reír y arrojó la botella hacia arriba con un gesto que no entendí.

Lo miré con asombro. El repitió el gesto, que era grotesco.

            —¿No comprendes?— me dijo.

            —No, no comprendo— le respondí.

            —Entonces no eres de la hermandad.

            —¿Cómo?

            —No eres de los masones.

            —Sí, sí— dije —¡sí!, sí.

            —¿Tú? ¡Imposible! ¿Un masón?

            —Un masón.— Respondí.

            —Un signo— dijo —un signo.

            —Aquí está— repliqué, sacando de los pliegues de mi capa una cuchara de albañil.

          —Bromeas— exclamó, retrocediendo unos pasos. —Pero procedamos al amontillado.

            —Que así sea— dije, guardando la cuchara en mi capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo. Se apoyó pesadamente en él. Seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por varios arcos bajos, descendimos, continuamos avanzando y, descendiendo de nuevo, llegamos a una cripta profunda en la que el aire enrarecido hizo que nuestras antorchas brillaran en lugar de flamear.

En el extremo más alejado de la cripta se encontraba otra más pequeña. En sus paredes se alineaban restos humanos apilados hasta la bóveda superior, a la manera de las grandes catacumbas de París. Tres de los lados de esta cripta interior estaban todavía ornamentados de esta manera. Los huesos de la cuarta pared habían sido desprendidos y arrojados al suelo, donde permanecían promiscuamente sobre la tierra formando en un punto un montículo de cierto tamaño. Dentro de la pared, así expuesta por la remoción de los huesos, percibimos un hueco interior de una profundidad de poco más de un metro, una anchura de un metro y una altura de aproximadamente dos metros. No parecía haber sido construido para algún uso especial, sino que formaba solamente un intervalo entre los dos soportes colosales del techo de las catacumbas, y su fondo era una de las paredes de sólido granito que las circundaban.

Era en vano que Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, tratara de mirar hacia la profundidad de la cavidad. La débil luz falleciente no nos permitía ver.

            —Avanza— le dije. —Adentro está el amontillado. En cuanto a Luchesi…

            —Es un ignorante— interrumpió mi amigo mientras caminaba trabajosamente hacia delante y yo lo seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al extremo del nicho, y, al hallar que su avance estaba impedido por la roca, se detuvo estúpidamente desconcertado. En un momento lo había encadenado yo al granito, en cuya superficie había dos argollas separadas horizontalmente unos sesenta centímetros. De una de ellas estaba sujeta una cadena corta y en la otra había un candado. Pasar la cadena por encima de su cintura y asegurarla al candado no me llevó sino unos instantes. Él estaba muy aturdido como para resistirse. Saqué la llave y salí del agujero.

            —Palpa la pared— le  dije —no podrás dejar de sentir el salitre. En verdad, está muy húmeda. Una vez más déjame que te ruegue que regresemos… ¿No? Entonces, decididamente tengo que dejarte. Pero antes debo brindarte todas las atenciones que pueda.

            —¡El amontillado!— gritó mi amigo, que todavía no se recuperaba de su asombro.

            —Claro— respondí —el amontillado.

Mientras decía estas palabras me puse a trabajar entre el montón de huesos que mencioné antes. Apartándolos, pronto descubrí una porción de piedra de construcción y mezcla de cemento. Con estos materiales y con ayuda de mi cuchara de albañil comencé a tapiar vigorosamente la entrada del nicho.

Apenas había colocado una hilera de piedras cuando me di cuenta de que la borrachera de mi amigo había desaparecido en buena medida. La primera señal de esto fue un sordo grito quejumbroso que provenía de lo profundo del nicho. No era el grito de un borracho. Luego hubo un largo y obstinado silencio. Coloque la segunda hilera, la tercera y la cuarta, y, entonces, escuché las sacudidas furiosas de la cadena. El ruido duró por varios minutos durante los cuales, para escuchar con la mayor satisfacción, interrumpí mi labor y me senté encima de los huesos. Cuando finalmente el ruido disminuyo, cogí de nuevo la cuchara y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hileras. La pared ahora ya estaba casi a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve y, sosteniendo la antorcha encima de la tapia que acababa yo de levantar, proyecté unos cuantos débiles rayos de luz sobre la figura que estaba dentro.

Una sucesión de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta de la figura encadenada, como si quisiera empujarme con violencia hacia atrás. Por un breve momento dudé… temblé. Desenvainando mi espada, comencé a lanzar estocadas a tientas hacia el interior del nicho, pero reflexioné por un instante y me tranquilicé. Puse mi mano sobre la sólida estructura de las catacumbas y me sentí satisfecho. Volví a acercarme a la pared. Contesté los gritos de quien clamaba. Los repetí… los reforcé… los sobrepasé en volumen y en fuerza. Así lo hice, y el clamador calló.

Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su fin. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Había casi terminado la undécima, que era la última; no faltaba más que una piedra que colocar y cubrir. Me costó trabajo levantarla; la coloqué parcialmente en el lugar al que estaba destinada. Pero ahora me llegó desde el nicho una risa sorda  que me puso los cabellos de punta. La sucedió una voz triste que difícilmente reconocí como la del noble Fortunato. Esa voz decía:

            —¡Ja! ¡ja! ¡ja!… ¡je! ¡je! ¡je!… una muy buena broma, de veras… una excelente burla. Cómo nos reiremos de ella en el palacio… ¡je! ¡je! ¡je!.. de nuestro vino… ¡je! ¡je! ¡je!..

            —¡El amontillado!— dije.

          —¡Je! ¡je! ¡je!… ¡je! ¡je! ¡je!… sí, el amontillado. Pero ¿no se hace tarde? ¿No nos esperan en el palacio la señora Fortunato y los demás? Ya vámonos.

            —Sí— dije —vámonos.

            —“¡Por el amor de Dios, Montresor!”

            —Sí— dije —por el amor de Dios.

Pero esperé en vano por una respuesta a estas palabras. Me impacienté. Grité:

            —¡Fortunato!

            —No hubo respuesta. Grité otra vez:

            —¡Fortunato!

Tampoco hubo respuesta. Introduje una antorcha por la abertura que quedaba y la dejé caer. En respuesta sólo hubo un tintineo de los cascabeles. Me dolió el corazón… a causa de la humedad de las catacumbas. Me apuré para terminar mi trabajo. Forcé la última piedra para colocarla en su posición y la cubrí con mezcla. Contra la nueva pared repuse la antigua muralla de huesos. Por medio siglo ningún mortal ha vuelto a tocarlos. ¡In pace requiescat!


[1] El amontillado es un vino generoso de Montilla, España.

[2] Traducción de José A. Aguilar V. a partir de la versión que se encuentra en: Tales of mystery and imagination. Versión facsimilar de la primera edición publicada en 1919 por George G. Harrap. The Mysterious Press. Nueva York. 1988, p. 296-303.

[3] Vino tinto de la región de Médoc, Francia. (NT)

[4] Vino tinto de Pointe de Grave, la más norteña región de Médoc (Francia.) (NT)