La bruja1 Un estudio de las supersticiones en la Edad Media

(La bruja, según la Enciclopedia Británica, es la obra más importante sobre supersticiones medievales que se haya escrito. Su autor, el famoso historiador francés Jules Michelet, se basó para componerla en textos de autores antiguos respetados, en los manuales de los propios inquisidores y, sobre todo, en las actas judiciales y los procesos publicados. Reproducimos aquí la ‘Introducción’<p. 29-41> y el capítulo II del libro segundo ‘El martillo de las brujas <p. 171-18>). Nota del editor.)

INTRODUCCIÓN

Sprenger ha dicho (antes de 1500): «Hay que hablar de la herejía de las brujas y no de los brujos, porque estos cuentan poco». Y otro escritor de la época de Luis XIII añadiría: «Por un brujo hay diez mil brujas».

«La Naturaleza las ha hecho hechiceras». Es su propio genio, su temperamento femenino. La mujer nace ya hada. En los periodos de exaltación, que se suceden regularmente se convierte en Sibila. Por amor, en maga. Por su agudeza, su astucia (a menudo fantástica y bienhechora) es una Bruja hechicera que atrae la buena suerte, o por lo menos, alivia las desgracias.

Todos los pueblos primitivos empiezan de la misma manera, como lo vemos por los viajes. El hombre caza y combate. La mujer piensa e imagina, engendra a los sueños y a los dioses; ciertos días se vuelve vidente, roza el infinito del deseo y del sueño. Para contar mejor el tiempo, observa el cielo, sin perder su interés por la tierra. Cuando joven y hermosa contempla las flores amorosas y las conoce muy bien. Más tarde, ya mujer, las utiliza para curar a aquellos que ama.

¡Así de sencillo es el inicio de las religiones y de las ciencias! Más tarde todo se complicará; veremos aparecer a los especialistas; juglar, astrólogo o profeta, nigromante, sacerdote, médico. Pero en el principio, la mujer lo era todo.

Una religión fuerte y viva, como lo fue el paganismo griego, empieza con la Sibila y termina con la Bruja. La primera, virgen y bella lo arrulló a la luz del día, le dio el encanto y la aureola. Más tarde, enfermo, decaído, en las tinieblas de la Edad Media, en las landas y en los bosques, la bruja lo mantiene oculto; su intrépida piedad le alimentó y le ayudó a sobrevivir. Así, para las religiones, la mujer es madre, tierna guardiana y nodriza fiel. Los dioses son como los hombres; nacen y mueren en su seno.

¡Su fidelidad le ha costado cara!…¡Reinas y magas de Persia, encantadora Circe, sublime Sibila! ¿en qué os habéis convertido?, ¿qué bárbara transformación habéis sufrido?…Aquella que, desde el trono de Oriente, enseñó las virtudes de las plantas y los caminos de las estrellas, aquella que, desde el trípode de Delfos, iluminada por el Dios de la luz, concedía sus oráculos a la gente arrodillada a sus pies, aquella mil años después será perseguida y cazada como una bestia salvaje, deshonrada, lapidada, arrojada a la hoguera.

Contra la infortunada, el clero no tiene bastantes hogueras, ni el pueblo bastantes ofensas, ni el niño bastantes piedras. El poeta, (también un niño) le lanza otra piedra, más cruel aún para una mujer: supone, gratuitamente, que siempre fue vieja y fea. La palabra bruja se asocia automáticamente con las espantosas viejas de Macbeth. Pero sus crueles procesos enseñan lo contrario. Muchas perecieron precisamente porque eran jóvenes y hermosas.

La Sibyla precedía el maleficio y la Bruja lo hacía. Esta es la grande, la verdadera diferencia. La Bruja invoca, conjura y actúa sobre el destino. No es la Casandra antigua, que veía claramente el porvenir, lo lamentaba y lo esperaba. La Bruja crea el porvenir. Más que Circe, más que Medea, tiene en la mano la varita mágica del milagro natural, y por ayuda y hermana, a la naturaleza. Ofrece ya los rasgos del Prometeo moderno. De ella parte la industria, el conocimiento que cura y rehace al hombre. Al revés de la Sibyla, que parecía contemplar la aurora, ella contempla el poniente; pero justamente este poniente sombrío da, mucho antes que la aurora (como sucede en los Alpes), un nacimiento anticipado del día.

El sacerdote se da cuenta del peligro; la sacerdotisa de la Naturaleza a la que aparenta despreciar es el verdadero enemigo, el rival terrible. Ella ha concebido nuevos dioses de los dioses antiguos, ella está a punto de dar a luz, del Satán del pasado al Satán del porvenir.

Durante mil años, la Bruja fue el único médico del pueblo. Los emperadores, los reyes, los papas, la gran nobleza tenían algunos médicos de Salerno, musulmanes, judíos, pero la masa del pueblo no consultaba más que a la Saga o a la mujer-sabia. Si no curaba, se la atacaba, se la llamaba bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor, se le llamaba igual que a las Hadas, Buena mujer o Bella dama«»

A la bruja se le ocurrió lo mismo que a su planta favorita, la Belladona y a otras pociones medicinales, que empleaba y que fueron el antídoto de las grandes epidemias medievales. El niño o el viandante ignorante maldice estas flores sombrías antes de conocerlas. Sus ambiguos olores le asustan y huye de ellas. Sin embargo son las Consoladoras (solonáceas) que, discretamente administradas, han curado o aliviado frecuentemente tantos males.

A las brujas se las encuentra, necesariamente, en lugares siniestros, aislados, malditos, entre ruinas y escombros. ¿Dónde habían de vivir, si no en las landas salvajes las infortunadas, de tal forma perseguidas, malditas, proscritas? La novia del Diablo, la envenenadora que curaba, hizo mucho bien según Paracelso, el gran médico del Renacimiento. Cuando este quemó toda la medicina en Basilea, en 1527, afirmó no saber más que lo que le habían enseñado las brujas.

Esto merecía una recompensa y la tuvieron. Se les pagó con torturas y hogueras. Inventaron, para ellas, suplicios y dolores especiales; fueron juzgadas en masa y condenadas por una palabra. Jamás se habían prodigado tantas vidas humanas. Sin hablar de España, tierra clásica de hogueras, donde se persigue al Moro y al Judío y a la Bruja —fueron quemadas siete mil en Trévedis, y no sé cuantas en Toulouse; en Ginebra, quinientas, en tres meses (1513); ochoscientas, en Wurtzbourg, casi de una hornada mil quinientos en Bamberg (dos pequeñísimos obispados). Fernando II, el Beato, el cruel emperador de la guerra de los Treinta Años, se vio obligado a vigilar de cerca a sus santos obispos, capaces de llegar a quemar a todos sus súbditos. En la lista de Wurtzbourg he encontrado un brujo de once años, que iba a la escuela, y una bruja de quince y, en Bayona, a dos de diecisiete, condenadamente bonitas.

En ciertas épocas, el odio mataba a cualquiera, por el mero hecho de ser llamada bruja. Los celos de las mujeres, la codicia de los hombres, recurrían fácilmente a esta arma tan cómoda. ¿Aquella es rica?….pues bien, es Bruja. La otra es guapa…también es bruja. Veremos a la Murgui, una pequeña mendiga, que, con esta piedra terrible, señala en la frente para la muerte a la castellana de Lancinena, una gran señora que era demasiado hermosa.

Si pueden, las acusadas se matan para evitar la tortura. Remy, el excelente juez de Lorena, que llegó a quemar ochocientas brujas, explica triunfalmente el terror desencadenado: «Mi justicia es tan buena, que dieciséis, que fueron detenidas el otro día, no esperaron al juicio y se colgaron antes».

Durante los treinta años que he dedicado a la redacción de mi Historia, ha pasado y repasado, una y otra vez, entre mis manos esta horrible literatura de la brujería. He agotado primero los manuales de la Inquisición, las brutalidades de los dominicos (Látigos, Martillos, Torcecuellos, Fustigaciones, Horcas, etc., tales son los títulos de sus libros). Después leí a los parlamentarios, a los jueces laicos que sucedieron a estos frailes y que los despreciaron sin dejar de ser, por ello, menos estúpidos. He dicho algo sobre esto en otra parte. Aquí una sola observación: desde el año 1300 hasta el 1600 e incluso hasta más tarde, la justicia es la misma. Excepto durante un pequeño lapso de tiempo, en el Parlamento de París, siempre, se repite la misma ferocidad propia de ignorantes. Los inteligentes no hace nada en este aspecto. El espiritual De Lancre, magistrado de Burdeos durante el reinado de Enrique IV, muy avanzado en política, cuando se trata de brujería cae al nivel de un Nider, de un Sprenger, de cualquier estúpido monje del siglo XV.

Resulta verdaderamente asombroso comprobar que en tiempos tan diversos, hombres de cultura diferente, no sean capaces de avanzar ni un paso. Más tarde se comprende que unos y otros quedaron parados, irremediablemente cegados, embriagados y seducidos por el veneno de sus principios. Tales principios constituyen un dogma de injusticia fundamental: «Todos perdidos, sólo por uno y no sólo castigados, sino dignos de serlo, viciados y pervertidos de antemano, muertos para Dios, incluso antes de nacer. El niño que mama ya está condenado».

¿Quién dice esto? Todos, incluso Bossuet. Una importante jerarquía eclesiástica de Roma, Spina, Maestro de Palacio Sagrado, lo formula claramente: ¿«Por qué permite Dios la muerte de los inocentes? Dios obra siempre justicieramente, porque no mueren a causa de los pecados que han cometido, sino porque son siempre culpables a causa del pecado original» (De Strigibus, p.9)

De esta enormidad se derivan dos cosas, tanto desde el punto de vista de la justicia, como de la lógica. El juez actúa con absoluta seguridad; aquél que tiene delante es culpable, y, si se defiende, todavía peor. La justicia no tiene que cavilar mucho, ni romperse la cabeza para distinguirlo verdadero de lo falso, porque ya de entrada ha tomado partido. El lógico, el escolástico, sólo tiene que analizar el alma y darse cuenta de su complejidad, de sus luchas interiores. No necesita explicarse, como nosotros cómo es esta alma, como puede llegar a ser poco a poco viciosa. De tales delicadezas y titubeos —si pudiera comprenderlos— se reirían, menearían despectivamente la cabeza. ¡Cómo se balancearían entonces sus soberbias orejas, que adornan su vacío cráneo!

Cuando se trata del Pacto diabólico, del contubernio espantoso, en virtud del cual, el alma se vende a los tormentos eternos por la ganancia de un día, nosotros sentiríamos la necesidad de indagar las desgracias y crímenes que la habían inducido a seguir por la senda maldita. ¿Ha hecho algo semejante nuestro hombre? Obviamente para él, el alma y el diablo habían nacido el uno para el otro, por ello, a la primera tentación, por un simple capricho, un deseo, una idea pasajera, el alma se arroja a tan horribles extremos.

Tampoco veo que nuestros modernos se hayan formulado demasiadas preguntas acerca de la cronología moral de la brujería. Se aferran demasiado a las relaciones existentes entre la edad media y la antigüedad. Relaciones reales, pero débiles, de escasa importancia. Ni la antigua Maga, ni la Vidente céltica y germánica son todavía la verdadera Bruja. Las inocentes fiestas báquicas, pequeños aquellares rurales, que perduraron durante la Edad media, no son de ninguna manera las Misas negras del siglo XIV, que representan un desafío solemne a Jesucristo. Estos terribles conceptos no llegaron por la larga cadena de la tradición: serán, simplemente, hijos del horror del tiempo.

¿De dónde procede la Bruja? Sin ninguna duda: «De los tiempos de la desesperación».

¿Qué hizo la Iglesia ante la desesperación profunda? Sin ninguna duda: «La Bruja es su crimen».

No me voy a entretener en sus melifluas explicaciones, con que pretenden atenuarlo: «La criatura era débil, inclinada a las tentaciones. Fue inducida al mal por la concupiscencia». Por tanto no son la miseria, ni el hambre de aquellos tiempos la causa que arrastraba al furor diabólico. Si la mujer enamorada, celosa y abandonada, o el niño maltratado por su madrastra, o la madre apaleada por su hijo (viejos temas de leyendas) han podido sentir la tentación de invocar al Espíritu del Mal, todo esto no es brujería. El hecho de que estas pobres criaturas invoquen a Satán, no presupone que él las acepte. Estas pobres criaturas están lejos y bien lejos de estar maduras para él. No odian a Dios.

Para comprender mejor todo esto, leed los execrables registros que nos quedan de la Inquisición, no en los resúmenes de Llorente, de Lamothe-Langon, etc., sino en los registros originales de Toulouse. Leedlos en toda su crudeza, su triste sequedad, tan espantosamente salvaje. Al cabo de unas páginas, uno se siente asqueado, invadido por un frío glacial. La muerte, la muerte, la muerte es lo único que hay en cada línea. Uno se siente como en un ataúd, o en una celda de piedra con los muros enmohecidos. Los más felices debían ser los que acababan muriendo. El horror está en el in pace. Esta palabra, que se repite sin cesar, como una campana abominable, que suena y resuena para desesperar a los muertos vivientes, es siempre la misma: emparedados.

Espantosa máquina de destrucción, de aniquilamiento físico y espiritual. De vuelta de tornillo en vuelta de tornillo, crujiendo ya, sin poder respirar. La Bruja salió de la máquina y cayó en un mundo desconocido.

Así nació la Bruja, sin padre ni madre, ni hijo, ni esposo, ni familia. Es un monstruo, un aerolito, venido de no se sabe dónde. ¡Dios mío, quien se atreverá a acercarse a ella!

¿Dónde vive? En lugares de difícil acceso, en los bosques de zarzas, en las landas, donde los espinos y los cardos enmarañados impiden el paso. Por la noche, se resguarda bajo cualquier dolmen. Si se la encuentra, sigue aislada por el común horror. Tiene alrededor de sí misma como un círculo de fuego.

¿Quién la creerá? A pesar de todo, es todavía una mujer. Su destino terrible tensa sus resortes de mujer, su electricidad femenina. Se agudizan especialmente en ella dos dones:

El iluminismo de la locura lúcida que, según sus grados puede ser poesía, percepción, penetración, la palabra ingenua y astuta, y, sobre todo, la facultad de creerse todas sus propias mentiras. Don desconocido en el brujo. Con él, nada hubiera empezado.

De este don deriva el otro, el sublime poder de la concepción solitaria, la partenogénesis, que nuestros fisiólogos reconocen hoy en las hembras de numerosas especies, por la fecundidad de su cuerpo, y que se da también en las concepciones del espíritu.

Sola, concibe y da a luz. ¿A quién? A una réplica de sí misma. Paradójicamente tiene un hijo del odio, concebido por amor, ya que sin amor no se crea nada. Aunque asustada por el nacimiento de este niño, se reconoce en él, se complace de tal manera en este ídolo, que lo coloca al instante sobre el altar, le honra, le inmola ante él, ofreciéndose como víctima y hostia viviente. A menudo ella misma le dirá a su juez: «No temo más que una cosa: sufrir demasiado poco por él» (Lancre).

¿Sabéis cómo son los primeros pasos del niño? Una tremenda explosión de risas. Tiene motivos para estar alegre; vive libre en las praderas, lejos de los calabozos de España y de los emparadamientos de Toulouse.  Su in pace es nada menos que el mundo. Va, viene, se pasea. ¡Suyos son el bosque sin límites, las landas de lejanos horizontes, la tierra entera! La bruja le llama tiernamente  «Mi Robin», porque aquel valiente proscrito, el alegre Robin Hood, que vivió también en el bosque. Le gusta llamarle otras veces Verdelet (tierno, inmaduro), Joli-bois, Vert-bois, que son los lugares preferidos del travieso. En cuanto ve un matorral, hace novillos.

Lo que asombra más es que la Bruja haya creado un auténtico ser humano, dotado de las características de los seres humanos reales. Se le ha visto y oído. Se le puede describir.

Por el contrario, la Iglesia ha resultado impotente a la hora de engendrar. ¡Qué pálidos, diáfanos, transparentes, incoloros resultan sus ángeles!

Incluso sus demonios, que la Iglesia copió de los rabinos, la sucia legión rugiente, etc., no logran el pretendido realismo terrorífico. Son figuras más grotescas que terribles, fluctuantes, bufonescas.

Muy diferente es el Satán que surge del seno ardiente de la Bruja, vino, armado, blandiendo las armas amenazador.

Por grande que haya sido el miedo que ha inspirado, hay que confesar que sin él, no habríamos muerto de pura monotonía. De todas las plagas que azotan a esta época, el aburrimiento es quizá la más pesada. Cuando se intenta hacer hablar a las Tres Personas entre ellas, como tuvo la mala idea de hacerlo Milton, el aburrimiento se eleva a lo sublime. Entre una y otra hay un sí eterno. Entre los ángeles y los santos, el mismo sí. Todos aparecen en sus leyendas, bastante paganas al principio, con el mismo invariable aire de parentesco soso, que les une entre sí y con Jesús. Todos primos. Dios nos libre de vivir en un país donde todo rostro humano, de desolador parecido, tenga esta semejanza dulzona de convento de sacristía.

Por el contrario, Satán, hijo de la bruja, atrevido, es capaz de ser la réplica de Jesús. Estoy casi seguro de que a Jesucristo debía divertirle, cansado como estaba de la insipidez de sus Santos[2].

Los Santos, los bien-amados, los hijos de la casa, se mueven poco, contemplan, sueñan; esperan inmóviles, seguros de que obtendrán su lugar entre los Elegidos. La poca actividad que tienen se concentra en el círculo cerrado de la Imitación (esta palabra está constantemente presente en toda la Edad Media). Él, el bastardo, maldito, cuya herencia no es otra cosa que el látigo no tiene sentido que espere. Va buscando y nunca descansa. Se mueve desde la tierra al cielo. Es muy curioso, excava, penetra, sondea y mete la nariz en todas partes. Se burla y se ríe del Consummatum est. Dice Siempre: «¡Más allá!» y «¡Adelante!»

Lo demás es fácil de deducir. Aprovecha todos los desperdicios. Lo que el cielo desecha, él lo recoge. Por ejemplo, la Iglesia ha rechazado la Naturaleza por impura y sospechosa. Satán se apodera de ella; se adorna con ella. Más aún, la explota, se sirve de ella, y hace brotar de su seno las artes. Hace suyo el gran nombre con el que se le quiere condenar, el de Príncipe del mundo.

Se había dicho imprudentemente: «¡Desgraciados aquellos que ríen!». Así se entregaba de antemano a Satán el monopolio de la risa y se le proclamaba divertido. Más aún: necesario. Porque la risa es una función esencial de nuestra naturaleza. ¿Cómo soportar la vida si no podemos reír, al menos en los intervalos entre nuestros dolores?

La iglesia, que no ve en la vida más que una prueba, evita el prolongarla. Su medicina es la resignación, la espera y la esperanza de la muerte. Vasto campo para Satán, que se convierte en médico, en bienhechor de los vivientes, en consolador, que se complace en mostrarnos a nuestros muertos, en evocar las sombras amadas.

Otro punto rechazado por la Iglesia: la Lógica, el Libre Pensamiento. Esta será la gran golosina de la que el otro se apoderará ávidamente.

La Iglesia había construido a cal y canto un pequeño in pace, estrecho, de bóveda baja, apenas esclarecido a través de una pequeña hendidura: la Escuela. A los tonsurados que allí vivían se les decía: «Sed libres», pero todos acababan convirtiéndose en lisiados de las piernas. Trescientos , cuatrocientos años confirman esta parálisis. ¡Tal es la afirmación de Occam!

Resulta divertido descubrir, en esta afirmación, el origen del Renacimiento. ¿Cómo nació el Renacimiento? Por el satánico empeño de las gentes en perforar la bóveda, por el esfuerzo de los condenados que querían ver el cielo. Y tuvo lugar también más allá, lejos de la Escuela y de los letrados, en la Escuela del Monte, haciendo novillos, donde Satán persiguió a la Bruja y al pastor.

Enseñanza arriesgada entre todas, pero en la que los mismos peligros exaltaban la curiosidad, el deseo desenfrenado de ver y de saber. Allí empezaron las ciencias malditas, la farmacia prohibida de los venenos y la execrable anatomía. El pastor, espía de las estrellas, observando el cielo, suministraba culpables recetas, ensayos sobre los animales, mientras la bruja suministraba un cadáver robado del cementerio vecino. Por primera vez (con riesgo de morir en la hoguera) se podía contemplar este milagro de Dios «que se escondía estúpidamente, en lugar de intentar comprenderlo» (como muy bien ha dicho M. Serres).

Paracelso, el único médico admitido allí por Satán, vio a un tercero, que a veces se introducía en la siniestra asamblea, aportando la cirugía. El cirujano de aquellos tiempos terribles era el verdugo, el hombre de mano audaz, que sabía usar diestramente el hierro, que rompía los huesos y sabía recomponerlos, que mataba y a veces salvaba a los condenados a la horca.

La universidad criminal de la bruja, del pastor y del verdugo, con sus ensayos sacrílegos, empujó a la otra, la obligó a competir con ella y a estudiar, porque todo el mundo quería vivir. Todos los conocimientos médicos dependían de la Bruja, ya que se había dado la espalda al médico. La Iglesia tuvo que aceptarlo y permitir estos crímenes. Se vio obligada a autorizar la disección y a admitir que había buenos venenos (Grillandus). En 1306, el italiano Mondino abre y disecciona a una mujer; a otra, en 1315. ¡Revelación sagrada! ¡Descubrimiento de un mundo más grande que el de Cristóbal Colón! Los tontos gimieron y aullaron. Los sabios cayeron de rodillas.

Con tales victorias, Satán estaba seguro de vivir. La Iglesia sola nunca le habría podido destruir. Las hogueras no le afectaron. Para destruirlo había que recurrir a determinada política.

Se dividió hábilmente el reino de Satán. Contra su hija, su esposa, la Bruja, se armó a su hijo, el Médico.

La Iglesia, que le odiaba profundamente, contribuyó a fundar su monopolio para conseguir la extinción de la Bruja. En el siglo XV, declaró que si la mujer se atrevía a curar, sin haber estudiado, sería considerada bruja y debería morir.

Pero la Bruja no podía estudiar públicamente. Imaginad la escena risible, horrible, que habría tenido lugar, si la pobre salvaje se hubiera arriesgado a entrar en las escuelas. ¡Qué fiesta y qué alegría! En las hogueras de San Juan se quemaban gatos encadenados. La bruja, arrojada a aquel infierno maullante, quemada viva al mismo tiempo que los gatos encadenados, hubiera sido motivo de alegre fiesta para los jóvenes frailucos y para los Capetos.

Veremos a lo largo de esta época la decadencia de Satán. Lamentable relato. Lo veremos pacificado, convertido en un buen viejo. Se lo roba y saquea, hasta el punto de que de las dos máscaras que usaba en el Aquelarre, la más sucia, la toma Tartufo.

Su espíritu está en todas partes. Pero el diablo, en persona, desaparece completamente al desaparecer la Bruja. Los brujos fueron impertinentes.

A partir del momento en que se le ha precipitado hacia su decadencia, ¿qué se ha hecho de él? ¿No era un actor necesario, una pieza indispensable de la gran maquinaria religiosa, bastante estropeada hoy día por cierto? Todo organismo que funcione bien es doble, tiene dos cazas simétricas, opuestas, desiguales: la inferior hace de contrapeso respondiendo a la otra, cuando la superior se impacienta y quiere suprimirla, se equivoca.

Cuando Colbert (1762) destronó a Satán al prohibir a los jueces que aceptaran procesos de brujería, el tenaz parlamento normando, con su típica lógica normanda, señaló el peligroso alcance de tal decisión. El Diablo es nada menos que un dogma que sostiene a todos los demás.  ¿Tocar al eterno vencido, no es tocar al vencedor? Dudar de los actos del primero conduce inexorablemente a dudar de los actos del segundo, de los milagros que hizo precisamente para combatir al Diablo. Las columnas del Cielo tienen su base en el abismo. El atolondrado que remueva esta base infernal, puede cuartear el Paraíso.

Colbert no hizo caso. Tenía demasiados asuntos entre sus manos. Pero el Diablo seguramente sí que lo oyó y le debió consolar mucho. A partir de entonces se gana la vida con juegos sin importancia (espiritismo y mesas giratorias), resignadamente, convencido de que al menos no muere solo.

(…)

II

EL MARTILLO DE LAS BRUJAS

Las brujas no se preocupan apenas por esconder su juego. Antes al contrario se envanecen de ello, e incluso fue Sprenger quien recogió de su propia boca una gran parte de las historias que adornan su manual. Es un libro pedante, que reproduce ridículamente las divisiones y subdivisiones, utilizadas por los tomistas, es la obra de un hombre ingenuo, muy convencido, verdaderamente asustado, quien, en este terrible duelo entre Dios y el Diablo, en el que Dios permite generalmente, que el Diablo tenga ventaja, no ve otro remedio que perseguir con la antorcha en la mano, quemando lo más rápidamente posible los cuerpos donde había hecho morada.

El único mérito de Sprenger es haber hecho un libro más completo, que corona un vasto sistema, toda una literatura. A los antiguos penitenciarios, a los manuales de los confesores para la inquisición de los pecados, sucedieron los directoria para la inquisición de la herejía, que es el mayor pecado. Pero para la mayor de las herejías, que es la brujería, se hicieron directoria o manuales especiales, los llamados Martillos de brujas. Estos manuales, constantemente enriquecidos por el celo de los dominicos, alcanzaron su perfección en Malleus de Sprenger, libro que guió a él mismo en su gran misión en Alemania y, durante un siglo, fue la guía y la luz de los tribunales de la Inquisición.

¿Qué llevó a Sprenger a estudiar estas materias? Cuenta que estando en Roma, en el reflectorio en el que los monjes albergaban a los peregrinos, vio a dos de ellos procedentes de Bohemia, uno era un joven sacerdote y el otro su padre. El padre suspiraba y rezaba por el éxito de su viaje. Sprenger, conmovido, le preguntó la causa de su tristeza. Es que su hijo estaba poseído, con muchas dificultades y gastos lo había traído a Roma, a la tumba de los santos.

«—Este hijo, ¿dónde está?, dijo el monje.

—Junto a vos.

Ante esta respuesta tuve miedo y retrocedí. Contemplé al joven sacerdote y quedé maravillado de verlo comer con un aire muy modesto y responder con dulzura. Me informó que habiendo hablado un poco duramente a una vieja, ella le había lanzado un sortilegio, sortilegio que estaba debajo de un árbol.

—   ¿Bajo cuál?

—   La bruja se obstinaba en no decirlo.»

Sprenger, siempre por caridad, empezó a llevar al poseso de iglesia en iglesia y de reliquia en reliquia. En cada estación, exorcismo, furor, gritos, contorsiones, lenguaje ininteligible y fuertes brincos. Todo esto delante del pueblo que les seguía, admiraba, agitaba. Los diablos, tan comunes en Alemania, eran más raros en Italia. En pocos días, en Roma no se hablaba de otra cosa. Este asunto, que hizo mucho ruido, despertó la atención del dominico. Estudió el asunto, compiló todos los Mallei y otros manuscritos y se convirtió en una gran autoridad en cuestiones de demonología. Su Malleus debió ser escrito en los veinte años que separan esta aventura de la gran misión confiada a Sprenger por el papa Inocencio VIII en 1484.

Era muy necesario elegir al hombre adecuado para esta misión en Alemania, un hombre de inteligencia y tacto, que convenciera la repugnancia de las lealtades germánicas al tenebroso sistema, que él trataba de introducir. Roma había sufrido un duro fracaso en los Países Bajos, que puso a prueba el valor de la Inquisición en estas regiones, por consiguiente le cerró Francia (sólo Toulouse, como antiguo baluarte albigense, estuvo sujeta a la Inquisición). Hacia el año 1460, un penitenciario de Roma, convertido en deán de Arrás, ideó golpear con dureza sobre las cámaras de retórica (o reuniones literarias), que empezaban a discutir de materias religiosas. Quemó como brujo a uno de estos retóricos y, con él, a burgueses ricos e incluso a caballeros. La nobleza se irritó por este ataque; la opinión pública se elevó con violencia. Se abucheó y maldijo a la Inquisición, sobre todo en Francia. El parlamento de París le cerró rudamente la puerta y Roma, por su torpeza, perdió esta ocasión de introducir en todo el Norte esta terrorífica dominación.

Hacia 1484, el momento pareció mejor elegido. La Inquisición, que en España había tomado proporciones tan terribles y dominaba todo el reino, parecía haberse convertido en una institución dominante, autónoma, capaz de penetrarlo todo e invadirlo todo. Es cierto que encontraba un obstáculo en Alemania, la celosa oposición de los príncipes eclesiásticos, que, al tener sus tribunales, su inquisición personal, nunca se habían prestado a recibir a la de Roma. Pero la situación de estos príncipes, la inquietud que les producían estos movimientos populares, les hacía más manejables. Toda la Renania y la Suabia, incluso el Este hacia Salzburgo, parecían minadas por la sedición. A cada momento estallaban revueltas campesinas. Se diría que era como un inmenso volcán subterráneo, un invisible lago de fuego, que, por aquí y por allá, señalaba su existencia en forma de chorros de fuego. La Inquisición extranjera, más temida que la alemana, llegaba aquí en el momento justo para aterrorizar al país, quebrar los espíritus rebeldes, quemando como brujos hoy a los que quizá habrían sido insurgentes mañana. Excelente arma popular para domar al pueblo. Esta vez la tormenta sería desviada hacia las brujas, como en 1349 y en tantas ocasiones, lo había sido hacia los judíos.

Sólo hacía falta un hombre. El Inquisidor, el primero que iba a levantar su tribunal ante las celosas. Cortes de Maguncia y de Colonia, ante el burlón pueblo de Frankfurt o de Estrasburgo, debía ser un hombre inteligente. Su habilidad personal tenía que compensarse y hacer que los hombres olvidasen, en alguna medida, la odiosa naturaleza de su ministerio. Además, Roma se ha envanecido siempre de elegir muy bien a sus hombres. Indiferente a las cuestiones abstractas, ha creído, no sin razón, que el éxito de los asuntos dependía del carácter especial de los agentes enviados a cada país. ¿Era Sprenger el hombre adecuado? Para empezar era alemán, dominico, apoyado de entrada por todos sus conventos, sus escuelas. Era necesario un digno hijo de las escuelas, un buen escolástico, un hombre, un maestro de la Summa, firme sobre santo Tomás, manejando siempre los textos adecuados para cada argumento. Sprenger era todo esto, pero además de esto, era un necio.

Se dice, se escribe a menudo que dia-bolus procede de dia, dos y bulus, bol y píldora, porque tragándose alma y cuerpo, de las dos cosas, el diablo hace una píldora. Pero (dice, continuando con la gravedad de Sganarelle) según la etimología griega, diabolus significa clausus ergástulo; o bien defluens (¿Teufel?), el que cae, porque cayó del cielo.

Maleficio, ¿de dónde procede? «De maleficiendo, que significa male de fide sentiendo». Extraña etimología, pero de gran alcance. Si el maleficio se asimila a las malas opiniones, todo brujo es un herético, y todo incrédulo es un brujo. Se puede quemar como brujos a todos los que hayan sostenido opiniones heterodoxas. Esto es precisamente lo que hicieron en Arras y lo que, poco a poco, querían hacer en todos los sitios.

He aquí el incontestable y sólido mérito de Sprenger; plantea atrevidamente las tesis menos aceptables. Otro intentaría eludir, atenuar, suavizar las objeciones. Él, no. Desde la primera página le hace frente, expone una a una las razones naturales, evidentes, que se tienen para no creer en los milagros diabólicos. Hecho esto añade fríamente: solamente errores heréticos. Y, sin refutar las razones, copia los textos contrarios, santo Tomás, Biblia, leyendas, canonistas y glosadores. Primero muestra lo que el sentido común tiene que decir, después lo pulveriza con el peso de la autoridad.

Satisfecho, se sienta, sereno, vencedor; parece decir: ¡Bien!, ¿ahora qué decís? ¿Os atreveríais ahora a usar vuestra razón? ¿Podéis dudar, por ejemplo, de que el Diablo se divierte interfiriendo entre los esposos, cuando toda la Iglesia y los canonistas admiten este motivo de separación?

Ciertamente, no hay respuesta a esto. Nadie respirará. Sprenger, en la primera línea de este manual de jueces, al declarar herética la menor duda, ha atado las manos del juez; siente que no debe titubear, que, si desgraciadamente tenía alguna tentación de duda o de humanidad, tendría que empezar por condenarse y quemarse a sí mismo.

El método es idéntico en todas partes. Primero el sentido común, después, la negación frontal, sin titubeos, del mismo. Alguien, por ejemplo, podría estar tentado de decir que, ya que el amor está en el alma, no es necesario suponer que hace falta la acción misteriosa del Diablo. ¿ No es esto embrollado? —No —dice Sprenger—, distinguo: el que parte la madera, no es causa de la combustión; es sólo la causa indirecta. El que parte la madera es el amor (ver Dionosio Aeropagita, Orígenes, Juan Damasceno). Por tanto, el amor es la causa indirecta del amor.

He aquí lo que es estudiar. No era una escuela cualquiera la que podía producir un hombre así. Sólo Colonia, Lovaina y París tenían la maquinaria adecuada para moldear el cerebro humano. La escuela de París era fuerte (para el latín de cocina, ¿qué podía oponerse al Janotus de Gargantúa?). Pero Colonia era más fuerte, gloriosa reina de las tinieblas, que había suministrado a Hutten el tipo de los obscuri viri, de los oscurantistas e ignorantes, raza tan próspera y tan fecunda.

Este sólido escolástico, lleno de palabras, vacío de sentido, enemigo jurado tanto de la naturaleza como de la razón, pontifica con una fe soberbia en sus libros y en su hábito, en su miseria y en su polvo. Sobre la mesa de su tribunal, tiene a un lado la Summa, y al otro el Directorium. Y no se aparta de ellos. Ésta es su biblioteca, y se ríe de cualquier cosa fuera de sus límites. No es la clase de hombre a quien se hará creer en cosas falsas o que gaste su tiempo en la Astrología o la Alquimia, tonterías no tan tontas después de todo, que conducirían a la auténtica observación de las leyes de la naturaleza. ¿Qué digo?  Sprenger es un escéptico, duda de las viejas recetas. Alberto el Magno, asegura que la salvia en una fuente basta para provocar una gran tormenta, él sacude la cabeza. ¿La salvia? No me digas, excúsame, no puedo creerlo. Por poca experiencia que se tenga, se reconoce aquí la astucia de Aquel que quería despistar, el sutil Príncipe del Aire; pero no tendrá suerte, tendrá que vérselas con un doctor de la Iglesia más maligno que el Maligno.

Me hubiera gustado verme frente a este tipo admirable de juez y las víctimas que comparecían ante él. Criaturas que Dios tomase de dos planetas diferentes no serían más opuestas, más extranjeras la una con respecto de la otra, más desprovistas de una lengua común. La vieja, esqueleto harapiento, con los ojos resplandecientes de malicia, tres veces recocida en el fuego del infierno; el siniestro solitario, pastor de la Selva Negra o de los altos desiertos de los Alpes: he aquí a los salvajes que se presentan ante los ojos del sabihondo, al juicio del escolástico.

Por lo demás, no le harán sudar demasiado en su tribunal de justicia. Lo dirán todo sin tortura. La tortura vendrá, pero más tarde, como complemento y adorno del proceso verbal. Ellos explican y cuentan ordenadamente todo lo que ha hecho. El Diablo es el íntimo amigo del pastor y se acuesta con la bruja. Ella lo dice con una sonrisa consciente y una mirada de triunfo, disfrutando evidentemente del horror de la audiencia.

He aquí una vieja loca; el pastor no lo es menos. ¿Imbéciles? Ni lo uno ni lo otro. Lejos de ello, son astutos, sutiles, ven crecer la hierba y oyen a través de los muros. Lo que todavía ven mejor son las monumentales orejas de asno que dan sombra al bonete del doctor. Les tiene miedo. Pretende ser valiente, pero tiembla. El mismo juez confiesa que si el sacerdote no toma precauciones al conjurar al demonio, a veces le empuja a cambiar de morada, a pasar al mismo sacerdote, porque encuentra más agradable alojarse en un cuerpo consagrado a Dios. ¿Quién sabe si estos simples diablos de pastores y brujas no tendrían la ambición de habitar en un inquisidor? No se sentía de ninguna manera seguro, cuando con su voz más campanuda, dice a la vieja:

«—Si es tan poderoso tu dueño, ¿cómo es que no siento sus golpes?»

«—Demasiado los sentía —dice el pobre hombre en su libro— cuando estaba en Ratisbona, ¡cuántas veces venía a golpear  mi ventana! ¡Cuántas veces hundía alfileres en mi gorro! Después venían centenares de visiones, perros, monos, etc.»

La mayor alegría del Diablo, un gran lógico, es proponer al doctor, por la voz de la falsa vieja, argumentos embarazosos, insidiosas cuestiones, a las cuales escapa como el pez que huye removiendo el agua y ennegreciéndola como la tinta. Por ejemplo:

«El Diablo no actúa más que cuando Dios lo permite. ¿Por qué castigar sus instrumentos?»

O bien: «No somos libres. Dios permite, como en el caso del pobre Job, que el diablo nos tiente y nos empuje al pecado, que nos violente incluso con golpes…¿Se debe castigar a aquel que no es libre?».

Sprenger se evade diciendo:

«—Sois seres libres —aquí fuera los textos—. Vosotros sois siervos sólo en razón de vuestro pacto con Satán, el Maligno.»

A  lo que es fácil contestar:

«—Si Dios permite al Maligno tentarnos a hacer un pacto, hace posible este pacto, etc.

—Soy muy bueno —dice el doctor— escuchando a estas gentes. Imbécil quien dispute con el Diablo.»

Todo el mundo dice como él. Todos aplauden el proceso, todos se sienten emocionados, temblorosos, impacientes por la sentencia y la ejecución. Ahorcados se ven muchos. Pero el brujo y la bruja; será una fiesta ver cómo ambos herejes chisporrotearán en las llamas. El juez tiene al pueblo a su lado. No tiene dificultades. Con el Directorium es un libro anticuado, centenario. En el siglo XV, siglo de más luces, todo se perfecciona. Si no se tienen vecinos, basta con la voz pública general[3].

Grito sincero, grito de miedo, grito de dolor de las víctimas, de las pobres hechizadas. Sprenger se conmueve profundamente. No creáis que sea de estos escolásticos insensibles, hombre de seca abstracción. Tiene corazón. Pero eso mata tan fácilmente. Es compasivo, lleno de caridad. Comparece a esta mujer desconsolada, embarazada de hace poco, a la que la bruja ahogó el niño de una mirada. Compadece al pobre hombre a quien la bruja perjudica atrayendo el granizo sobre su campo. Compadece al marido que, no siendo brujo, se da cuenta de que su mujer es bruja y la arrastra con la cuerda al cuello a Sprenger, que la hace quemar.

Con un hombre cruel podía haber posibilidades de escapatoria, pero con este bueno y caritativo Sprenger no hay lugar para la esperanza. Su humanidad es demasiado fuerte; se es quemado sin remedio, hace falta habilidad, una gran presencia de espíritu. Un día, tres buenas damas de Estrasburgo denuncian que, en el mismo día y a la misma hora, se sintieron golpeadas por una mano invisible. ¿Cómo? Ellas no pueden acusar más que a un hombre de mal aspecto que les había echado un sortilegio. Conducido ante el inquisidor, el hombre protesta, jura por todos los santos que no conoce a estas damas, que no las ha visto nunca. El juez se niega a creerlo. Lloros, juramentos, nada servía. Su gran piedad por las damas le hacía inexorable, indignado por las negativas. Ya se levanta. El hombre iba a ser torturado, y entonces confesó, como lo hacían los más inocentes. Se le autoriza a hablar y dice:

«—Recuerdo, en efecto, que ayer, y a esta hora, he apaleado… ¿a quién? No a criaturas bautizadas, sino a tres gatas que vinieron a morderme las piernas furiosamente…—»

El juez, como hombre penetrante, lo vio claro: el pobre hombre era inocente; sin ninguna duda, las damas, en aquellos días, se habían transformado en gatas y el Maligno se divertía lanzándolas a las piernas de los cristianos para perderlos y hacerles pasar por brujos.

Con un juez menos hábil no se habría llegado a adivinar esto. Pero no se podía contar siempre con un hombre tan penetrante. Era muy necesario que siempre hubiese sobre la mesa de la Inquisición un manual que revelase al juez simple y poco experimentado las astucias del viejo enemigo, los medios de desbaratarlas, la táctica hábil y profunda que el mismo Sprenger había utilizado tan felizmente en sus campana del Rhin. Para este fin, el Malleus, que se debía llevar en el bolsillo, se imprimió en un formato muy pequeño, raro entonces. No hubiera sido decoroso que en la audiencia, el juez, turbado, abriese sobre la mesa un infolio. Así podía mirar disimuladamente con el rabillo del ojo y ojear su manual de imbecilidades bajo la mesa.

El Malleus, como todos los libros de este tipo, contiene una singular confesión, que el Diablo gana terreno, es decir, que Dios lo pierde; que el género humano, redimido por Jesús, se convierte en la conquista del Diablo. Este, bien claramente, hace progresos, como lo prueba leyenda tras leyenda. ¡Cuánto camino ha recorrido desde los tiempos del Evangelio, cuando se sentía feliz alojándose en los cerdos, hasta la época de dante en la que como teólogo y jurista, argumenta con los santos, pleitea y, como final, conclusión de un victorioso silogismo, dice con una risa triunfante:

«—¡Tú no sabías que yo era lógico!—»

En los primeros tiempos de la Edad Media, todavía espera el momento de la agonía para tomar el alma y llevársela. Santa Hildegarda (hacia 1100) cree que no puede entrar en el cuerpo de un hombre vivo, si lo hiciera los miembros se descoyuntarían. Sólo entran la sombra y el humo del Diablo. Este último resplandor del sentido común desaparecería en el siglo XII. En el siglo XIII, encontramos un prior que teme de tal manera ser cogido vivo, que se hace guardar noche y día por doscientos hombres armados.

Aquí empieza una época de terrores crecientes, en la que el hombre se fía cada vez menos de la protección divina. El demonio ya no es un espíritu furtivo, un ladrón nocturno que se desliza en las tinieblas; es el intrépido adversario, el audaz imitador de Dios, que, bajo su sol, y a pleno día, imita su creación. ¿Quién dice esto? ¿La leyenda? No, los grandes doctores. «El diablo transforma a todos los seres», dice Alberto el Magno. Santo Tomás va más lejos todavía: «Todos los cambios —dice él— que pueden hacerse naturalmente y por medio de gérmenes el Diablo puede imitarlos». Asombrosa concesión, que, en boca tan grave, supone, ni más ni menos, enfrentar a dos creadores. «Pero, lo que puede hacerse sin germinar —añade— como una metamorfosis de hombre en bestia o la resurrección de un muerto, el Diablo no puede hacerlo». He aquí la pequeña arte reservada a Dios. Hablando estrictamente, no tiene más que el milagro, la acción rara y singular. Pero el milagro cotidiano, la vida, ya no es sólo suya: el Demonio, su imitador, comparte con él la naturaleza.

Para el hombre, cuya débil vista no diferencia la naturaleza creada por Dios de la naturaleza creada por el Diablo, el mundo está dividido. Una terrible incertidumbre planeará sobre todo. Se ha perdido la inocencia de la naturaleza. La fuente pura, la flor blanca, el pequeño pájaro ¿son dones de Dios o son pérfidas imitaciones o son trampas tendidas al hombre…? Atrás, todo se convierte en sospechoso. Ambas creaciones, la buena, tanto como la otra, están oscurecidas y degradadas. La sombra del Diablo oscurece la luz del día, se extiende sobre toda la vida. A juzgar por las apariencias y por los terrores humanos, no comparte el mundo, lo ha usurpado por completo.

Así están las cosas en tiempos de Sprenger. Su libro está lleno de las más tristes confesiones acerca de la impotencia de Dios. «El Permite —dice— que sea así.» Permitir una ilusión tan completa, dejar creer que el Diablo lo es todo, Dios nada, es más que permitir, es decidir la condenación de un mundo de almas infortunadas, indefensas contra este error. No basta ninguna plegaria, ninguna penitencia, ninguna peregrinación; ni siquiera (lo confiesa) el sacramento del altar. ¡Extraña mortificación! Monjas después de completa confesión, con la hostia en la boca, confiesan que en este mismo momento sienten al amante infernal, que, sin pudor ni miedo, las turba y se apodera de ellas. Y, apremiadas por las preguntas, añaden, llorando, que él tiene sus cuerpos porque ya posee sus almas.

Los antiguos aniqueos, los modernos albigenses, fueron acusados de creer en el poder del Mal, que luchaba al lado del Bien, y de hacer al Diablo igual a Dios. Pero aquí es más que igual. Si Dios, en la hostia, no hace nada, el Diablo parece superior.

No me asombra el extraño aspecto que ofrece entonces el mundo. España, con sombrío furor; Alemania, con cólera aterrorizada y pedantesca, que atestigua el Malleus  persiguen al insolente vencedor en los miserables en los que mora; se queman, se destruyen las moradas vivientes donde él se había establecido. Encontrándole demasiado fuerte en el alma, se le quiere expulsar de los cuerpos. ¿Para qué sirve? Quemad a esta vieja, él se aloja en la vecina, ¿qué digo?, a veces se apodera (si creemos a Sprenger) del sacerdote que lo exorcisa, triunfando sobre el mismo juez.

Los dominicos, en los expedientes, aconsejaban intentar la intercesión de la Virgen, la repetición continua del Ave María. De todas maneras, Sprenger confiesa que este remedio es efímero. Uno puede ser cazado entre dos Ave. De aquí la invención del Rosario, el rosario de los Ave, con la ayuda del cual se puede recitar, sin atención, indefinidamente mientras el espíritu está en otra parte. Poblaciones enteras adoptan este primer ensayo del arte con lo que Loyola intentará guiar al mundo y del cual sus Ejércitos son ingeniosos rudimentos.

Todo esto parece contradecir lo que hemos dicho en el capítulo precedente acerca de la decadencia de la brujería. El diablo ahora es popular y está presente en todas partes. Parece haber vencido. Pero, ¿se aprovecha de la victoria? ¿Gana en substancia? Sí, bajo el nuevo aspecto de la revolución científica que nos va a traer el luminoso Renacimiento. No, bajo el aspecto antiguo del Espíritu tenebroso de la brujería. Sus leyendas, en el siglo XVI, más numerosas, más extendidas que nunca revelan una marcada tendencia hacia lo grotesco. Los hombres tiemblan, pero se ríen a la vez[4]

(…) Ω

 


[1] MICHELET, Jules. 3ª ed. Edit. Akal. Madrid. 2006. 378. p. 29-41 y 171-183.

[2] El fragmento que acabamos de leer desde «Ved por el contrario…» no figura más que en la edición original (Ver el Prefacio.)

[3] Faustin Hélie, en su sabio y luminoso Tratado de la instrucción criminal (tomo I, 398) ha explicado perfectamente cómo Inocencio III, hacia 1200, suprime las garantías de la Acusación hasta entonces necesarias sobre todo la pena de calumnia, en la que podía incurrir el acusador). Estas garantías son sustituidas por tenebrosos procedimientos, la Denunciación, la Inquisición. Ver en Soldan la ligereza terrible de los últimos procedimientos. Se derramó la sangre como si fuera agua.

[4] Ver mis Memorias de Lutero, para los Kilcrops, etec.