Salvatore1

W. Somerset Maugham

Me pregunto si seré capaz de hacerlo.

Conocí a Salvatore cuando él era un muchacho de quince años, de cara apacible y fea, de boca sonriente y ojos confiados. Acostumbraba pasarse la mañana tirado en la playa, casi desnudo, y su cuerpo moreno era delgado como un riel. Era lleno de gracia. Entraba y salía del mar todo el tiempo, nadando con la tosquedad y la brazada fácil de los pescadores jóvenes. Trepando a las escarpadas rocas con sus pies descalzos —porque, excepto los domingos, nunca usaba zapatos— se lanzaba al agua profunda con un grito de gozo. Su padre era pescador y poseía un viñedo pequeño, y Salvatore cuidaba de sus dos hermanitos. Les gritaba que regresaran a la playa cuando se aventuraban demasiado lejos en el mar, y los hacía que se vistieran cuando ya era hora de subir por la cálida colina, cubierta de racimos de uvas, para ir a la comida frugal del medio día.

Pero los muchachos en esos lugares sureños crecen rápidamente y de repente él estaba enamorado de una bella joven que vivía en Marina Grande. Los ojos de ella eran como los lagos del bosque y ella tenía el porte de una hija del César. Se comprometieron en matrimonio, pero no podían casarse hasta que Salvatore hubiera hecho su servicio militar, y cuando él dejó la isla por primera vez en su vida para convertirse en marinero en la nave del Rey Víctor Emmanuel, lloró como un niño. Era duro para alguien que nunca había sido menos libre que los pájaros, quedar sujeto a los gestos y llamados de otros; todavía era más duro vivir en un barco de guerra rodeado de extraños en lugar de hacerlo en una casita blanca rodeada de viñedos; y cuando estaba en tierra, caminar por las ciudades ruidosas y poco amables, con calles tan atestadas que le daba miedo cruzarlas siendo que él estaba acostumbrado a los senderos silenciosos, a las montañas y al mar. Supongo que nunca se le había ocurrido que Ischia, a la que desde la playa había mirado cada noche (y que parecía una isla mágica en el crepúsculo) para saber qué tiempo haría al día siguiente, o el Vesubio, azuloso y gris en las madrugadas, tenían algo que ver con él, pero cuando dejó de tenerlos frente a sus ojos, comprendió de manera vaga que eran parte de él tanto como lo eran sus manos y sus pies. Extrañaba su hogar terriblemente. Pero lo más difícil de todo era haberse separado de la joven a la que amaba con toda la fuerza de su joven corazón. Le escribió (con su letra como de niño) cartas largas, desordenadas, en las que le decía cuánto pensaba en ella y lo mucho que deseaba regresar. Fue enviado allá y acullá, a Spezzia, a Venecia, a Bari y finalmente a China. Cayó enfermo de un misterioso padecimiento que lo mantuvo por meses en el hospital. Lo enfrentó con la paciencia silenciosa y confundida de un perro. Cuando supo que se trataba de una forma de reumatismo que lo hacía inhábil para seguir en el servicio, su corazón se llenó de alegría porque podría volver a casa; y no se preocupó, de hecho, apenas escuchó, cuando los doctores le dijeron que nunca volvería a estar bien. ¿Qué le importaba, si iba a regresar a la islita que amaba tanto y a la muchacha que lo estaba esperando?

Cuando abordó el bote de remos que salió a encontrar al vapor de Nápoles, y fue llevado a la orilla de la playa, vio a su padre y a su madre parados en el muelle, y a sus dos hermanos, ahora ya muchachos grandes, y los saludó agitando la mano. Sus ojos buscaron a la muchacha entre la muchedumbre que esperaba. No la encontró. Hubo muchos besos cuando subió los escalones, y todos, gente emotiva, lloraron un poco en el intercambio de saludos. Preguntó dónde estaba la muchacha. Su madre le respondió que no sabía; no la habían visto desde hacía dos o tres semanas; así que por la noche, cuando la luna brillaba sobre el mar en la calma, y las luces de Nápoles parpadeaban en la distancia, caminó hacia Marina Grande a la casa de ella. Se sentía un poco tímido por tanto tiempo que había pasado sin verla: Le preguntó si no había recibido la carta que le había escrito diciéndole que regresaba a casa. Sí, había recibido la carta, y unos muchachos de la isla le había dicho que estaba enfermo. Sí, por eso había regresado; ¿no era eso buena suerte? Oh, pero ella había escuchado que él nunca volvería a estar bien. Los doctores dicen muchas tonterías, pero él sabía muy bien que ahora que estaba de nuevo en casa se recuperaría. Ella se quedó callada un poco, y luego la madre tocó con el codo a la muchacha. Ésta no intentó decir las cosas suavemente. Le dijo abiertamente, con la brusca franqueza de su raza, que ella no podía casarse con alguien que nunca podría trabajar lo suficientemente duro como un hombre. La muchacha y sus padres se habían puesto de acuerdo, y el padre nunca daría su consentimiento.

Cuando Salvatore llegó a su casa se encontró con que todos ya lo sabían. El padre de la muchacha había ido a decirles, pero no habían tenido el valor de decírselo a él. Lloró en el pecho de su madre. Se sentía terriblemente infeliz, pero no culpó a la muchacha. La vida de un pescador era dura y requería de fuerza y persistencia. Él sabía muy bien que una muchacha no podía correr el riesgo de casarse con un hombre que podía no ser capaz de mantenerla. Su sonrisa era muy triste y sus ojos parecían los de un perro que ha sido apaleado, pero no se quejó, y nunca dijo una palabra fuerte contra la muchacha a la que había amado tanto. Luego, pocos meses después, cuando se había adaptado a la rutina común, trabajando en el viñedo de su padre y saliendo a pescar, su madre le dijo que había una mujer joven en el pueblo que deseaba casarse con él. Se llamaba Assunta.

Es fea como el demonio— dijo él.

Era mayor que él, de 24 o 25 años, y había estado comprometida con un hombre que, mientras cumplía su servicio militar, había sido muerto en África. Tenía un poco de dinero propio, y si Salvatore se casaba con ella, podría comprar un bote para él y podrían trabajar un viñedo que por feliz casualidad estaba disponible. Su madre le dijo que Assunta lo había visto en la fiesta y se había enamorado de él. Salvatore mostró su dulce sonrisa y dijo que lo pensaría. El domingo siguiente, vestido de traje negro y ajustado, con el que se veía mucho menos bien que con la camisa raída y los pantalones de diario, subió a la Misa Grande, en la parroquia, y se colocó de manera que pudiera tener una buena vista de la joven mujer. Cuando regresó a casa le dijo a su madre que sí se casaría.

Bueno, se casaron y se fueron a vivir a una casita en medio de un lindo viñedo. Salvatore era ahora un hombre grande y robusto, alto y ancho, pero todavía con esa sonrisa ingenua y esos ojos confiados y bondadoso que él había tenido desde niño. Tenía las maneras más bellas que yo hubiera visto en mi vida. Assunta era una mujer de rostro severo, de rasgos decididos, y se veía envejecida. Pero tenía un buen corazón y no era tonta. Yo solía asombrarme por la pequeña sonrisa de devoción que ella le regalaba a su marido cuando él hacía algo de mucha masculinidad o destreza; ella nunca dejó de estar tocada por la suave dulzura de él. Pero ella no podía soportar a la muchacha que lo había rechazado, y sin importar las sonrientes protestas de Salvatore ella no tenía más que palabras duras para aquella. Pronto tuvieron niños.

Era una vida bastante difícil. Durante toda la temporada de pesca, hacía el anochecer, él se embarcaba en su bote con uno de sus hermanos hacía los puntos de pesca. Era una larga remada de diez a doce kilómetros, y el se pasaba la noche cogiendo los valiosos moluscos. Luego venía de nuevo la larga remada de regreso para vender la captura a tiempo para que pudiera ser llevada en el primer bote a Nápoles. En otras ocasiones trabajaba en su viñedo desde el amanecer hasta que el calor lo obligaba a descansar, y luego, otra vez, cuando estaba un poco más fresco, hasta el anochecer. A menudo, su reumatismo le impedía completamente hacer cualquier cosa y entonces se tendía en la playa, fumando cigarrillos, con una palabra agradable para todos a pesar del dolor que torturaba sus miembros. Los extranjeros que bajaban a bañarse y lo veían ahí decían que estos pescadores italianos eran unos demonios perezosos.

A veces solía traer a sus hijos para darles un baño. Los dos eran varones y en este tiempo el mayor tenía tres años, y el más pequeño, dos. Ellos se tendían en la orilla del agua completamente desnudos, y Salvatore, parado en una roca, los metía al agua. El mayor soportaba esto con estoicismo, pero el bebé gritaba mucho. Salvatore tenía unas manos enormes, como piernas de carnero, ásperas y duras por el trabajo intenso y constante, pero cuando bañaba a sus hijos, los sostenía muy tiernamente, secándolos con delicadeza y cuidado como —les doy mi palabra— si fueran flores. Sentaba al bebé desnudo en la palma de su mano y lo sostenía sonriéndole a su pequeñez, y su risa era como el sonreír de un ángel. Sus ojos eran entonces tan limpios como los de sus hijos.

Comencé preguntando si yo sería capaz de hacerlo, y ahora debo decirles que lo he intentado. Yo quería ver si podía mantener su atención por unas pocas páginas mientras les dibujaba el retrato de un hombre, solamente el de un pescador italiano ordinario que no poseía nada en el mundo salvo una cualidad que es la más rara, la más preciosa y la más amable que nadie pueda tener. Sólo el cielo sabe por qué él la poseía tan extraña e inesperadamente. Todo lo que sé es que brillaba en él con un resplandor que, si no hubiera sido tan inconsciente y tan humilde, habría sido difícilmente soportable para el común de las personas. Y, en caso de que ustedes no hayan adivinado de qué cualidad se trata, se las diré:

Bondad, simplemente bondad.

 


[1] Traducción de José A. Aguilar V. con la colaboración de Mónica Alva.