María Antonieta

(fragmento)[1]

Stefan Zweig

Si existiera alguna esperanza, María Antonieta podría entregarse a ella, porque la mayoría de los testigos han fracasado por completo. Ni uno solo de aquellos a los que temía la ha acusado seriamente. Su defensa se vuelve cada vez más enérgica. Cuando el acusador público afirma que con su influencia llevó al antiguo rey a hacer todo lo que le pidiera, ella responde: «Es muy distinto aconsejar a alguien que ordenar hacer algo». Cuando en el curso de la vista el presidente le indica que sus testimonios se encuentran en contradicción con las declaraciones de su hijo, dice despreciativa: «Es fácil hacer decir a un niño de ocho años lo que se quiera de él». Ante las preguntas realmente amenazadoras, se cubría con un cauteloso: «No lo sé, no me acuerdo». Así que Hernan no puede llevarla triunfante ni una sola vez a decir una abierta falsedad o una contradicción, ni siquiera el auditorio, que escucha tenso durante largas horas, se deja arrastrar a un grito de ira, un movimiento de odio o un patriótico aplauso. La vista avanza Sigue leyendo

Salvatore1

W. Somerset Maugham

Me pregunto si seré capaz de hacerlo.

Conocí a Salvatore cuando él era un muchacho de quince años, de cara apacible y fea, de boca sonriente y ojos confiados. Acostumbraba pasarse la mañana tirado en la playa, casi desnudo, y su cuerpo moreno era delgado como un riel. Era lleno de gracia. Entraba y salía del mar todo el tiempo, nadando con la tosquedad y la brazada fácil de los pescadores jóvenes. Trepando a las escarpadas rocas con sus pies descalzos —porque, excepto los domingos, nunca usaba zapatos— se lanzaba al agua profunda con un grito de gozo. Su padre era pescador y poseía un viñedo pequeño, y Salvatore cuidaba de sus dos hermanitos. Les gritaba que regresaran a la playa cuando se aventuraban demasiado lejos en el mar, y los hacía que se vistieran cuando ya era hora de subir por la cálida colina, cubierta de racimos de uvas, para ir a la comida frugal del medio día.

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Ozimandias1

Me encontré con un viajero de una tierra antigua
quien me dijo: —Dos enormes y destroncadas piernas pétreas
se yerguen en el desierto. Junto a ellas, en la arena,
medio enterrado, yace un rostro destrozado. Su ceño fruncido,

su labio arrugado y su mueca de frío poder
indican que su escultor leyó bien esas pasiones
que, marcadas en esas cosas inertes, aún sobreviven,
a la mano que las dibujó y al corazón que las infundió.

Y en el pedestal aparecen estas palabras:
«Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes;
vean mis obras, ustedes, los poderosos, ¡y pierdan la esperanza!»

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